Tierra prometida
Donde el mar termina, comienza el mundo
3 de agosto de 1492, en el puerto de Palos de la Frontera_
“En el nombre de Dios y de la Virgen Santa, tomo pluma y carbón para dejar memoria de este viaje y de lo que mis ojos alcancen a ver. Mi nombre es Juan de Jerez, nacido en Moguer, hijo de pescador y nieto de mareante. Crecí viendo las barcas zarpar al amanecer y volver al anochecer cargadas de sardinas y bacaladillas. El mar me es viejo conocido, pero jamás lo he visto tan vasto como en esta empresa.
Me embarqué en la Santa María, nao gruesa y lenta, por necesidad y también por ansia de fortuna. No niego que en mi corazón pesa el miedo: los míos me despidieron como si no pensaran volver a verme y acaso no les falte razón. Pero también llevo conmigo la esperanza de regresar un día con riquezas que cambien la suerte de mi casa. Pido por ello aferrado al rosario gastado que me entregó mi madre antes de partir y que ahora cuelga de mi cuello.
El Almirante Colón promete alcanzar las Indias navegando al poniente, donde nadie antes se atrevió. Muchos lo llaman loco, otros visionario. Yo sólo sé que en esta nao vamos cuarenta hombres y que de nuestro valor depende volver a pisar la arena de Moguer o acabar tragados por un mar sin nombre.
Escribo este diario como desahogo y testimonio. Si alguien lo encontrase alguna vez, sabrá que yo también estuve aquí, que crucé el océano en pos de lo imposible y que en la madrugada del tres de agosto del año del Señor de mil cuatrocientos y noventa y dos dejé atrás mi pueblo y mi vida, para entrar en lo desconocido.”
Preparativos y partida de Palos. 3 de agosto de 1492, alzar de velas desde la barra de Saltés_
“Jamás olvidaré aquella madrugada en Palos. El aire estaba denso, como si el río y la mar supieran que íbamos a hendir sus aguas hacia un rumbo nunca hollado. La bruma cubría la Barra de Saltés y las campanas de la iglesia repicaban, no sé si llamando a Dios o despidiéndonos para siempre.
Éramos gentes de toda laya: marineros viejos con más cicatrices que dientes, mozos sin oficio como yo, algún preso amnistiado y hasta campesinos que no habían visto la mar más allá del horizonte de Moguer. Noventa almas en total, apretadas en tres cascos de madera que parecían pequeños frente a la inmensidad que nos aguardaba.
La nao Santa María, gruesa y lenta, se alzaba orgullosa con el pendón real de Castilla. Decían que era fuerte como una mula y que en ella navegaría el Almirante Colón. La Pinta, ligera como halcón, la mandaba Martín Alonso Pinzón, hombre de temple recio y palabra viva. La Niña, con su nombre de doncella y su vela graciosa, iba bajo el mando de su hermano Vicente Yáñez, tan callado como firme. Entre las tres sumaban apenas un centenar de hombres y las esperanzas de dos coronas.
La noche antes dormimos poco. El olor de la brea se mezclaba con los rezos. Las mujeres del puerto se apiñaban con cirios encendidos, algunas lloraban, otras entregaban escapularios como si fuesen llaves para abrir el cielo. Yo recibí de una moza un pañuelo bordado con iniciales que no eran las mías, pero lo guardé como amuleto, pues en la mar cualquier regalo puede salvar un alma.
El Almirante apareció al alba, vestido de manera sencilla, aunque con el aire de quien camina sabiendo más que todos. Rezó en silencio y después habló con voz firme, prometiendo riquezas, tierras y gloria al servicio de los Reyes Católicos. Yo, que apenas entendía sus palabras grandilocuentes, sólo escuchaba el rumor del río empujando hacia afuera, como si nos dijera: ‘partid ya’.
Antes de que el sol asomara, soltamos amarras. Las velas se hincharon como pechos ansiosos y un murmullo recorrió la cubierta: nadie quería llorar, pero muchos tragaban saliva. El timón crujió, los remos nos ayudaron a ganar fondo y pronto quedamos a merced de la corriente y del viento.
Algunos marineros hicieron la señal de la cruz al pasar la Barra de Saltés; otros, más supersticiosos, lanzaron monedas al agua para apaciguar a los espíritus del mar. Yo me limité a apretar el rosario de mi madre. Cuando la costa se difuminó detrás de nosotros, sentí como si la tierra misma se apartara de mí para siempre. Allí quedaban Moguer y mi vida pasada. Frente a mí sólo había agua, horizonte y el sueño de un almirante obstinado.
Así partimos, tres cascarones cargados de hombres, miedo y esperanza, en busca de un camino al poniente que decían llevaba a las Indias. Ninguno de nosotros podía sospechar qué hallaríamos más allá de aquel amanecer.”
Escala en Canarias. 9–6 de septiembre de 1492, entre Gran Canaria y La Gomera_
“Tras algunos días de navegar, con el sol ardiendo sobre nuestras cabezas y el viento que unas veces nos empujaba y otras nos desesperaba, divisamos las Canarias. Aquellas islas parecían surgir del agua como montañas de fuego y verdor. Había en ellas palmas que se mecían como saludos y montes que humeaban como altares. Decían los viejos que eran el fin del mundo conocido y yo, al verlas, pensé que eran también nuestro último consuelo antes del salto al vacío.
No fue llegada fácil. La Pinta, nave ligera y orgullosa, dio pronto guerra con su timón quebrado. Algunos murmuraban que lo habían saboteado a posta los dueños del barco, Gómez Rascón y Quintero, pues no veían con buenos ojos seguir a Colón hacia mares tan inciertos. Yo, que ayudé a achicar agua en más de una ocasión, sé que era peligroso seguir así. El Almirante mandó entonces que nos arrimásemos a Gran Canaria y allí trabajamos como mulas hasta dejar la nave en condiciones de proseguir.
Recuerdo aquellos días en tierra como un respiro. El olor a fruta fresca y a tierra mojada me golpeó como una memoria de infancia. Había mujeres isleñas de ojos oscuros que nos miraban con recelo y curiosidad y hombres que juraban que cada año, al poniente, se dejaba ver tierra misteriosa. Colón escuchaba esas historias con brillo en los ojos, como si fueran confirmación de su destino. Los demás marineros reíamos nerviosos, pero en secreto, cada uno guardaba la esperanza de que fuera cierto.
En La Gomera fuimos recibidos por doña Beatriz de Bobadilla, señora de la isla. Dicen que el Almirante hablaba con ella con particular cercanía y las malas lenguas inventaban amores, aunque a nosotros poco nos importaba: nos bastaba con que gracias a su favor la Pinta pudiera ser reparada y nuestra flota abastecida con pan, agua, vino y carne seca.
Un atardecer, mientras miraba desde la costa cómo el sol caía sobre el mar infinito, escuché a un isleño jurar que, en los días claros, había visto tierra al oeste. ‘Una isla grande, más allá del horizonte’, aseguró con la mano en el corazón. Algunos lo tomaron por el fantasma de los ojos o espejismo del calor, pero yo guardé esas palabras como si fueran promesa.
El Almirante, por su parte, parecía más convencido que nunca. Caminaba por la playa murmurando cuentas y distancias y nos reunía por las noches para asegurar que Dios había puesto esas señales en nuestro camino. A veces lo creía; otras, lo veía como un hombre demasiado seguro de sí y esa seguridad nos inquietaba.
Finalmente, tras semanas de reparaciones y cargamentos, el 6 de septiembre alzamos velas desde La Gomera. Fue un día claro, con el viento en popa y las velas cuadradas hinchadas como pulmones. Miramos atrás por última vez y supimos que nada nos quedaba ya de tierra firme. El Atlántico se abría ante nosotros como un desierto sin fin.
Muchos hicieron la señal de la cruz. Otros callaron, tragando miedo, yo entre ellos. Sabía que, desde aquel momento, cada brazada hacia el poniente nos alejaba no sólo de España, sino también de la certeza de volver a pisar suelo humano. El viaje verdadero comenzaba allí, en la frontera invisible entre las islas de siempre y el océano de nunca.”
El océano abierto: primeras jornadas. 6–16 de septiembre de 1492, en alta mar rumbo poniente_
“El día en que las Canarias quedaron atrás, el mundo se volvió mar. Ni una línea de costa, ni una montaña, ni una palmera quedaron a la vista: sólo agua, como un manto inmenso que nos rodeaba por todas partes. El mar olía distinto, más salado y más hondo, como si quisiéramos beber su eternidad de golpe. Algunos decían que habíamos cruzado un umbral invisible y yo lo sentí también, como si el mismo aire se volviera otro.
Al principio, la vida en el barco se llenaba de ruidos: las sogas tensas al atizar de las velas, el batir de las olas contra el casco, el crujido de la madera que parecía quejarse. De noche, el mar brillaba con luces que no eran fuego ni estrellas, sino resplandores de peces y criaturas invisibles. ‘Agua embrujada’, murmuraban los más supersticiosos. Yo, sin embargo, me quedaba embobado viendo cómo el barco parecía deslizarse sobre un camino de estrellas que flotaban bajo nosotros.
El Almirante nos hacía llevar la derrota siempre al poniente. Su voz era firme: hablaba de las Indias como si ya estuvieran allí, esperándonos. Pero en las conversaciones de cubierta, entre trabajo y suspiros, los hombres empezaban a mostrar otra cara. Los más veteranos mascaban silencio; los más jóvenes preguntaban si habría islas antes del final, si encontraríamos tierra o si estábamos condenados a perdernos en aquel océano sin fin.
La rutina se impuso pronto. El día comenzaba con los rezos al amanecer y con el reparto de raciones: bizcocho duro, vino agrio y a veces algo de tocino o pescado seco. El agua, ya desde los primeros días, empezaba a enturbiarse en los toneles y algunos marineros preferían el vino, aunque marease, para engañar la sed. En cubierta, el sol quemaba; en las bodegas, el aire se volvía tan pesado que costaba respirar. El olor a brea, sudor y humedad era una mezcla que se pegaba a la piel y al alma.
Las guardias dividían el tiempo: unos al timón, otros en la jarcia, otros cuidando las velas que se hinchaban con los vientos alisios. La noche se pasaba con canciones bajas, rezos a la Virgen o historias contadas en corro para acallar el miedo. El crujido del barco se mezclaba con el ronquido de los que dormían abrazados a los cabos como a madres de madera. Yo escribía en mi cuaderno cuando podía, alumbrado por un candil que apenas vencía la oscuridad.
La convivencia no siempre era fácil. Hubo riñas por un pellejo de vino, discusiones por la guardia cumplida a medias o por el espacio donde dormir. Colón mantenía la disciplina con firmeza, pero eran los Pinzón, con su autoridad de hombres curtidos, los que realmente calmaban o encendían a la tripulación según convenía. Martín Alonso, sobre todo, tenía lengua viva: con una broma podía arrancar risas y, con un grito, silenciar todo el navío.
Yo aprendí pronto a conocer las caras de mis compañeros: los labios resecos, las barbas crecidas y las miradas que buscaban horizonte en vano. Algunos hablaban de sus mujeres o de sus hijos con ternura; otros callaban, como si temieran que nombrarlos fuera traer la desgracia.
Las primeras jornadas nos trajeron también maravillas que parecían sacadas de un libro de fábulas. Bandadas de peces voladores saltaban como si quisieran alzarse sobre las olas, y a veces, en la calma, el mar se convertía en un espejo inmenso que duplicaba las estrellas. El Almirante decía que Dios nos regalaba señales de buen viaje. Los marineros más duros rezaban en silencio y yo me debatía entre creer en milagros o temer que todo fuera un engaño del océano para atraernos más adentro de sus fauces.
Así transcurrieron los primeros días en mar abierto: entre la fascinación de un mundo desconocido y el peso del miedo que nos crecía en las entrañas. Cada jornada nos alejaba más de España y cada legua avanzada era como un nudo que nos ataba sin retorno al océano. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo pensábamos: estábamos entrando en un mar sin fin, del que quizá nunca saldríamos.”
Fenómenos y maravillas del viaje. 16 de septiembre – 6 de octubre de 1492, mar de los Sargazos_
“Pasaron los días y, cuanto más nos adentrábamos, más extrañas se volvían las señales del océano. No había jornada en que la mar no nos mostrase algún prodigio, como si quisiera entretenernos para que siguiéramos adentrándonos en su vientre.
Lo primero fueron las yerbas. Un amanecer, desperté con el grito de un marinero que señalaba la cubierta: el mar estaba cuajado de plantas verdes, largas y flotantes, que se mecían como un campo de mies bajo el agua. Los llamamos sargazos y no había fin a la vista. Era como navegar sobre un prado sumergido. Algunos decían que eran señales de tierra cercana; otros, que nos habíamos enredado en las barbas de Neptuno y que pronto nos atraparían para siempre. Yo las miraba con fascinación y miedo, porque nunca había visto al mar convertirse en jardín.
No eran sólo plantas. Entre las algas encontramos un cangrejo vivo, que el propio Almirante guardó como prueba de que la costa no debía de estar lejos. También vimos ramas verdes, troncos arrastrados por la corriente y hasta semillas extrañas que nadie supo nombrar. Cada señal encendía la esperanza, pero cada vez que mirábamos alrededor, no veíamos otra cosa que agua interminable.
Aves comenzaron a visitarnos también. Alcatraces que revoloteaban cerca de la nao, pardelas que surcaban el aire, rabos de junco que nunca duermen en el mar. Cantaban como si vinieran de un huerto cercano. Algunos marineros juraban que nos estaban guiando y yo me dejaba llevar por esa ilusión, como quien sigue la música de un flautista en la oscuridad.
El cielo tampoco nos ahorraba maravillas. Una noche vimos caer del firmamento un ramo de fuego que se estrelló en el mar, lejos de nosotros. Fue como si una estrella hubiera reventado contra las aguas. Los hombres se arrodillaron, unos rezando a la Virgen, otros murmurando oraciones prohibidas a santos que nunca conocí. Yo no supe qué pensar, salvo que el cielo y la mar hablaban entre sí y que nosotros éramos apenas invitados en su conversación.
Más inquietante aún fue lo que ocurrió con las brújulas. Una madrugada, los pilotos descubrieron que las agujas se desviaban, que ya no marcaban el norte como debían. El temor corrió como pólvora: si hasta el imán de la tierra nos abandonaba, ¿qué sería de nosotros? El Almirante, con serenidad que parecía de otro mundo, mandó que esperásemos al amanecer. Y entonces, cuando salió el sol, todo volvió a encajar. Nos explicó que no era la aguja, sino la estrella misma la que se movía. Yo no sé si lo dijo por ciencia o por fe, pero nos calmó como un padre que arrulla a su hijo con palabras dulces aunque sepa que hay tormenta afuera.
Había mañanas templadas que parecían de abril en Andalucía, con brisas suaves y un aire tan claro que faltaba poco para escuchar ruiseñores. Esos días nos olvidábamos del miedo y alguno hasta cantaba coplas como si estuviéramos en Triana. Luego, de repente, una calma nos dejaba clavados en medio del océano, sin más movimiento que el de nuestro propio corazón.
Así avanzaban las jornadas: entre maravillas que nos llenaban de esperanza y misterios que nos recordaban que navegábamos en un mundo aún sin nombre. Cada yerba flotante, cada pájaro, cada chispa en el cielo era para nosotros una promesa de tierra cercana. Pero a cada día sin costa, esa promesa se transformaba en duda. Y en silencio, cada uno empezaba a preguntarse si el mar no estaría jugando con nosotros, mostrándonos señales como carnada para mantenernos en su abismo.”
Creciente descontento y rumores de motín. 7–10 de octubre de 1492, en alta mar sin señales de costa_
“Por más señales que nos regalara el mar, los días pasaban y la costa no aparecía. Al principio, bastaba un ave o un palo flotante para encender la esperanza; pero pronto esos consuelos comenzaron a sabernos a engaño. La tripulación murmuraba en cubierta y el descontento se colaba como humedad entre las tablas del barco.
Los días se hicieron pesados, idénticos: amanecer, bizcocho duro, vino agrio y siempre la misma línea azul que nos rodeaba sin fin. El calor nos abrasaba, el agua de los toneles empezaba a corromperse y las carnes saladas apestaban tanto que algunos preferían pasarse el día casi sin comer. El hedor de los cuerpos y de las bodegas se hacía insoportable y la paciencia, escasa.
El murmullo del motín comenzó como un rumor tímido, susurrado en los turnos de guardia. ‘Estamos condenados’, decían unos. ‘Colón nos ha mentido’, gritaban otros entre dientes. Había quienes juraban que, de no ver tierra pronto, darían media vuelta aunque fuera contra la voluntad del Almirante. Y entre los más osados se escuchaban ya palabras de cuchillo: que bastaba con arrojar a Colón al mar y volver bajo el mando de los Pinzón.
Yo escuchaba todo aquello con el estómago encogido. No había día que no temiera despertar entre gritos de rebelión y sangre derramada en cubierta. Martín Alonso Pinzón, aunque respetado, no ocultaba sus dudas; Vicente Yáñez callaba, pero en su silencio había gravedad. El Almirante, en cambio, mostraba una calma obstinada, como si supiera lo que nosotros ignorábamos. A veces pensaba que esa fe suya era la que lo mantenía vivo… y la que nos mantenía a todos a raya.
Colón diseñó un arriesgado ardid: cada día anotaba en secreto la distancia verdadera recorrida, pero a la tripulación nos decía menos de lo que avanzábamos. Así engañaba al tiempo y a la mente: de creer que el viaje era más corto, el desespero tardaría más en estallar. Algunos sospechábamos de sus cuentas, pero nadie podía probarlo. El Almirante jugaba con la verdad como con los naipes de una baraja… y en ello nos iba la vida.
La tensión llegó a su punto más alto en los primeros días de octubre. La marinería entera parecía al borde de la insurrección. Se levantaban voces cada vez más claras: que no había Indias al poniente, que íbamos derechos al fin del mundo, que los barcos caerían en cascada hacia el abismo. Esa mañana, el aire estaba tan cargado de ira que se podía cortar con un cuchillo.
El Almirante, sin embargo, habló a todos con firmeza. Nos prometió riquezas, nos habló de tierras rebosantes de oro, especias y esclavos; pero sobre todo, dijo que era voluntad de Dios que siguiéramos y que volver atrás sería perderlo todo. Su voz era tan segura, tan imperturbable, que algunos marineros lloraron en silencio, vencidos por la mezcla de fe y desesperanza. Yo mismo me aferré a sus palabras, aunque en mi interior dudaba tanto como los demás.
Esa noche, mientras me recostaba bajo la jarcia, escuché rezos y amenazas mezcladas. Unos pedían a la Virgen salvarnos; otros juraban que si en pocos días no hallábamos tierra, harían justicia con sus manos. Yo cerré los ojos, pensando que quizá no despertaría al día siguiente, sino en medio de un motín.
Nunca el mar me pareció tan inmenso como en esos días, cuando ni las maravillas de Dios ni las promesas del Almirante bastaban para domar el miedo de los hombres. Y comprendí que, más que contra el océano, luchábamos contra nosotros mismos.”
Las señales de esperanza. 11 de octubre de 1492, avistando indicios de tierra.
“Cuando parecía que las fuerzas iban a quebrarse del todo, el mar comenzó a mostrarnos nuevas señales, más claras, más firmes, como si quisiera recompensar nuestra obstinación. Era entrado octubre ya, y los hombres contaban los días con más miedo que esperanza, cuando comenzaron a llegar presagios que nos hicieron latir el corazón con fuerza.
El 9, vimos bandadas de aves que cruzaban sobre nosotros, no aves marinas que podían dormir sobre el agua, sino pájaros de tierra adentro. Volaban en dirección al poniente, como flechas guiándonos hacia un destino invisible. ‘Si ellas van, tierra tiene que haber’, murmuraban los viejos marineros. Nunca unas alas nos parecieron tan hermosas como en aquel amanecer.
Los días siguientes, el mar nos regaló más señales: ramas verdes que flotaban aún frescas, como recién arrancadas de la orilla; un junco tierno que se deslizó junto al casco; un palillo tallado que parecía haber sido trabajado con hierro. En la Niña recogieron un palo cargado de bayas rojas, aún brillantes como sangre nueva. Los hombres lo pasaron de mano en mano como si fuera un tesoro. Hasta los más incrédulos empezaron a sonreír.
El 11, al caer la tarde, las tres naves estaban enardecidas: los de la Pinta juraban haber visto una caña, un tablón y hasta un tronco que parecía pulido por manos humanas. Las cubiertas estallaban en murmullos: unos se arrodillaban dando gracias a Dios; otros reían como niños. Yo, que había pasado noches enteras escribiendo con miedo a morir olvidado en mitad del océano, sentí por primera vez que quizá este diario no acabaría en el fondo del mar, sino en tierra firme.
Aquel día, el aire mismo parecía distinto. El viento traía olores nuevos, húmedos y dulces, como si soplara desde un bosque desconocido. El agua, al probarla, estaba menos salada y los peces que saltaban alrededor eran distintos a los que habíamos visto hasta entonces. Todo cuanto nos rodeaba era señal… y cada señal, promesa.
El Almirante, que siempre se mostraba firme, aquella tarde se dejó ver más conmovido. Paseaba la cubierta con el rostro iluminado y nos habló de nuevo con palabras de esperanza: que la tierra estaba ya cerca, que la recompensa de nuestra fe y sufrimiento estaba a la vista. Su voz, tantas veces dudada, volvió a encendernos como fuego en leña seca.
Yo, esa noche, me tumbé en la cubierta mirando las estrellas y por primera vez en semanas no pensé en motines ni en naufragios. Pensé en árboles, en ríos, en olor a hierba fresca y en la sensación de pisar suelo firme bajo los pies. Era como si ya lo oliera, como si ya lo tocara. El corazón de todos latía con una impaciencia que nos desveló hasta la madrugada.
El mar, por fin, dejaba de ser un abismo y se transformaba en garantía. Y todos supimos, sin atrevernos aún a decirlo en voz alta, que la espera estaba a punto de terminar.”
La víspera del descubrimiento. Noche del 11 de octubre de 1492, en vela sobre el Atlántico.
“La tarde del 11 de octubre cayó sobre nosotros con un aire distinto, como si todo el océano aguardara en silencio el desenlace de nuestra travesía. El sol se hundió en el poniente con un fulgor rojo y cada hombre en cubierta juró que tras aquel resplandor debía de alzarse ya la tierra prometida.
Las señales de aquel día habían sido tantas que nadie podía negar lo evidente: ramas verdes, cañas frescas, un tablón pulido... Las manos que los recogieron temblaban como si sostuvieran oro puro. Nunca un pedazo de madera tuvo tanto valor para un marinero.
La promesa de recompensa también jugaba su papel. El Almirante había ofrecido una bolsa de oro y una túnica de seda al primero que gritara ‘¡Tierra!’. Aquella noche, más que nunca, los ojos se clavaron en la línea oscura del horizonte, ansiosos, hambrientos, ardiendo por ganar no sólo riquezas, sino la gloria de ser el primero.
Nadie durmió. La marinería entera se mantuvo en vela, apostada en la jarcia, en el castillo de proa, en la popa, en cualquier sitio desde el que se pudiera atisbar más lejos. El silencio estaba cubierto de murmullos: rezos a la Virgen, juramentos al viento, promesas de peregrinación si llegábamos vivos a puerto. Yo mismo no apartaba la vista del horizonte, aunque mis ojos ardían de cansancio.
El mar estaba en calma, casi demasiada. La luna iluminaba la superficie como un espejo y los cascos de las naves parecían flotar sobre una planicie de plata. Podía oírse el crujir de la madera, el roce de las velas, el leve murmullo de las olas contra el costado. Cada sonido era un latido. Cada chispa en el agua parecía un presagio.
Martín Alonso Pinzón, desde la Pinta, animaba a los suyos con voz enérgica; en la Niña, los hombres entonaban salmos en voz baja, como si quisieran ganarse el favor del cielo antes del gran hallazgo. En la Santa María, donde yo estaba, los marineros hablaban en corrillos: algunos con risas nerviosas, otros con un silencio que dolía.
El Almirante no se apartó de cubierta en toda la noche. Caminaba de un lado a otro con las manos a la espalda y los ojos fijos en la negrura del oeste. A ratos hablaba con los pilotos, a ratos murmuraba plegarias. No era el mismo Colón altivo y seguro que nos arengaba en los días de duda; aquella noche parecía un hombre tocado por el destino, como si supiera que al amanecer el mundo sería otro.
Yo me aferré al rosario de mi madre. Sentía que la vida entera se contenía en aquella espera. El cansancio era grande, pero la esperanza nos mantenía despiertos como si una fuerza invisible nos sujetara los párpados.
Así transcurrió la vigilia del 11 de octubre: en vela, en silencio y en temblor, con los ojos de tres naves y noventa hombres clavados en el horizonte. Nadie lo dijo en voz alta, pero todos lo sabíamos: esa noche sería la última en que el mar nos tuviera por completo. La tierra estaba allí, esperándonos, a unas pocas leguas de distancia, aunque todavía oculta.
Y así, entre la incertidumbre y la esperanza, aguardamos el grito que cambiaría la historia.”
El momento culminante. Madrugada y amanecer del 12 de octubre de 1492, isla de Guanahaní.
“La noche se estiraba como un hilo tenso, a punto de quebrarse. El cansancio nos pesaba en los ojos, pero ninguno se atrevía a cerrar los párpados. Los hombres trepaban a la jarcia, oteaban desde la cofa, se inclinaban sobre las bordas, todos con el alma en vilo.
Y entonces, cerca de las diez, desde la Pinta se oyó un grito que desgarró la oscuridad como un rayo: ‘¡Tierra! ¡Tierra a la vista!’ Era Rodrigo de Triana, marinero de mirada aguda, quien lo clamaba con una voz que aún retumba en mis oídos. Al instante, la cubierta entera estalló en un tumulto de voces, rezos y lágrimas.
Martín Alonso Pinzón, capitán de aquella carabela, levantó los brazos al cielo y entonó el Gloria in excelsis Deo, mientras su tripulación lo siguió como si fueran un coro. En la Santa María, donde yo estaba, todos corrimos hacia proa y en la línea oscura del horizonte vimos una sombra inmóvil, distinta del mar y del cielo. Una masa oscura que no podía ser nube. Era tierra. Era la tierra que habíamos buscado durante setenta días de incertidumbre y miedo.
El Almirante cayó de rodillas, las manos juntas y susurró una oración que muchos imitaron. Otros lloraban abiertamente, abrazados como niños. Hubo quienes se arrojaron al suelo besando las tablas de la cubierta, agradeciendo simplemente seguir vivos para presenciar aquello. Yo mismo sentí un nudo en la garganta: no sabía si reír, llorar o gritar.
A medida que avanzábamos, la forma de la costa se hacía más clara bajo la luz de la luna y luego del amanecer: playas de arena blanca que brillaban como plata, palmas que se mecían al viento, un perfil verde que prometía frutos y sombra. El aire traía un olor nuevo, húmedo y dulce, distinto de todo lo que habíamos respirado en semanas. Era el olor de la vida, el olor de la tierra.
El júbilo se mezclaba con incredulidad. Algunos tocaban las jarcias, como si quisieran asegurarse de que no estaban soñando. Otros se santiguaban una y otra vez, agradeciendo a Dios. Yo me quedé mirando aquella costa lejana con los ojos llenos de lágrimas. Pensaba en Moger, en mi madre. Pensaba que, si moría en ese instante, ya habría valido la pena haber vivido para ver aquello.
El Almirante dio orden de preparar las embarcaciones menores. Él mismo, con su estandarte real en mano, se alistaba para descender a la playa en cuanto el sol estuviera alto. La tripulación entera estallaba en vivas: a Castilla, a los Reyes Católicos, al Almirante, a Cristo y a la Virgen. Yo gritaba con ellos, la garganta rota, porque la alegría no cabía en el pecho.
Y así, aquel 12 de octubre de 1492, con el primer sol iluminando un mundo nuevo, supimos que habíamos vencido al miedo y a la mar. Supimos que el océano no era un abismo sin fin, sino un puente hacia tierras desconocidas. Nadie de nosotros sabía qué nos esperaba allí, pero en ese momento no importaba: lo esencial era que la tierra existía, que estaba allí, al alcance de nuestras manos.
Ese día, al fin, dejamos de ser náufragos de la esperanza para convertirnos en descubridores.”
Primeras luces de un Nuevo Mundo. 12 de octubre de 1492.
“Escribo estas líneas con el corazón todavía agitado. Hemos divisado tierra y al fin sentimos bajo nuestros pies la promesa de un suelo que no es el de España, ni el de África, ni el de ninguna carta conocida. Es otro mundo y sin embargo es también el nuestro, pues Dios lo puso en el mismo cielo y bajo las mismas estrellas.
Los hombres celebran, gritan, se abrazan; yo, en cambio, busco refugio en este cuaderno. Sé que algún día otros contarán con más pompa lo sucedido, hablarán de banderas izadas, de cruces levantadas en la arena y de títulos concedidos al Almirante. Yo no pretendo tanto: solo quiero dejar constancia de lo que mis ojos han visto y de lo que mi corazón ha sentido.
He visto cómo la desesperación podía volver enemigos a los compañeros más leales; he visto cómo un simple palo flotando devolvía la vida a noventa hombres exhaustos; he visto lágrimas en rostros curtidos por mil tormentas; y he visto, sobre todo, cómo la esperanza es capaz de sostenernos aun en el borde mismo del abismo.
No sé qué nos aguarda en esas playas de arenas blancas, ni qué gentes habitan más allá de las palmas que desde aquí parecen saludarnos. No sé si encontraremos riquezas, gloria o desgracia. Tal vez este sea el comienzo de un mundo nuevo o tal vez de nuevas cadenas. Eso lo dirán los años y los hombres venideros.
Por mi parte, doy gracias a Dios por haberme permitido llegar hasta aquí. Si mañana la muerte me hallara, sabría que fui testigo de un milagro. Nadie me lo contará de oídas: yo estuve allí, yo crucé el océano con Colón, yo vi la mar convertirse en promesa y el horizonte abrirse en tierra firme.
Este cuaderno queda como memoria humilde de un marinero de Moguer, hijo de nadie, que soñó con volver rico y quizá no vuelva nunca, pero que ya ha ganado algo más valioso que el oro: la certeza de que el mundo es más grande de lo que jamás imaginamos.
Y con esto cierro, dejando la pluma sobre la madera húmeda. Afuera, los hombres preparan los bateles para tocar tierra. Yo miro al horizonte y sonrío. Porque sé que, cuando demos el primer paso en esas arenas, nada volverá a ser igual.”
“El mar dará a cada hombre una nueva esperanza, como el dormir le da sueños”