Cómpreme usted este ramito...

Monumento a la violetera en Madrid

Monumento a la violetera. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

floristas de Madrid: aves de primavera

El estereotipo de florista callejera del siglo XIX que nos han trasladado zarzuelas, teatro y novelas, nos inspiraron una imagen de bellas mujeres, empoderadas, respetadas y capaces de alegrar la vida de la calle con su sola presencia. Sin embargo, parece que la realidad de este gremio de trabajadoras en el Madrid novecentista distó mucho de cómo las fuentes nos las hicieron ver, especialmente dos míticas canciones: el cuplé La Violetera, de José Padilla, y el pasodoble Por la calle de Alcalá, de Francisco Alonso, ambas consideradas hoy poco menos que un clásico dentro de la música y la iconografía madrileña.

Lo cierto es que, en el Madrid del XIX y principios del XX, el desarrollo del negocio de la floristería y el arte floral dejaba mucho que desear comparado con el de otras ciudades europeas.

A la cabeza del negocio, por volumen y calidad, se encontraba París, siendo sus maestros floristas, jardineros y cultivadores los más afamados del mundo. De esta industria florista parisina derivaban como ramas naturales las vendedoras ambulantes, que gozaban de admiración entre el público francés y el foráneo.

En nuestro país Barcelona y Valencia fueron las dos ciudades punteras en el ámbito de la floristería. Sus floristas tenían una merecida fama de buenas profesionales (como las famosas floristas de las Ramblas barcelonesas) y sus flores se vendían mucho y bien. Ambos casos sobresalían y destacaban sobre el negocio floral de la capital.

Y es que, en el Madrid de mediados del XIX no se tiene constancia de la existencia de ninguna floristería, entendiendo este negocio como los establecimientos que podemos encontrar hoy día o como los que ya existían en otras ciudades con población similar e importancia.

Por aquel entonces, el negocio floral de en la capital se limitaba a vendedoras ambulantes que se paseaban, cesto en mano, vendiendo nardos, claveles o violetas. Eran las llamadas floristas o ramilleteras, que ofrecían su mercancía a damas y caballeros, en algunas de las calles y zonas más importantes del Madrid decimonónico.

Muy célebres en su momento, sin embargo y en contra del estereotipo que nos ha llegado, predominaban las menciones poco honrosas hacia ellas. Vilipendiadas en la sociedad de aquella época, las ramilleteras madrileñas estuvieron encuadradas municipalmente en la legión de personas sin oficio, mendigos y golfos.

En el Madrid del siglo XIX, y ya desde el XVIII, estas trabajadoras siempre quedaron vinculadas a las profesiones más bajas y proclives a la delincuencia, fuente constante de quejas sobre la inseguridad o molestias callejeras a los madrileños de bien.

Y es que, la estrategia que empleaban las floristas para vender no era de lo más fiable. Consistía en estar al acecho de los paseantes del sexo masculino y, cuando estos se aproximaban a una mujer, las ramilleteras lanzaban su ataque, flor en mano, para ofrecérsela al caballero para que este se comportase como el galán que se le suponía y se la regalara a su acompañante femenina.

En la cuestión del precio siempre había variaciones, todas ellas en contra del forzado cliente: algunas ramilleteras se conformaban con la voluntad, pero siempre una voluntad falsa y tasada, que si no satisfacía a la vendedora traería consecuencias verbales, pudiendo terminar en un rifirrafe en el que normalmente salía perdiendo el abochornado comprador.

Otras ofrecían un precio fijo, que podía dejar en evidencia al comprador si no llevaba dinerario suficiente, haciendo patente su precaria situación.

Además de su desafiante mecanismo de venta, la calidad de la mercancía que ofrecían estas floristas callejeras tampoco compensaba su precio. Muchas solían ofrecer ramilletes de yerbabuena y mejorana, algo considerado poco acorde con los gustos de las damas que, supuestamente, preferían olores más gratos que los silvestres.

Las que ofrecían ramos preparados, tampoco se quedaban atrás en las críticas, ya que el tipo de flores, la composición y la calidad empleadas en la confección estaban siempre en entredicho. Compuestos por nardos, claveles, violetas y lilas, estos ramilletes solían perder sus pétalos al encontrarse amontonados en la cesta que la florista portaba sin cuidado ninguno de su género.

Por todas estas razones, la prensa de la época, y en especial algunos articulistas, criticaban sus modales y tachaban a estas trabajadoras, como poco, de taimadas y faltas de escrúpulos, hasta el punto de llegar a asociar al colectivo de ramilleteras con la alcahuetería y a la prostitución, de ellas mismas o de terceras, así como de mensajeras empleadas por los hombres para hacer llegar a sus amantes notas, con o sin flores.

En la Calle de Sevilla solían reunirse en sus horas de descanso. Allí estaba el centro de reunión de diversos oficios relacionados con la farándula, cómicos, toreros de salón, etc. y allí las ramilleteras eran buscadas para ejercer de algo más que de vendedoras de flores.

Tampoco eran infrecuentes las peleas callejeras en las que solían verse envueltas, algo consustancial a todos los oficios que se desarrollaban en la vía pública, de manera que las quejas a las autoridades por parte de los vecinos de Madrid, que veían alteradas la paz y la armonía de sus calles por culpa de estas mujeres, eran habituales.

El Ayuntamiento de Madrid llegó a prohibir el acceso de estas mujeres a ciertas calles y áreas de la capital, como el Paseo del Prado, y quedó prohibida su labor de venta dentro de los teatros, para gran alivio de muchos asistentes.

Hasta tal punto llegó su vigilancia, que solían realizarse redadas policiales periódicas en la Puerta del Sol para la detención de aquellas floristas y vendedoras de periódicos que no ejercieran su labor con profesionalidad.

En 1916, desde el Ayuntamiento de Madrid se tomó la decisión de uniformar a las vendedoras ambulantes que tuvieran permiso para ejercer su labor. La vestimenta obligatoria consistía en blusa y falda negra con delantal blanco de puntillas. No se sabe muy bien si la finalidad de esta obligatoriedad fue la de establecer una especie de censo o bien poder diferenciar entre las vendedoras en sí y las que, además, ejercían la prostitución.

La realidad para las floristas legítimas era muy diferente. Para ganarse el sustento diario tenían que hacer horas y horas de callejeo vendiendo a bajo precio el ramito de rosas o lilas, estas últimas muy apreciadas en la época, y que las violeteras debían recoger ellas mismas en la Casa de Campo.

La vejez era el peor enemigo para una ramilletera. Cuando llegaban a una cierta edad tenían muy complicado el vender las flores y, para no caer en la mendicidad, muchas tenían que reinventarse como cerilleras.

Además, desde finales del siglo XIX comenzaron a abrirse en Madrid floristerías propiamente dichas en locales del centro. La primera de todas ellas la fundó el botánico y jardinero valenciano Leonardo Martínez Calatayud en la Calle Cádiz de la capital en 1882.

Se convirtió en proveedor oficial de la Casa Real y cada día, hasta que llegó la II República, su fundador enviaba flores a Palacio. Ya entrado el siglo XX, fueron clientes asiduos de esta floristería personajes como Antonio Machín, Sara Montiel o Lola Flores, entre otras celebridades.

Aunque hoy en día el panorama floral en Madrid es totalmente diferente al de dos siglos atrás, con un número de floristerías y una calidad que responde satisfactoriamente a la amplia demanda, seguimos recordando la figura y oficio de la antigua ramilletera a través de este monumento a La Violetera, obra del escultor Santiago de Santiago, que data de 1991.

Aunque en un primer momento fue instalada en la Calle Alcalá, esquina a Gran Vía, en julio de 2002 se trasladó al entorno castizo de las Vistillas, reubicándose en los jardines de la plaza de Gabriel Miró, donde hoy permanece.

Como vemos, aunque la figura real de la ramilletera no sea el que los estereotipos han fijado a lo largo de los años en el imaginario popular, la personalidad y temperamento de estas trabajadoras, “aves precursoras de primavera”, son parte fundamental de la memoria de un Madrid, castizo y popular, muy diferente al que nos encontramos hoy.

Imagen de José Padilla

José Padilla, (Almería, 1889 – Madrid, 1960)

Como aves precursoras de primavera
en Madrid aparecen las violeteras
que pregonando parecen golondrinas
que van piando, que van piando…
— Letra de "La Violetera". José Padilla Sánchez


¿Cómo puedo encontrar el monumento a La Violetera en Madrid?