La casa por la ventana

Plaza de San Ildefonso. Madrid, 2019. Historia de Madrid

Plaza de San Ildefonso. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

La Lotería de Navidad: Madrid, capital de la suerte

22 de diciembre. Frío. Casi siempre. La bufanda bien ajustada, el café humeando en la taza, la radio encendida desde temprano, el brasero a todo gas (el que todavía tiene uno), y esa pregunta que flota por el ambiente en el salón, como si no la hubiéramos pronunciado nunca:

—¿Y si nos toca?

A las nueve en punto, con la puntualidad que requieren las tradiciones, los bombos empiezan a girar. Y entonces ocurre: las voces cantarinas de los niños de San Ildefonso irrumpen en nuestras casas, oficinas, peluquerías, bares y grupos de WhatsApp como heraldos de una esperanza imposible. No hay nada igual. Es el único día del año en el que un niño gritando “cuatrocientos mil euros” puede hacerte llorar, abrazar al vecino del cuarto y prometer —otra vez— que si te toca, lo compartes con todos. ¡Con todos!

Y aunque no te toque (que lo más probable es que no), te emocionas. Porque la Lotería de Navidad no se juega con el bolsillo. Se juega con la memoria, con la superstición, con esa mezcla de escepticismo y fe de carbonero tan española. Se juega por tradición, por inercia y, reconozcámoslo, por miedo: miedo a que le toque a toda la oficina menos a ti y tengas que fingir una sonrisa mientras en tu interior se abre un agujero negro. Eso sí, muy navideño.

Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuándo empezó esta liturgia nacional en la que un papel de 20 euros se convierte en pasaporte al Edén? ¿Quién decidió que los números cantados por niños de un internado madrileño podían marcar el inicio oficial de la Navidad? ¿Y por qué seguimos jugando generación tras generación, aunque llevemos toda la vida diciendo “este año no juego” y acabemos comprando “solo uno, por si acaso”?

Detrás de cada décimo hay una historia. Y detrás del sorteo, una crónica nacional que entrelaza monarquías ilustradas, guerras, epidemias, cafés de postín, coros infantiles y anuncios lacrimógenos que nos hacen llorar más que el final de Verano Azul. Porque la historia de la Lotería de Navidad es, en realidad, la historia de España contada a través de la ilusión, la recaudación... y una pizca de resignación.

Así que abramos el bombo de la memoria. Retrocedamos al siglo XVIII, cuando Madrid aún olía a cera y a tricornio, y descubramos cómo un juego traído de Nápoles se convirtió en una de las tradiciones más arraigadas —y queridas— del calendario español.

Porque la suerte, en este país, no siempre se reparte como uno quisiera… pero al menos, cada diciembre, todos tenemos derecho a soñar.

LOS JUEGOS ANTES DE LA LOTERÍA: DE LOS DADOS A LA SUERTE REAL_

Antes de que los bombos giraran y los niños de San Ildefonso fueran estrellas mediáticas, los españoles —y especialmente los madrileños— ya tenían una relación intensa, casi carnal, con el juego. No hablamos solo de pasatiempos inocentes, sino de esa fiebre por el azar que lleva siglos corriendo por nuestras venas como el tinto peleón. Porque antes de la Lotería, lo que teníamos era juego… y del bueno.

Y es que, aunque cueste creerlo, este país ha sido históricamente tan adicto a jugar como a prohibir el juego. Una paradoja muy nuestra.

Durante siglos, el juego fue visto por la ley como un vicio público, casi equiparable a la herejía o al adulterio. Pero si algo nos enseña la historia, es que cuanto más se prohíbe algo, más gusta. Y así, entre edictos y bulas, los dados seguían rodando, las cartas se repartían en tabernas ocultas, y los “tableros” —casas de juego, no confundir con la tabla del parchís— florecían por doquier, con naipes, cubiletes, trompicos, bolillos, nueces y hasta “descarga la burra”, un juego cuyo nombre ya lo dice todo.

La pasión por el juego estaba tan arraigada que las leyes prohibiéndolo se contaban por docenas… y se incumplían con la misma alegría. Desde el siglo XIV hasta el XVIII, los monarcas emitieron decretos y más decretos, todos ellos adornados con fórmulas solemnes: “Prohíbo que las personas estantes en estos reinos…” Y luego la gente, directamente, se lo pasaba por la faja. Ni Juan I, ni Juan II, ni Felipe II, ni Carlos III lograron erradicar la costumbre. Al contrario: el ingenio popular siempre iba un paso por delante.

Por eso, a falta de reglamentación, el juego seguía su curso en la clandestinidad, en fiestas, en esquinas o en cafés. Se jugaban reales, capas, bestias y hasta el alma, si hacía falta. Era un divertimento, sí, pero también una válvula de escape en una sociedad desigual y estratificada. Para los poderosos, el juego era un pasatiempo. Para el pueblo llano, una posibilidad —por mínima que fuera— de cambiar su suerte.

No es casualidad que, cuando llegara finalmente la Lotería, España ya estuviera más que preparada para recibirla. El terreno estaba abonado, la afición existía, el deseo de fortuna inmediata era cotidiano… solo faltaba que alguien institucionalizara el vicio. Y en eso, como en tantas cosas, llegaron los Borbones a regular lo que antes se vivía al margen.

1763–1808: NACIMIENTO DE LA LOTERÍA EN MADRID, UNA IMPORTACIÓN ILUSTRADA_

Madrid, año del Señor de 1763. Las capas revolotean en las esquinas, los pregoneros gritan a pleno pulmón, el chocolate se toma espeso y caliente y en los mentideros se habla de una noticia insólita: el rey Carlos III quiere legalizar un juego de azar. Y no solo legalizarlo, sino institucionalizarlo. Hacerlo real, en todos los sentidos. Y todo eso en nombre de la razón ilustrada.

Si alguien pensaba que la Ilustración eran solo enciclopedias y palacios con columnatas, estaba muy equivocado. Carlos III, que venía con las ideas muy claras desde su etapa como rey en Nápoles, sabía que gobernar también era recaudar. Su adorado ministro, el marqués de Esquilache, sabía que no siempre era buena idea subir impuestos a un pueblo que ya bastante tenía con sobrevivir a base de pan negro y milagros. Así que trajo consigo una fórmula que había funcionado de maravilla en el sur de Italia: la “lotto napolitana”.

Pero ojo, que esto no era una ocurrencia cualquiera. Carlos III era un reformista, pero también un estratega. Y para ganarse al pueblo, no bastaba con colocar estatuas o abrir paseos arbolados. Había que ofrecer algo que mezclara ilusión, espectáculo y rentabilidad. Y la lotería lo tenía todo: un poquito de suerte, un mucho de esperanza… y un 25% directo a las arcas reales.

Así nació la Lotería Primitiva de Madrid, también llamada en sus inicios “lotería por números”, a imagen y semejanza del modelo napolitano. Fue el 30 de septiembre de 1763 cuando el monarca firmó el decreto que ponía en marcha el invento. En él, prohibía de forma tajante todos los juegos de azar del reino —dados, envites y demás artes del embuste— excepto uno: la lotería estatal. Era la única bendecida por la Corona… y por la Hacienda.

Una lotería con etiqueta oficial

El funcionamiento era bien distinto al actual: los jugadores apostaban a cinco números entre noventa posibles. Había combinaciones con nombres tan rimbombantes como ambo, quaterno, quintina… y por supuesto, el codiciado “terno”, equivalente al actual premio Gordo, pero en versión dieciochesca. La gente no decía “me ha tocado el Gordo”, sino “¡me ha caído el terno!”, que sonaba mucho más elegante y hasta caballeresco.

Como buen producto ilustrado, todo estaba regulado al milímetro: los billetes se imprimían con medidas de seguridad, los puntos de venta (los “posteros”) estaban fiscalizados y el primer director de la Lotería, José Peya, incluso publicó un manual titulado Demostración en que se da un método fácil para jugar a la nueva Lotería. ¿Te imaginas hoy a Loterías y Apuestas del Estado regalando manuales de estrategia matemática? Pues eso. Otro siglo.

Juego, pero con fin benéfico (guiño, guiño)

Para evitar las críticas morales —porque ya se sabe que el juego era pecado si no lo organizaba la Iglesia o el Rey—, el decreto incluía una justificación elegante: la Lotería debía servir para financiar hospitales, hospicios y otras obras pías. El típico “es por una buena causa”, tan útil ayer como hoy.

Y funcionó. Madrid respondió con entusiasmo. La posibilidad de ganar una pequeña fortuna por una apuesta modesta y con el beneplácito del Rey, era música celestial para los oídos del pueblo. En los cafés se hablaba de combinaciones afortunadas, se compartían números con superstición casi religiosa y no faltaron los que aseguraban tener métodos infalibles para atraer la suerte.

Juego institucional, país emocional

En realidad, la jugada era maestra: el Estado canalizaba un impulso ancestral —el deseo de suerte— para llenar sus arcas sin alboroto social. Y además, lo hacía bajo una envoltura racional, ilustrada y reglada. Porque una cosa era jugar en el rincón oscuro de una taberna y otra muy distinta hacerlo con luz, taquígrafos… y timbre oficial.

Lo que Carlos III no imaginaba es que aquel juego fiscal, nacido entre balances contables y modelos napolitanos, acabaría siendo, siglos después, el pistoletazo emocional de la Navidad española.

Pero para eso aún falta. Por ahora, la Lotería Primitiva se consolida como el único juego “decente” del país. Pronto vendrían tiempos mucho más duros y, con ellos, una versión nueva del sorteo —la llamada “lotería moderna”— que nacería en plena guerra, en las Cortes de Cádiz, con vocación de rescate económico… y espíritu navideño.

1812: LA GUERRA Y EL NACIMIENTO DE LA LOTERÍA MODERNA_

La guerra lo cambia todo. Las ciudades se vacían, los campos se queman, las monedas se esconden bajo los colchones —o bajo tierra— y hasta el pan se convierte en un lujo. Y sin embargo, incluso en medio del caos, hay algo que sobrevive: la necesidad de esperanza. Una pizca de ilusión. Y si puede venir con premio… mejor.

Estamos en 1812, en plena Guerra de la Independencia. Madrid ha sido invadida, saqueada y abandonada varias veces. Las Cortes se han trasladado a Cádiz, que resiste heroicamente a los franceses. Las arcas del Estado están tiritando, igual que medio país. Y es en ese contexto —de hambre, pólvora y papel sellado— donde se gesta la Lotería Moderna, la que hoy conocemos como Lotería Nacional y cuya versión navideña nos tiene pegados al transistor cada 22 de diciembre.

Sí, querido lector: la Lotería de Navidad nació en una guerra. Y no por espíritu festivo, sino por pura necesidad.

Recaudar sin exprimir (más) al pueblo

El ideólogo del invento fue Ciriaco González Carvajal, ministro del Consejo y Cámara de Indias, que presentó el proyecto en las Cortes Generales y Extraordinarias de Cádiz con una frase redonda:

“Medio para aumentar los ingresos del erario público sin quebranto de los contribuyentes”. Traducido al lenguaje actual: “Necesitamos dinero, pero si subimos más los impuestos, nos prenden fuego.”

Así que Carvajal recurrió a una vieja conocida de los monarcas ilustrados: la lotería. Pero esta vez, adaptada a los nuevos tiempos. Más simple, más directa, más accesible. En lugar del sistema complejo de apuestas napolitanas de la Primitiva, se optó por algo más sencillo: numeración fija y sorteos con papeletas impresas. Todo el mundo entendía cómo funcionaba: tú compras un número y si sale, te toca.

Y así, el 4 de marzo de 1812, en la ciudad sitiada de Cádiz, se celebró el primer sorteo de esta nueva Lotería Nacional. Fue un acontecimiento modesto, casi doméstico, pero cargado de simbolismo: en medio de la guerra, el Estado apostaba por un poco de orden, un poco de fe… y un mucho de recaudación.

El primer sorteo navideño

Pocos meses después, el 18 de diciembre de 1812, se celebró el primer sorteo de Navidad de la historia. Sí, en Cádiz. Muy lejos todavía del Teatro Real y del salón de sorteos de la Lotería Nacional, pero con la misma esencia que conocemos hoy: un premio extraordinario, de carácter anual, celebrado en diciembre y cargado de ilusión popular.

Y aquí es donde aparece por primera vez el "terno", esa palabra casi mágica que siglos después evolucionaría hasta convertirse en el “Gordo”. El número agraciado fue el 03604, y el premio: 8.000 pesos fuertes, algo así como 64.000 reales, que era, para la época, una suma desorbitada. Aquel que hubiera pagado los 40 reales que costaba el billete podía pasar, literalmente, de la pobreza al acomodo burgués de la noche a la mañana.

Una inversión con alma de milagro

Para hacernos una idea: un jornalero en aquella España desangrada por la guerra ganaba entre 4 y 6 reales diarios. Eso quiere decir que un billete de lotería costaba más de una semana de trabajo. Y sin embargo, se compraban. Se compartían. Se jugaban en grupo. Porque incluso en medio del horror, el ser humano necesita creer que todo puede cambiar con una simple papeleta.

Y en eso, hay algo profundamente navideño, aunque no hubiera árboles ni turrón. La posibilidad de que el destino, tan cruel los otros 364 días del año, te sonría justo antes de Nochebuena… ¿cómo no iba a arraigar esa idea?

Una nueva tradición comienza

La “lotería moderna” fue un éxito desde el principio. La gente se enganchó enseguida al sorteo, que pronto se empezó a repetir cada mes, e incluso dos veces por mes. El formato se fue refinando, se introdujeron nuevas mecánicas y, poco a poco, el sorteo extraordinario de Navidad comenzó a convertirse en una tradición navideña reconocible, esperada y cada vez más popular.

Aún faltaban algunos años para que se trasladara a Madrid, para que llegaran los bombos y las bolas de madera, y para que los niños de San Ildefonso entonaran sus célebres cánticos. Pero el espíritu de la Lotería de Navidad ya había nacido: una mezcla de Estado, azar, necesidad y fe colectiva que terminaría por conquistar el calendario emocional de los españoles.

En mitad de la guerra, mientras los cañones tronaban en la distancia y las ratas paseaban entre sacos de arena, un puñado de números impresos ofrecía una pequeña tregua a la miseria. Y esa fue, en el fondo, la primera victoria de la suerte sobre la historia.

1813–1850: MADRID, CENTRO NERVIOSO DEL SORTEO_

Cádiz había hecho su trabajo. La guerra había terminado —con más pena que gloria—, y los ejércitos napoleónicos se marchaban a ritmo de tambor y derrota. Con ellos se iban también el miedo y la escasez más cruda… al menos durante un rato. Y mientras España trataba de recomponerse, como un jarrón roto con muchas piezas sueltas, la Lotería se consolidaba como uno de los pocos inventos del siglo que no venía con pólvora incluida.

El año clave: 1814. Con la restauración borbónica en marcha y el país hecho jirones, se decide trasladar el sorteo de la Lotería desde Cádiz a Madrid. Pero no a cualquier lugar, no. El primer sorteo celebrado en la capital se realiza en una de las casas que rodean la madrileña Plaza de San Ildefonso —una de esas plazuelas que, aunque hoy pasen desapercibidas entre terrazas modernas y murales de arte urbano, encierran un capítulo mayúsculo de la historia cotidiana de la ciudad.

Una plaza, un sorteo, una historia

La plaza de San Ildefonso no era un sitio cualquiera y fue precisamente allí, como primera sede de la Lotería de Navidad, donde surgió la gran imagen simbólica del sorteo de Navidad: los niños de la Residencia Internado de San Ildefonso cantando los números premiados. Al principio, de uno en uno, con los ojos vendados, sacando bolas de madera de un bombo con nada menos que 25.000 bolas. La imagen era solemne, casi litúrgica. La voz infantil cantando “mil quinientos ocho” no era solo un número: era la posibilidad de un milagro para quien lo escuchaba con el alma en vilo.

Con el tiempo, el bombo doble, los atriles y la mecánica que hoy nos resulta tan familiar — número en una mano, premio en la otra— se fueron perfeccionando. Pero el corazón seguía latiendo en la misma dirección: una ciudad que adoptaba el sorteo como parte de su identidad y una infancia que le ponía voz a la ilusión colectiva de todo un país.

La liturgia del sorteo

Que los niños fueran quienes cantaban los premios no era casual. Por un lado, se trataba de dar transparencia y legitimidad al sorteo —¿quién sospecharía de unos niños?— y por otro, había algo profundamente emocional en escuchar una voz pura recitando cifras con la solemnidad de quien entona una salve. El ritual tenía ya todos los ingredientes de una ceremonia nacional. A falta de misa, bombo.

Además, en el Madrid del siglo XIX, esta imagen se convirtió en costumbre. Los sorteos se celebraban en espacios públicos, con asistencia de notables, miembros de la Real Hacienda y curiosos que acudían a escuchar, entre expectación, el canto de la suerte. Desde aquel primer sorteo madrileño, la capital se convirtió en el epicentro definitivo del juego legalizado.

“Tirar la casa por la ventana”: literal y castizo

Pero si hubo algo que confirmó el impacto popular del sorteo fue el nacimiento de un refrán que, dos siglos después, seguimos usando con total naturalidad: “Tirar la casa por la ventana.”

El origen de esta expresión se encuentra precisamente aquí, en el siglo XIX, y está directamente relacionado con la Lotería de Navidad. El dicho hacía referencia a la costumbre que, según las crónicas populares, seguían algunos afortunados que ganaban un premio importante: lanzar por la ventana muebles, trastos y pertenencias antiguas para simbolizar que empezaban una nueva vida. Si has ganado el Gordo —o el terno—, ¿para qué quieres seguir durmiendo en el mismo jergón?

Era un gesto de liberación, pero también de teatralidad castiza. Y como todo en Madrid, se hacía a lo grande y con cierta exageración. Algún sofá, una mecedora, un reloj de cuerda… Todo podía volar por el balcón si el número premiado había sido tuyo. Porque no bastaba con ganar: había que demostrarlo.

Y así, lo que comenzó como una medida fiscal en tiempos de guerra, se fue convirtiendo en un evento emocional, simbólico y profundamente madrileño. El sorteo dejó de ser solo una fórmula de recaudación para convertirse en una ceremonia anual cargada de nervios, supersticiones, cábalas y suspiros.

Desde 1814 en adelante, la Lotería y Madrid comenzaron una relación inseparable, como tantas otras grandes historias de amor: por necesidad al principio, por costumbre después y por pura pasión más adelante.

1850–1930: LA LOTERÍA ENTRA EN LA VIDA COTIDIANA_

Para mediados del siglo XIX, la Lotería ya no era una novedad. Era una costumbre. Pero no una de esas costumbres que uno cumple por inercia, como bendecir la sopa o dar los buenos días al portero. No. Era una costumbre de las que encienden la chispa de lo improbable. Un rito social que, poco a poco, se fue colando en las rendijas de la vida diaria de los españoles y especialmente de los madrileños.

A estas alturas, el sorteo extraordinario de Navidad ya había echado raíces. Y la ciudad, Madrid, se lo había apropiado con naturalidad, como hace con todo lo que le gusta: sin pedir permiso. La Lotería no era ya solo un evento del Estado, sino un momento colectivo. Se hablaba de ella en la cola del mercado, en la barbería, en los patios de vecindad y en los vagones de tranvía. Y como todo lo importante, se compartía.

Números compartidos, ilusiones divididas

Una de las tradiciones más arraigadas que surgieron en esta época fue la de “jugar a medias”.

O a tercios, o en grupo. O, directamente, pedir que te apunten "una participación" en el número de otro, con promesas verbales y sellos invisibles de confianza. Porque, como todos sabían ya entonces, no hay mayor tragedia que no jugar el número que ha tocado... si lo jugaron todos los demás.

La cultura de la participación nació antes que las participaciones impresas. En los barrios obreros, en las fábricas, en las redacciones de los periódicos, en las escuelas y en los cuarteles, era habitual que alguien se ofreciera a comprar un número “para todos”, apuntando en una hoja a bolígrafo los nombres y las cantidades de cada cual. Si tocaba, se cobraba en grupo. Si no… también se lloraba en grupo, que consuela más.

Esa manera de jugar reflejaba algo profundamente español y profundamente madrileño: la mezcla de ilusión, prudencia y necesidad. “Por si toca”, “aunque sea la pedrea”, “yo no creo en esto, pero...”, “mejor no quedarme fuera”. En realidad, nadie creía del todo, pero todos querían tener razón si tocaba.

Cafés, escaparates y supersticiones

Si había un lugar donde la Lotería encontraba un altavoz perfecto, ese era el café. El café de tertulia, de humo y periódico arrugado. Allí se comentaban las cifras premiadas, se analizaban las terminaciones con fervor casi teológico, se discutía si era mejor un número “bajo” o uno “alto”, si el siete traía suerte, o si el trece era maldito… o justo lo contrario. Cada parroquiano tenía su teoría y todas eran infalibles hasta que fallaban.

Los cafés madrileños de finales del XIX y principios del XX funcionaban como verdaderos centros de operaciones loteras. Algunos incluso vendían billetes o participaciones, mientras otros se limitaban a colgar en sus escaparates listas manuscritas con los resultados. No faltaban las anécdotas: la señora que rompió su paraguas al enterarse de que su décimo no era el premiado; el señor que fingió desinterés mientras miraba la lista con un ojo torcido; el camarero que apuntaba en la pizarra los premios con letra de médico…

Los escaparates de las administraciones se convirtieron en altares laicos de la esperanza. Y no era raro que la gente se agolpara frente a ellos el día del sorteo para leer los resultados como si fueran versos sagrados. Aquellas escenas de gente abrigada, pegada al cristal, buscando con el dedo el número salvador, empezaron a formar parte del imaginario colectivo de la Navidad madrileña.

Números que cuentan historias

En esta etapa, los números dejaron de ser solo cifras. Empezaron a adquirir historias, emociones y supersticiones. “El número que soñó mi abuela”, “el del portal donde nací”, “el que me vendió aquel ciego que me dio buena espina”… Todo era válido cuando se trataba de encontrar “el bueno”.

En muchos casos, la gente no elegía su número: el número los elegía a ellos. Lo veían en una pared, en un ticket, en un sueño o en la matrícula de un coche. Y lo compraban, aunque no pudieran. Aunque fuera a plazos. Aunque tuvieran que empeñar el abrigo. Porque si no lo hacías… ¿y si salía?

Una ciudad rendida a la suerte

Madrid, por aquel entonces, era ya una ciudad de oficios y jornaleros, de burgueses en ascenso y taberneros con cicatrices. Y en todos esos mundos, desde el bulevar hasta el callejón, la Lotería se había colado como una ilusión legalizada. No prometía trabajo, ni justicia, ni estabilidad, pero prometía algo mucho más seductor: el milagro.

Así, década a década, la Lotería fue mutando de impuesto camuflado a símbolo emocional, de experimento fiscal a tradición de temporada. Las familias la esperaban como se espera la Navidad: con una mezcla de nervios, alegría, superstición… y resignación preventiva.

Porque todos sabían que probablemente no tocaría. Pero por si acaso… se jugaba.

GUERRA CIVIL Y FRANQUISMO: CONTINUIDAD Y PROPAGANDA_

Ya sabemos que la Lotería de Navidad es uno de esos rituales nacionales que, cuando llega diciembre, hace que el país se pare unos minutos y contenga la respiración. Pero ¿qué ocurre cuando el país ya está detenido… por una guerra? ¿Qué pasa con el sorteo cuando lo que está en juego no es un premio, sino la supervivencia?

España, 1936. Estalla la Guerra Civil. El país se parte en dos: dos gobiernos, dos frentes, dos ideologías, dos himnos… y sí, dos sorteos de lotería. Porque ni en medio de un conflicto fratricida se pudo prescindir de esa tradición que, desde hacía más de un siglo, marcaba el calendario emocional de los españoles.

Dos Españas, dos bombos

Durante la contienda, cada bando organizó su propia versión del sorteo. En zona republicana, se mantuvo la estructura del sorteo estatal, aunque con menos medios, menos publicidad y muchas más urgencias. En la zona nacional, el régimen incipiente de Franco empezó pronto a dar forma a una versión “patriótica” del sorteo, adaptando su simbolismo a la causa: la Lotería no solo debía repartir dinero, sino también esperanza nacional y unidad ideológica.

Así, en plena guerra, los bombos seguían girando. La gente compraba décimos aunque no supiera si al día siguiente tendría techo. Los niños seguían cantando premios, aunque muchos de ellos hubieran perdido a sus padres. Y todo el país —o lo que quedaba de él— seguía escuchando, expectante, los cánticos del azar. Porque la costumbre, incluso en guerra, es más fuerte que la lógica.

La lotería como bálsamo… y como instrumento

Con la llegada de la dictadura franquista, el sorteo no solo se mantuvo, sino que se convirtió en una herramienta perfecta para el nuevo régimen. La Lotería de Navidad pasaba a formar parte del calendario oficial del franquismo: una fecha “neutra”, sin connotaciones ideológicas… pero muy útil para reforzar el relato de una España unida, trabajadora y obediente.

Desde los primeros años del régimen, los sorteos empezaron a retransmitirse por la radio nacional, con tono ceremonial, casi litúrgico. Se cuidaba cada detalle: los niños de San Ildefonso seguían siendo los protagonistas (una imagen perfecta de disciplina y pureza), los bombos relucían, los locutores adoptaban un tono grave y reconfortante y los boletines de premios se publicaban como si fueran partes de guerra… pero con cifras que daban esperanza.

Para muchos hogares, escuchar el sorteo era el único momento del año en que se sentían protagonistas de algo nacional, más allá del miedo, de la censura o del silencio. Porque si te tocaba, aunque fuera un reintegro, sentías que estabas en el mapa.

Una ilusión colectiva, aunque te vigilara el Estado

En los años más duros de la posguerra, la compra de décimos se hacía con lo justo y muchas veces en grupo. Como ya era tradición, se jugaban participaciones por barrios, por fábricas, por sindicatos verticales. Se vendían números en bares, en parroquias y en cada rincón donde cupiera la sospecha de que "igual este año sí".

Eso sí, todo pasaba por el filtro del régimen: la Lotería se convirtió en otro de los canales de recaudación oficial del Estado. Y no solo eso: también era una forma de canalizar la frustración, de mitigar el hambre con esperanza, de disimular la pobreza con la promesa de un golpe de suerte. El mensaje era claro: “España es una, grande, libre… y quizás te toque el Gordo”.

Y así, sin apenas darnos cuenta, la dictadura convirtió el sorteo en una ceremonia anual de unidad y obediencia, en la que todo el país —de derecha a izquierda, de ricos a pobres— se sentaba a escuchar el canto monocorde de los niños como quien escucha un parte meteorológico del destino.

Navidad entre ruinas y bombos

Pese a todo, en muchos hogares de la España franquista, el día 22 de diciembre seguía siendo un oasis emocional. Una pausa. Un día de ilusión —aunque fuera breve, aunque no tocara nada, aunque después siguiera la penuria. El sorteo se convertía en un preludio simbólico de la Navidad, una fecha donde el país, por unos instantes, olvidaba las cartillas de racionamiento, la represión o el silencio, y se permitía soñar.

Porque, a fin de cuentas, la Lotería era el único discurso oficial que prometía algo bueno. No hablaba de enemigos, ni de sacrificios, ni de conspiraciones. Hablaba de premios, de suerte, de “tirar la casa por la ventana”, aunque luego no tuvieras nada que tirar.

Un sorteo para la memoria

Para quienes crecieron en esa España de himnos y misas obligatorias, la Lotería quedó grabada en la memoria con un sello particular: el sonido crujiente de la radio, las voces infantiles repitiendo “miiiiil pesetas”, los dedos cruzados, los décimos guardados bajo la bandeja del turrón y la esperanza, ese animal testarudo, negándose a morir.

Y así, entre retórica patriótica, niños disciplinados y premios contados, la Lotería sobrevivió a la guerra, al hambre, al miedo y al franquismo. No solo sobrevivió: salió reforzada.

Porque cuando todo lo demás fallaba, aún quedaba la ilusión —aunque fuera encorsetada, manipulada o medida en boletos numerados— de que un año más… podía tocarte.

1980–1998: TELEVISIÓN Y FAMILIARIDAD_

A estas alturas, la Lotería de Navidad ya llevaba casi dos siglos formando parte de la vida de los españoles. Pero si hubo una etapa que consolidó su transformación en símbolo hogareño, entrañable y profundamente familiar, fue esta. Porque desde los años 80, la suerte no solo se escuchaba… también se veía.

Y eso lo cambió todo.

Del transistor al salón de casa

Con la llegada de la televisión como medio masivo y doméstico, la experiencia del sorteo dejó de ser únicamente auditiva. Si antes se escuchaba en la radio, con ese tono solemne que obligaba a bajar la voz en casa, ahora se podía ver en directo, desde el salón, con la abuela cruzando los dedos y los niños bostezando en pijama mientras preguntaban si eso de la pedrea también era dinero.

En 1984, Televisión Española comenzó a retransmitir íntegramente el sorteo de Navidad en directo. Desde entonces, año tras año, millones de personas se reúnen el 22 de diciembre frente al televisor para asistir a ese ritual lento, casi hipnótico, que ya forma parte del calendario emocional del país.

Ver girar los bombos, ver a los niños sacar las bolas, ver los números en pantalla... no era solo seguir un sorteo. Era inaugurar la Navidad.

Los niños, las bolas y el silencio

Si había algo que no cambió en absoluto —y que se convirtió en la seña de identidad visual de esta etapa— fueron los niños de San Ildefonso. Uniformados, serios, aplicados, a veces nerviosos, otras encantados de estar en la tele, siempre con esa entonación melódica que haría célebre la frase:

“¡¡Miiiiil millones de pesetas!!”

Para muchos españoles, esas voces infantiles se volvieron parte del paisaje navideño, tanto como el árbol, el Belén o los anuncios del turrón. Había algo tierno, casi emocionante, en ese contraste entre la rigidez del protocolo y la dulzura de la infancia. Un equilibrio perfecto entre ceremonia y ternura.

Y cuando un niño se equivocaba, lloraba o se atascaba... toda España lo sentía como si se le hubiera caído una figurita del Belén.

Décimos, supersticiones y el cuaderno azul

En esos años, el número de jugadores creció de forma espectacular. Los décimos pasaron a imprimirse en color, con imágenes alusivas a la Navidad o al patrimonio español. Se cuidó la estética, se modernizó el diseño y el cuaderno azul de la administración —donde se apuntan los nombres de los que han comprado participaciones— pasó a ser un documento casi sagrado. Si tu nombre no estaba en ese cuaderno y salía premiado... la tragedia estaba asegurada.

Las supersticiones también se hicieron audiovisuales: tocadores de bombos, gente que besaba el décimo antes del sorteo, rituales de toda clase antes de entrar en la administración. Y como no podía ser de otra manera, Madrid seguía siendo el epicentro, con Doña Manolita convertida ya en santuario nacional del número soñado.

Publicidad emocional: el preludio audiovisual

Y si la televisión nos permitió ver el sorteo en directo, fue la publicidad la que lo convirtió en relato, en emoción y en cuento navideño. A finales de los 80, Loterías y Apuestas del Estado empezó a cuidar con mimo la campaña previa al sorteo. Los anuncios pasaron de ser informativos a ser evocadores, cinematográficos y entrañables.

Aunque no había todavía un “Calvo de la Navidad” (a él lo veremos más adelante), ya empezaba a construirse la idea de que jugar a la Lotería era compartir ilusión. Y que la Navidad no empezaba cuando ponías el árbol… sino cuando salía el primer anuncio del sorteo en la tele.

Así, entre televisores de tubo, voces infantiles, décimos compartidos y cafés calentitos, la Lotería se convirtió no solo en una tradición, sino en una experiencia sensorial compartida. Era el único día del año en que uno podía estar en bata, sin haber fregado los cacharros y sentir que estaba participando en algo nacional, colectivo y enormemente profundo.

No importaba si te tocaba. Bueno, sí, importaba. Pero lo cierto es que incluso sin premio, habías vivido algo. Y eso, amigo mío, ya era bastante.

1998–HOY: LA ERA DE LA PUBLICIDAD EMOCIONAL

Si hay una frase que resume los últimos 25 años de Lotería de Navidad, es esta:

“El sorteo importa, sí… pero el anuncio, también.”

Y es que desde finales de los noventa, la publicidad se convirtió en protagonista absoluta de la narrativa lotera, hasta el punto de que hoy, cada noviembre, miles de personas se lanzan a ver (y a comentar, criticar o compartir) el spot oficial como si fuera el tráiler de la Navidad.

La campaña del sorteo dejó de ser un simple recordatorio institucional para transformarse en una gran producción audiovisual nacional, a veces poética, otras veces lacrimógena, otras veces polémica, pero siempre esperada. Como el alumbrado navideño, como el turrón en el súper, como Mariah Carey saliendo del congelador.

El Calvo de la Navidad: un mito entre copos

Todo comenzó con él. Clive Arrindell, actor británico, calvo, envuelto en un abrigo largo y una atmósfera de magia invernal, se convirtió en el rostro icónico del sorteo entre 1998 y 2005. No hablaba. Solo soplaba. Pero ¡ay, amigo! Qué soplido.

Con una mezcla de duende, hada madrina y espíritu navideño, el Calvo iba repartiendo suerte por las calles, las casas, los bares, convertido en símbolo de una época. Aparecía sobre una bicicleta, en un tranvía, entre la nieve, con una música envolvente —el “Winter Song” de Wintory— que todavía hoy pone la piel de gallina a quienes crecimos con aquella imagen.

Fue tal su impacto que muchos españoles creyeron que realmente alguien soplaba para que tocara y que si aparecía en el anuncio tu número… eso era una señal. Durante siete años, el Calvo fue la Navidad. Y cuando desapareció, en 2006, hubo duelo nacional. Literal.

Del espectáculo a la lágrima fácil

Tras su marcha, las campañas buscaron nuevos caminos: más emotivos, más sociales, más cinematográficos. Porque ya no se trataba solo de vender décimos, sino de tocar la fibra sensible. La Lotería dejó de hablar de suerte y empezó a hablar de solidaridad, reencuentros, abuelas, vecinos, bares, abrazos y ausencias.

Así llegaron anuncios como:

“El bar de Antonio” (2014): ese spot en el que Manuel, creyendo que no había jugado, entra al bar a felicitar a su amigo… y descubre que Antonio le había guardado un décimo. "¿Cómo no te lo iba a guardar, si eres de la familia?"

“Carmina” (2016): la entrañable maestra jubilada que cree haber ganado la Lotería y todo el pueblo se confabula para hacerle creer que sí. El resultado: lágrimas, pañuelos y trending topic.

“Justino” (2015): un anuncio animado protagonizado por un vigilante nocturno que decora su fábrica en secreto por Navidad. Un cortometraje, directamente. Y un éxito absoluto.

Las cifras eran millonarias, pero no solo en premios: las campañas eran virales, compartidas por redes, convertidas en memes y parodias, analizadas por expertos en marketing… y esperadas como pequeños eventos culturales. La Lotería, como el propio sorteo, ya no era solo juego: era narrativa, identidad y emoción.

A medida que el mundo digital avanzaba, la Lotería supo adaptarse. El relato lotero se expandió a las redes, dejando de ser un spot televisivo para convertirse en un fenómeno transmedia. Se analizaban los anuncios en Twitter, se debatían finales alternativos en foros, se hacían reacciones en YouTube… La Lotería de Navidad se volvió, literalmente, viral antes de que viral fuera una palabra de uso común.

Madrid como escenario, otra vez

En buena parte de los anuncios, Madrid sigue apareciendo como fondo reconocible, aunque a veces no se nombre. Cafés de barrio, portales antiguos, calles empedradas, farolas, tejados, mercados, escaparates… El Madrid castizo, emocional, entrañable. El Madrid que aún cree en milagros, aunque sean improbables.

Porque la Lotería, al final, sigue siendo eso: una excusa colectiva para creer, para abrazarse, para emocionarse. Aunque no toque.

“SI NO TOCA, SALUD”_

Hay tradiciones que no necesitan explicarse. Que sobreviven al tiempo, al cambio de siglo, a los gobiernos, a las modas y hasta a las pandemias. La Lotería de Navidad es una de las principales. No porque toque —que casi nunca toca—, sino porque forma parte de lo que somos. Porque nos une.

Cada 22 de diciembre, España entera se detiene unos minutos. En el colegio, en la oficina, en la panadería o en el salón de casa. No importa que estés cocinando, barriendo, en una reunión, en bata o en un atasco. Cuando suena la voz de un niño diciendo “¡Mil euros!”, todos levantamos la cabeza. Es instintivo. Como si el país entero se pusiera en pie para ver si este año… por fin.

Y casi nunca es el caso. Pero da igual. Porque la emoción no depende del resultado, sino del camino.

No recordamos cuántos euros podíamos ganar, pero sí con quién compartimos aquel décimo en 2003. No recordamos qué número jugamos en 1997, pero sí que lo compramos con nuestra madre en la administración del barrio. No recordamos si nos tocó la pedrea, pero sí que la escuchamos junto a nuestros padres, con un café con leche y la radio de fondo, mientras fuera el invierno se colaba por las rendijas de la ventana.

La Lotería de Navidad huele a castañas, a lana, a papel viejo, a bolígrafo azul apuntando nombres en un sobre. Tiene la textura áspera de los décimos doblados en cuatro y guardados en la cartera, entre las monedas y la tarjeta del súper. Suena a voces infantiles, a murmullos, a silencios atentos o a la risa de fondo cuando un número raro sale premiado.

Tiene ese sabor agridulce del “no nos ha tocado… pero nos hemos ilusionado”.

Porque en el fondo, lo que jugamos no es dinero. Es la posibilidad. El “y si”.

Y en un mundo cada vez más acelerado, individualista y digital, esa ilusión compartida vale su peso en oro. Cada vez que alguien te dice “¿te apuntas con nosotros?”, te está diciendo sin querer: “te tengo en cuenta”. Cada décimo compartido es un vínculo. Un lazo. Una complicidad.

Y por eso, cuando termina el sorteo y nadie en casa ha cantado premio, llega la frase de consuelo por excelencia. La más dicha, la más sentida y la más verdadera de todas:

"Bueno… si no toca, salud."

Porque es cierto. Porque mientras tengamos salud, habrá años para seguir soñando, para volver a comprar ese número que “nunca sale”, para seguir creyendo que igual este año sí. Porque la salud es la base de todo lo demás. Y la ilusión, aunque intangible, es una forma muy parecida de cuidarse por dentro.

Así que, si estás leyendo esto con tu décimo ya guardado —y ese cosquilleo en el estómago de todos los diciembres—, solo podemos decirte una cosa:

¡Mucha suerte! Pero si no toca… que no te falte nunca la salud, ni las ganas de soñar.


Billete de lotería de 1768

Billete de lotería de 1768

Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo ciega, y así no ve lo que hace ni sabe a quien derriba
— Miguel de Cervantes


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