Con las manos en la masa

Cocina valenciana. Museo Nacional de Artes Decorativas. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Cocina valenciana. Museo Nacional de Artes Decorativas. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

gastronomía en el siglo de oro, opulencia o miseria

¿Alguna vez te has preguntado qué historia oculta existe detrás de muchos de los platos que degustamos cada día? Muchas de estas recetas, en especial las que forman parte de nuestra cocina más tradicional, sientan sus bases en la España de los siglos XVI y XVII, cuyo sorprendente legado creativo y cultural no sólo se limitó a las artes… también a la gastronomía.

Durante el Siglo de Oro, España se convirtió en el único país europeo en el que coincidieron, por un lado, la decadencia política y el progresivo empobrecimiento de la sociedad y, por otro, el auge extraordinario que alcanzaron nuestras letras... lo que Francisco de Quevedo denominó la “literatura del hambre”.

La dinastía de los Austrias administraba un Imperio en el que no se ponía el sol… pero tampoco comida sobre las mesas de los más pobres. Un tiempo de terribles contrastes en el que las diferencias sociales eran determinantes y donde la dieta difería mucho según el estamento social al que se perteneciese: no era igual la suntuosa y abundante comida de la aristocracia que la miserable del pueblo llano, compuesto en su mayoría por indigentes hambrientos.

Los grandes literatos del Siglo de Oro, tales como Cervantes, Lope de vega, Tirso de Molina, Góngora, Calderón de la Barca o Francisco de Quevedo, nos describieron en sus obras la vida cotidiana de aquella época en la que sólo unos pocos privilegiados tenían la suerte de comer más de una vez al día y disfrutar de cierta variedad gastronómica.

Obras como el Lazarillo de Tormes, el Guzmán de Alfarache o El Buscón dieron lugar, incluso, a la aparición de un género, la novela picaresca, en el que el protagonista se mueve con el único propósito de conseguir comida para sobrevivir.

Durante los últimos años del siglo XV y la primera mitad del siglo XVI, se produjo un hito que conllevaría importantes cambios en los hábitos alimentarios y gastronómicos en España: el descubrimiento de América. A partir de entonces, fueron innumerables los nuevos productos y alimentos que llegaron a nuestro país desde el Nuevo Mundo, tales como el maíz, la patata, el cacao, el frijol, el cacahuete, el tomate, el pimiento, las frutas tropicales, etc.

Además, la conquista de las Islas Canarias durante el siglo XV con el consiguiente descubrimiento del plátano y la conquista de Filipinas, aportaron nuevas técnicas culinarias a nuestra cocina y ampliaron nuestras fronteras creativas, influidas hasta entonces por las tres culturas y religiones que convivían en España: árabe, judía y cristiana. Todas ellas habían aportado a nuestra gastronomía una enorme riqueza y variedad a lo largo de los siglos.

En ese tiempo, además, comenzaron a publicarse los primeros tratados de cocina española. El Llibre del coch, escrito por Ruperto de Nola, y el Arte de cocina, pastelería, vizcochería y conservería, de Francisco Martinez Montiño, fueron determinantes por su nivel de detalle a la hora de registrar recetas de todo tipo… y es que la historia de la alimentación es también cultura escrita.

Pero… ¿qué, dónde y cómo comían los madrileños de clase media durante el Siglo de Oro?

La base de la dieta de todas las clases sociales eran los cereales, en especial el pan. Las clases acomodadas tomaban el pan blanco de trigo candeal, limpio de salvado y amasado con sal y anís. Los pobres tomaban el pan negro, de centeno o de otros cereales de inferior calidad, al que solían añadir ajo o cebollas… dos ingredientes considerados rústicos y vulgares.

La carne, principal fuente de proteínas, era el alimento más apreciado y su consumo representaba una barrera social, ya que los más pobres no se lo podían permitir. Los cortesanos, sin embargo, se atiborraban de carne, lo que les producía con frecuencia la enfermedad de la gota. Alguien de clase media sólo podía permitírsela en ocasiones especiales, a menudo aves y casquería del cerdo.

La carne era la base de recetas como los “duelos y quebrantos” (un salteado de huevos con tocino) o el salpicón, que se elaboraba con restos de carne de vaca cocida, picada y aliñada con cebolla y vinagreta.

También la carne era el ingrediente principal de la olla podrida, uno de los platos precursores del cocido madrileño, que solía incluir pierna de carnero, punta de jamón, morcilla, morcillo de vaca, garbanzos, alubias, gallina y verduras.

El manjar blanco era el plato preferido de Felipe II. Se componía de pechuga de gallina deshilachada, harina de arroz, leche de almendras y azúcar.

El consumo de carne de cerdo también era símbolo de cristiandad y de pureza de sangre, por el contrario abstenerse de comerla era muestra de judaísmo. En este sentido, el jamón era un alimento muy apreciado tanto por cristianos como por conversos… lo que dio lugar a un refrán muy conocido en la época: “más cristianos hizo el jamón que la Santa Inquisición”.

Por otra parte, los chorizos y longanizas se hacían de forma distinta a hoy día, ya que no se usaba pimentón y llevaban poco ajo.

En los días de abstinencia no estaba permitido el consumo de carne y en su lugar se consumía pescado, fresco o en conserva. El fresco podía ser de mar o de río y su disponibilidad dependía de cada región, ya que su conservación y traslado eran difíciles. Sólo la Casa Real y las clases privilegiadas podían tomar pescado traído de lejos y mantenido en agua salada, nieve o hielo por los arrieros, mediante el uso de los pozos de nieve que estaban repartidos por todo el territorio nacional.

El pescado más consumido en Madrid era el bacalao o abadejo, prácticamente el único pescado de mar, junto con las sardinas y el besugo navideño, que podía comer un madrileño ajeno a la Corte, ya que podían conservarse en salazón.

El bacalao también era el ingrediente principal, junto a las legumbres, de los potajes, exentos de carne por consumirse los días de abstinencia.

No se comían mariscos en la cantidad que se consumen hoy porque no existían viveros. El bocado para muchos más sublime eran las ostras, puestas de moda definitivamente por Carlos V, quien sí disfrutaba de una distribución propia.

Los escabeches eran preparados muy útiles ya que conservaban muchos días tanto la carne como el pescado, y los más habituales eran los de perdiz, bonito, trucha y conejo.

En los siglos XVI y XVII el consumo de huevos era muy elevado y se consideraban apropiados para niños y enfermos. La forma más común de prepararlos era fritos en aceite de oliva, aunque se han recogido más de ochenta maneras diferentes de consumirlos: crudos, dulces, de coronilla, esponjados, atabalados, cocidos, rellenos, estrellados, dorados, mecidos…

Tanto las clases acomodadas como el pueblo llano se hartaban de queso, tanto de oveja como de cabra, que solía emplearse de aperitivo acompañado de uva, melón y frutos secos (nueces, pasas, orejones, higos, dátiles, etc.). Otros aperitivos, que entonces recibían el nombre de “llamativos”, eran las aceitunas, los huesos de jamón y las verduras encurtidas en vinagre con especias, pimienta y guindillas.

Los condimentos y especias servían fundamentalmente para potenciar el sabor, el olor y el color… incluso en algunos casos para enmascararlos cuando los alimentos se encontraban en mal estado.

El condimento más importante era la sal, pero también la pimienta, el azafrán, la canela, el clavo y el jengibre. También eran habituales las hierbas aromáticas como la hierbabuena y el perejil.

La grasa más utilizada era la de cerdo: tocino y manteca. El aceite de oliva, en contra de lo que hoy pudiéramos imaginar, no gozaba de mucho aprecio. Por razones culturales y religiosas se asociaba al pescado y su empleo, fuera de épocas de penitencia, era muy escaso.

El desayuno por excelencia en Madrid era el letuario, que consistía en una confitura de cortezas de naranja sumergidas en miel y aguardiente. Otros madrileños como Lope de Vega, preferían desayunar torreznos asados, que se podían adquirir en chiringuitos humeantes como el había en la Puerta del Sol, y vino de San Martín de Valdeiglesias.

El almuerzo habitual de medio día eran las empanadas o empanadillas, equivalentes a las empanadillas actuales, rellenas de ave o cerdo y en su versión dulce de mazapán, yemas azucaradas o leche cuajada.

Para la merienda lo habitual era tomar, chocolate líquido, uno de los platos más degustados en la época, acompañado de bizcocho o picatostes, que solía compartirse con las visitas.

A la hora de la cena eran las ensaladas las que copaban las mesas, a base de perejil, berros, lechuga, cebolla, zanahoria, vinagre, orégano, tomillo, aceite y sal.

Los postres del Siglo de Oro solían consistir en un plato de uvas pasas, requesones y tajadas de queso… pero también se confeccionaban muchos dulces y repostería de tradición árabe, como los mazapanes, los pestiños, el turrón, las tortas, la leche frita, las rosquillas, los mantecados, los bizcochos borrachos con miel, el guirlache, los barquillos o “suplicaciones”, los buñuelos o “frutas de sartén” y las mermeladas de fruta.

Pero como no sólo de pan vivían el hombre y la mujer del siglo XVII… las bebidas también ocuparon un lugar muy especial en su alimentación, especialmente dos: el agua y el vino.

Aunque el agua era la bebida más común, su suministro en muchas zonas de la capital era muy deficiente y asegurar su salubridad era muy complicado. Por eso el vino fue, con mucho, la bebida más apreciada y la más habitual.

Todo el mundo consumía vino, incluso los niños, ya que no solamente se le consideraba no solo como bebida sino también como alimento reconstituyente y se estimulaba su consumo siempre que fuese moderado y rebajado.

El vino blanco era menos conocido y su consumo era más apreciado. También existían vinos aromatizados o hipocrás, habitualmente de consumo femenino.

Especialmente popular era la aloja, una mezcla de agua y miel que se aromatizaba con especias. Las alojerías eran los establecimientos de bebidas más populares hasta el punto de que uno de cada tres portales madrileños en el siglo XVII estaba ocupado por una.

También se puso de moda el consumo de bebidas frías, tales como la leche de almendras, la horchata, las aguas de cebada y avena, la limonada, etc. Para la preservación del frío se empleaba la nieve en grandes cantidades, que se conservaba en pozos o neveros como los ubicados en la actual plaza de Bilbao. Las clases privilegiadas podían disfrutar, además, de la nieve con sabores, a modo de granizados, traída expresamente de la Sierra de Guadarrama.

Ahora que ya conocemos “qué” comían los madrileños del Siglo de Oro vamos a descubrir “dónde” lo hacían, dentro de sus hogares.

El comedor, como espacio que actualmente empleamos para comer y hacer vida, no existía en su época y se solía comer en la cocina.

Durante el siglo XVI se normalizó el empleo de un servicio completo de cristalería y cubertería, incluyendo el revolucionario tenedor para cada uno de los comensales. Lejos van quedando buena parte de los usos medievales, como coger los alimentos con la mano o compartir servicios de mesa.

Chuparse los dedos era una señal de mala educación y era norma lavarse las manos en los aguamaniles entre los distintos platos o, al menos, al finalizar la comida.

La vajilla se lavaba frotando con hojas o con arena, en agua a la que se añadía vinagre.

En el Museo Nacional de Artes Decorativas de Madrid podemos encontrar este ejemplo de cocina típica, esta vez, del siglo XVIII, en la que mediante azulejos pintados se aporta una valiosa información no sólo sobre lo que se hacía en ella sino también sobre qué alimentos se servían, por qué y cómo, en una estancia dedicada a las reuniones familiares informales.

Hoy más que nunca sabemos que la alimentación no es solo una necesidad vital del ser humano, es también un elemento social y cultural, seña de identidad de un país. Sentarnos a la mesa es recorrer nuestra memoria colectiva a través de sus sabores y tradiciones es una experiencia que debemos conocer y valorar para poder transmitir… porque la Historia también se aprende a través de los fogones.

Luis de Góngora y Argote​ (Córdoba, 1561-ib.1627)

Luis de Góngora y Argote​ (Córdoba, 1561-ib.1627)

Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno;
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente,
y ríase la gente
— Luis de Góngora


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