Dulces recuerdos

Antigua Pastelería del Pozo en Madrid

Antigua Pastelería del Pozo. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Pastelería del pozo: la tentación a pie de calle

“A nadie le amarga un dulce”, ¿no es verdad?. No hay nada más sabio que nuestro refranero y esta frase popular, en concreto, esconde un secreto a voces: los españoles somos golosos por naturaleza. Una afición, la de los dulces y la repostería, que forma parte de nuestro ADN y cuya evolución es un reflejo de nuestra sociedad a lo largo de la historia.

Y es que la repostería española es un compendio de influencias gracias a la variedad de culturas que han convivido en nuestro país desde hace siglos, una mezcla de tradiciones que ha servido para que hoy podamos disfrutar de una enorme cantidad de dulces diferentes cuyos orígenes se remontan más allá de nuestras fronteras… un desarrollo, el de la repostería y sus técnicas, que evolucionó en paralelo al desarrollo de la tecnología del azúcar.

Aunque sabemos poco acerca de la repostería española previa a la época de dominio romano, sí sabemos que la miel era el único producto conocido para endulzar. De esta manera, los dulces de aquella época consistían en una mezcla de miel y frutos secos molidos.

Fue la invasión árabe de la península, en el siglo VIII, la que proporcionó esplendor a la repostería española. Con ellos llegó una nueva forma de endulzar más allá de la miel: la caña de azúcar.

El fenómeno del refinado de azúcar revolucionó la sociedad española, ya que los árabes no sólo consideraban este producto una golosina exquisita, sino que, a la vez, le otorgaban propiedades medicinales curativas.

De la repostería andalusí pervive el gusto por el uso de los frutos secos (especialmente almendras, pistachos y avellanas) en muchas de sus preparaciones dulces, dando lugar a productos como los actuales mazapanes, pestiños, alfajores, el turrón o el guirlache.

La proliferación árabe del azúcar también les permitió introducir en la península conservas en jaleas como parte de su confitería. La más difundida de le época fue la confitura de carne de membrillo, de la que deriva la mermelada moderna.

Al mismo tiempo, durante la Edad Media destacó la influencia sefardí en la repostería de nuestro país. Los judíos acompañaban sus celebraciones con todo tipo de dulces, tales como los letuarios de membrillo, los buñuelos, las hojuelas, las roscas o los pasteles de pasas.

Tristemente, muchos de estos dulces quedaron relegados al olvido en las mesas españolas tras la expulsión de los judíos de la península, decretada por los Reyes Católicos en 1492. Si bien, de alguna manera ese conocimiento repostero se mantuvo en el saber popular español, permaneciendo desde el siglo XVI en el recetario cristiano postres andalusíes y sefardíes como los hojaldres, jaleas, confites y bebidas como la aloja.

El Descubrimiento de América fue para la cocina española y europea uno de los hitos más relevantes de su historia. Con la conquista del Nuevo Mundo llegaron a España especias e ingredientes nuevos como la vainilla, la canela o el cacao, que pronto se convirtieron en esenciales en nuestra alimentación y crearon, sin saberlo, una nueva tendencia. En especial, el descubrimiento del cacao revolucionó la repostería española y posteriormente la europea.

Los reposteros españoles fueron los primeros en Europa que trabajaron este nuevo producto, añadiéndole azúcar para deshacer su sabor amargo y aromatizándolo con la también americana vainilla para dar lugar al chocolate, que pronto se convertiría en un artículo imprescindible en la vida social española servido como bebida y, posteriormente, como ingrediente para la elaboración de pasteles.

Pero si existieron unos centros de fusión culinaria capaces de hacer evolucionar la gastronomía española en general y su repostería en particular, a partir de los productos importados del Nuevo Mundo, esos fueron los monasterios y conventos que, además de centros espirituales e intelectuales, fueron durante siglos ejemplos de cocina avanzada.

Hay que pensar que, además de a los frailes y monjes, monasterios y conventos alimentaban a buena parte de su comunidad, así como a los millares de peregrinos que pudieran llegar por la zona. Por este motivo, estas instalaciones solían contar con mejores cocinas y despensas inagotables y de mayor calidad de lo habitual en la época.

La elaboración de dulces en estos centros religiosos se realizaba con vistas a agasajar a los benefactores de la comunidad, convirtiéndose en una actividad habitual que ha llegado a nuestros días en forma de deliciosa repostería conventual.

Sin los monjes, su cocina y su repostería, nuestra gastronomía sería hoy muy diferente, desde la producción de vino y queso hasta la repostería, ya que los primeros recetarios que se han conservado se escribieron en estas instituciones religiosas como medio de transmisión de enseñanzas a los novicios que sucesivamente habían de actuar en las cocinas.

El Siglo de Oro de las letras lo fue igualmente para la repostería española. Si bien, en el siglo XVII sólo unos pocos privilegiados tenían la suerte de comer más de una vez al día y disfrutar de cierta variedad gastronómica, por lo que la repostería se iba a convertir en un lujo reservado para las clases sociales más pudientes, fundamentalmente la Corte y el clero.

El azúcar cobró enorme popularidad y empezaron a aparecer bases fundamentales como el hojaldre para elaborar dulces como las “frutas en sartén” (actuales buñuelos) o las “suplicaciones” (nuestros modernos barquillos).

También en el siglo XVII se descubrió la levadura biológica, permitiendo un mayor desarrollo de la pastelería y su diferenciación de la panadería, así como la especialización de las profesiones de panadero, por una parte, y pastelero, por otra.

En el XVIII floreció la repostería española por influencia francesa, con la llegada de los Borbones al trono. Los pasteleros o bolleros terminaron de refinar sus dulces, entonces denominados “bollos de tahona”, mediante el empleo de mantequilla y licores. Además, en este momento surgió en España la profesión de confitero, dedicado a la elaboración de caramelos y mermeladas.

Ya en el siglo XIX, la profesión de pastelero comenzaba a precisar memorizar sus recetas y mejorar sus modos de fabricación. Progresó su tecnología, mejoraron sus utensilios y se seleccionaron y especializaron las materias primas empleadas en los obradores. En definitiva, se desarrolló la pastelería moderna.

La repostería de masificó, se redujeron sus precios y comenzó a abrirse al conjunto de la sociedad, más allá de las clases sociales más pudientes. Así, estos postres que hasta ese momento se cocinaban y consumían en las propias casas, salieron a la calle de manera popular, generalizándose su venta al público.

A finales del siglo XIX se empezaron a abrir en Madrid dulcerías y pastelerías, tiendas especializadas donde se ofrecían obras refinadas de repostería y confiterías con un obrador en la trastienda, directamente influenciadas por la organización física de las farmacias. Y es que, hasta aquel momento, cuando las recetas se preparaban en la rebotica de una farmacia se les solía añadir azúcar o miel para cubrir su gusto desagradable.

Muy probablemente, el horno repostero más antiguo de Madrid y de España, sea esta Antigua Pastelería del Pozo, ubicada en la Calle del Pozo número 8. Si bien, aunque sus inicios como tahona datan de 1810, no se dedicaría a la elaboración exclusiva de dulces hasta 1830.

Esta pastelería fue una de las más visitadas por los madrileños durante el siglo XIX, ya que ofrecía productos al alcance del bolsillo del pueblo llano, en especial sus afamados hojaldres y bartolillos, gruesas empanadillas rellenas de crema pastelera, fritas y cubiertas con azúcar o canela, que se convirtieron con el tiempo en uno de los postres más castizos de la capital.

Aún hoy, esta tienda conserva parte de su mobiliario original, con su mostrador de mármol y madera, una máquina registradora antigua, una balanza clásica de dos platos y lámparas de gas, de manera que acceder a su interior nos propone un viaje en el tiempo, cuando sus veladores eran frecuentados por ilustres personajes como Jacinto Benavente, Gregorio Marañón, Carlos Jiménez Díaz o Pio Baroja, todos ellos enamorados de sus deliciosos hojaldres.

Aunque el avance frenético de nuestra sociedad del usar y tirar haya convertido negocios centenarios como este en espacios en peligro de extinción, debemos valorar la maravillosa oportunidad que nos brinda Madrid cada día al permitirnos fusionar en un mismo lugar gastronomía e historia, dos de las señas de identidad de la sociedad madrileña.

Retrato de Tirso de Molina

Fray Gabriel Téllez (Madrid, 1579-Almazán, 1648)

Nunca a Dios llamaba bueno hasta después del postre
— Tirso de Molina


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