¿Soy leyenda?

Monumento a Gustavo Adolfo Bécquer. Historia de Madrid

Monumento a Gustavo Adolfo Bécquer. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Del mito al hombre: Bécquer entre la leyenda romántica y la verdad burguesa_

¿Te has detenido alguna vez a pensar si los mitos y estereotipos heredados del pasado reflejan fielmente la realidad, o si, por el contrario, han sido moldeados por apariencias, malentendidos o testimonios interesados? La Historia, pese a su vocación de verdad, no es siempre infalible. Con frecuencia, transforma los hechos en relatos seductores, revestidos de leyenda, que terminan por instalarse en el imaginario colectivo como verdades incuestionables.

Un caso especialmente revelador es el de Gustavo Adolfo Bécquer, figura emblemática del Romanticismo español. La imagen que ha perdurado de él es la del artista bohemio por excelencia: un hombre melancólico, empobrecido, solitario y perpetuamente atormentado, cuya existencia parecería haber sido tan trágica como sus versos. Sin embargo, una revisión más atenta de su biografía invita a matizar —e incluso a cuestionar— este retrato tradicional. Bécquer, lejos de encarnar solo al romántico maldito, podría haber sido también un burgués cultivado, pragmático, e incluso acomodado, cuya vida no estuvo exenta de contradicciones entre el mito literario y la realidad cotidiana.

El hombre del Romanticismo: desafío de la razón, abrazo de la pasión_

El Romanticismo en España floreció en un contexto histórico especialmente convulso, coincidiendo con el reinado de Isabel II (1833-1868). Su auge estuvo estrechamente ligado al regreso de los jóvenes liberales que, durante la férrea regencia de Fernando VII, se habían visto obligados a exiliarse, en su mayoría, en tierras francesas. Estos exiliados trajeron consigo nuevas ideas, estéticas y anhelos de libertad que encontraron terreno fértil en una sociedad marcada por los vaivenes políticos y el deseo de cambio.

La figura del hombre romántico se perfilaba, ante todo, como la de un ser profundamente individualista y esencialmente rebelde. Su individualismo no era superficial ni circunstancial, sino una actitud vital cimentada en una aguda —y a menudo dolorosa— conciencia de su propia identidad. Esta introspección intensa lo llevaba con frecuencia al aislamiento, a la melancolía romántica y a una soledad que no siempre era buscada, pero sí asumida con resignación e incluso con cierta altivez.

Su rebeldía, por su parte, brotaba de un anhelo casi visceral de libertad. Era una protesta íntima y vehemente contra las estructuras que sentía como opresoras: tanto las convenciones sociales como las imposiciones políticas le resultaban asfixiantes. En este sentido, el romántico no solo rechazaba el orden establecido, sino que se situaba deliberadamente al margen, convirtiéndose en un outsider por convicción.

A este espíritu inconformista se unía una profunda desconfianza hacia la razón. Lejos de la serenidad ilustrada del siglo anterior, los románticos exaltaban la pasión, la intuición y el sentimiento como fuerzas superiores, más auténticas y reveladoras que el pensamiento lógico. Para ellos, lo racional era una jaula; lo pasional, en cambio, un impulso liberador que conectaba al individuo con lo sublime, lo misterioso y, en última instancia, con lo verdaderamente humano.

Muerte, amor y deseo imposible: los pilares trágicos del universo romántico_

El universo temático del Romanticismo giraba en torno a una sensibilidad exaltada que encontraba su plenitud en lo extraordinario y lo inasible. No es de extrañar, entonces, que los románticos sintieran una especial predilección por lo sobrenatural, lo mágico y lo misterioso. En su imaginario, los sueños, las visiones y las fantasías tenían más peso que los hechos tangibles; el mundo interior, con sus tormentas emocionales, eclipsaba al mundo real.

Sus obras y sus vidas estaban marcadas por una coherencia radical con sus ideales. No era raro que defendieran con pasión —y a veces con temeraria obstinación— sus principios, aun a riesgo de su propia vida. Esta entrega absoluta a sus convicciones formaba parte de una ética casi heroica, que convertía la existencia en un escenario de lucha, y la muerte en una posibilidad tan estética como necesaria.

En efecto, la muerte fascinaba a los románticos. Lejos de temerla, la invocaban como un horizonte de redención, una respuesta última a todas las preguntas que la vida no lograba resolver. Había en su actitud un doble impulso: el desafío valiente y el deseo íntimo de fundirse con ella. Algunas enfermedades, especialmente la tuberculosis —llamada por entonces la maladie de l’âme, la enfermedad del alma—, se convirtieron en símbolos de esa atracción fatal. La figura del joven pálido, consumido por la fiebre pero engrandecido por su sensibilidad, encarnaba un ideal estético teñido de decadencia.

Pero si hubo un sentimiento que reinó por encima de todos, fue sin duda el amor. No un amor cotidiano ni alcanzable, sino un amor imposible, sublime y absoluto, que daba sentido a la existencia y justificaba cualquier sacrificio. Los románticos no amaban para ser correspondidos, sino para sufrir, para anhelar, para escribir. Era un amor idealizado, casi divino, que se alimentaba más de la ausencia que de la presencia, y cuyo desenlace, más que en la felicidad, hallaba su plenitud en la tragedia. Morir por amor no era una derrota, sino la máxima expresión de una vida vivida con intensidad y fidelidad a los propios sentimientos.

Gustavo Adolfo Bécquer: el poeta que encarnó —y superó— al Romanticismo español_

Todos estos rasgos —el culto a la emoción, la exaltación del sufrimiento, la fascinación por la muerte, el amor imposible— formaban parte del complejo ideal que debía encarnar el perfecto hombre del Romanticismo. Y fue en la poesía, ese lenguaje de lo inefable, donde encontraron su forma de expresión más pura y conmovedora.

Cuando evocamos la poesía romántica española, resulta casi inevitable que surja el nombre de Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Quién no lo ha imaginado alguna vez como el arquetipo del poeta doliente, el alma solitaria perdida entre suspiros, visiones y desdichas? Su figura, junto a la de Mariano José de Larra, ha sido durante décadas el emblema del romántico por excelencia: bohemio en su porte y en su estilo de vida, rodeado de amantes, atravesado por la enfermedad, golpeado por la pérdida, acosado por la pobreza.

A este retrato se añade, además, el aura trágica del escritor maldito, incomprendido en vida y glorificado tras su muerte. Sus Rimas y Leyendas han sido leídas como la condensación perfecta de aquel mundo interior atormentado, lleno de misterio, melancolía y desesperanza. Un universo de sombras, pasiones inconfesables y amores etéreos que parecía fundirse con la propia biografía del autor.

Sin embargo, en los últimos tiempos este paradigma comienza a resquebrajarse. Nuevas investigaciones biográficas han aportado una imagen distinta de Bécquer, acaso menos romántica en el sentido literario, pero más precisa en términos históricos. Lo que va emergiendo es el perfil de un hombre mucho más integrado en la sociedad de su tiempo: periodista de éxito, figura influyente en los círculos literarios madrileños, director de importantes publicaciones, burgués acomodado y activo participante en la política del momento, vinculado a sectores conservadores. Lejos del artista marginado, Bécquer aparece como alguien que supo moverse con soltura en los salones del poder y que contó con apoyos clave para afianzar su carrera.

Quizá no sea casual que esta revisión surja precisamente ahora, en una época más escéptica hacia los mitos personales y más atenta a las estructuras sociales e históricas que los producen. Porque los tiempos cambian —y con ellos, también los relatos—, desmontando, punto por punto, incluso los misterios más seductores del imaginario romántico.

Gustavo Adolfo… ¿Domínguez?: el poder simbólico de un apellido lejano_

Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida —sí, ese era su verdadero nombre— vino al mundo en el sevillano barrio de San Lorenzo el 17 de febrero de 1836. El apellido con el que ha pasado a la historia, “Bécquer”, no era el suyo por nacimiento, sino una elección cargada de simbolismo social y cultural.

Fue su padre, el pintor José Domínguez Insausti, quien decidió rescatar este apellido ilustre, que había pertenecido a una antigua y acomodada familia de comerciantes flamencos asentada en Sevilla desde el siglo XVI. Los Bécquer originales gozaron de gran prestigio en la ciudad durante generaciones, y José, consciente del valor que un nombre puede tener en la construcción de una identidad artística y social, lo adoptó como firma profesional. Sus hijos, Valeriano y Gustavo Adolfo, seguirían su ejemplo y harían del apellido Bécquer no solo una herencia simbólica, sino una marca personal que terminaría por eclipsar su apellido legal.

La vida de los hermanos Bécquer estuvo marcada desde temprano por la pérdida. La muerte prematura de sus padres los dejó huérfanos siendo aún niños, y fue su tía materna, María Bastida, quien asumió formalmente su tutela. Sin embargo, más allá del amparo familiar, lo que realmente los sostuvo fue el lazo inquebrantable que unió a los dos hermanos durante toda su existencia. Valeriano y Gustavo Adolfo no solo compartieron sangre, sino también vocación artística, inquietudes estéticas y una vida de lealtad mutua. En muchos sentidos, se adoptaron el uno al otro, convirtiéndose en compañeros inseparables de destino, inspiración y supervivencia.

¿Penurias económicas en Madrid?: el joven sevillano que conquistó la capital_

Desde muy joven, Gustavo Adolfo soñaba con alcanzar la gloria literaria. Movido por esa ambición romántica —tan propia de su época—, en el otoño de 1854, con apenas dieciocho años, decidió abandonar Sevilla y probar fortuna en Madrid, la gran capital donde se forjaban las carreras de los escritores más influyentes del momento.

Pero la ciudad que encontró al llegar distaba mucho del escenario idealizado que quizás había imaginado. La España de mediados del siglo XIX era un país sacudido por profundas tensiones políticas y sociales: la guerra larvada entre liberales y carlistas, los efectos aún recientes de la Desamortización de Madoz, el inicio de grandes proyectos de ensanche urbano, las conspiraciones militares y el agitado bienio progresista conformaban un paisaje convulso y cambiante. En ese ambiente febril, la cultura florecía no al margen del conflicto, sino en su mismo centro.

Bécquer, lejos de encarnar la figura del artista bohemio perdido en la miseria, fue más bien un joven decidido que supo adaptarse a la realidad madrileña con sorprendente rapidez. Aunque sus primeros pasos no estuvieron exentos de dificultades —como los de casi todos los escritores noveles—, no tardó en encontrar un camino viable: el periodismo. En una época en la que la prensa era tanto plataforma de expresión como medio de subsistencia para gran parte del mundo literario, Gustavo Adolfo comenzó a colaborar en diversas publicaciones, y pronto su pluma se convirtió en una de las más apreciadas del panorama madrileño.

Así, más que vivir en la marginación, Bécquer supo ganarse la vida escribiendo en un entorno competitivo pero fértil. Lejos de la imagen de un poeta hambriento y olvidado, empezó a forjar desde muy joven una carrera sólida, que le permitió codearse con figuras relevantes de su tiempo y ganar visibilidad pública. Es cierto que las penurias no desaparecieron del todo —como tampoco la inestabilidad laboral propia del oficio—, pero el mito del escritor condenado a la miseria permanente no se sostiene del todo a la luz de los documentos y testimonios actuales.

¿Un autor maldito?: Bécquer, el escritor profesional y burgués con padrinos políticos_

Lejos de la imagen romántica del poeta maldito, atormentado y marginado, Gustavo Adolfo Bécquer fue, en realidad, un hombre que supo moverse con inteligencia y eficacia en los círculos culturales y periodísticos de su tiempo. Más que un alma errante condenada al olvido, fue un periodista de éxito, respetado en redacciones influyentes como la de El Contemporáneo y valorado hasta el punto de llegar a dirigir publicaciones tan relevantes como La Ilustración de Madrid.

La escritura no fue para él un acto solitario y desesperado, sino una actividad profesional que supo conjugar con brillantez con su vocación literaria. En los escasos momentos que le dejaban libres sus obligaciones como articulista, Bécquer escribía versos que publicaba de forma dispersa en diversas revistas, sembrando así las semillas de una posteridad que él mismo quizá intuía. Su estilo delicado, introspectivo y musical lo fue distinguiendo entre sus contemporáneos, aunque su consagración como poeta llegaría, como ocurre tantas veces, de forma más plena tras su muerte.

Su ascenso en el mundo literario y periodístico no se debió únicamente a su talento: contó también con valiosos apoyos políticos. Uno de los más decisivos fue el del influyente Luis González Bravo, ministro y diputado del Partido Moderado, quien vio en Bécquer no solo a un buen escritor, sino a un hombre de confianza. Gracias a esta amistad, el poeta sevillano obtuvo un cómodo y bien remunerado puesto como censor de novelas, cargo de importancia política y cierto prestigio social. Para facilitar su acceso al puesto, González Bravo no dudó en pasar por alto el requisito legal de contar con un título universitario, del que Bécquer carecía.

Este detalle, revelador, nos aleja aún más del mito del escritor desamparado. La realidad es que durante buena parte de su vida, Gustavo Adolfo vivió como un burgués ilustrado, bien conectado, con estabilidad económica y relaciones estrechas con los sectores conservadores del poder. Solo tras la Revolución de 1868, que derrocó a Isabel II y apartó del poder a los moderados de Ramón María Narváez —a quienes él apoyaba ideológicamente—, comenzó a sufrir auténticas penurias económicas.

En suma, el Bécquer real se aleja notablemente de la figura del artista bohemio que nos han legado la tradición y el mito. Fue, más bien, un hombre cultivado, pragmático, profundamente vinculado al aparato cultural y político de su época, cuya vida estuvo mucho más cerca de los salones burgueses que de los tugurios del Romanticismo decadente.

¿Seductor nato?: el corazón reservado de Bécquer y sus amores esquivos_

Aunque la intensidad de sus versos haya hecho imaginar a generaciones de lectores a un poeta romántico apasionado y arrebatador en lo amoroso, lo cierto es que Gustavo Adolfo Bécquer distaba mucho de ser un gran seductor. Quienes lo conocieron coinciden en que era un hombre reservado, tímido, de carácter más bien apocado, muy lejos del estereotipo del conquistador romántico que su obra pudiera sugerir. En su caso, la pasión encontró refugio en la palabra escrita, pero raramente se tradujo en aventuras galantes.

Una de sus escasas —y más célebres— inclinaciones amorosas fue la que sintió por Julia Espín, hija del renombrado compositor Joaquín Espín y Guillén, una figura destacada en los orígenes de la zarzuela. Julia, joven culta y de fuerte personalidad, despertó en Bécquer una admiración profunda, pero no correspondida. La historia terminó, al parecer, en un rechazo discreto, y su figura quedó para siempre envuelta en el aura idealizada de la musa inalcanzable, inspiradora de algunas de las Rimas más delicadas del poeta.

En 1861, Bécquer contrajo matrimonio en la iglesia de San Sebastián de Madrid con Casta Esteban y Navarro, con quien tuvo tres hijos: Gregorio Gustavo, Jorge y Emilio Eusebio. Sin embargo, la relación conyugal distó mucho de ser feliz. Las tensiones se acumularon con el paso del tiempo, y el poeta, más volcado en sus ocupaciones literarias y en las tertulias de los cafés madrileños que en la vida doméstica, fue distanciándose cada vez más de su esposa y de su entorno familiar.

La sospecha de una infidelidad por parte de Casta —en especial con respecto a la paternidad del tercer hijo— minó definitivamente la ya frágil convivencia. Aunque los detalles se ocultan tras un discreto velo de época, Bécquer, convencido del engaño, decidió separarse. Durante un tiempo, se trasladó a Toledo, donde buscó refugio en la introspección, el arte y la escritura, alejándose tanto del bullicio de Madrid como de los conflictos de su vida privada.

Este episodio, lejos de restarle profundidad, nos muestra una faceta más humana y compleja del poeta: la de un hombre atrapado entre el deber y el deseo, entre el mito del amor ideal y las realidades afectivas que no siempre pudo —ni supo— gestionar.

¿Look bohemio?: el estilo burgués que desmiente al Bécquer bohemio_

La imagen que la mayoría conserva de Gustavo Adolfo Bécquer está marcada, sin duda, por el célebre retrato que le hizo su hermano Valeriano: un rostro joven, de expresión melancólica, envuelto en una nube de rizos oscuros que enmarcan la figura de un romántico casi adolescente. Esa estampa, que ha quedado grabada en el imaginario colectivo, refuerza la idea de un poeta bohemio, sensible, apartado del mundo y consumido por sus pasiones.

Sin embargo, cuando uno observa con detenimiento las fotografías reales que nos han llegado del autor, el contraste resulta sorprendente. En ellas no aparece el artista soñador de aire desaliñado, sino más bien un hombre altivo, de porte burgués y cuidado aspecto. El Gustavo Adolfo que nos devuelve la fotografía es un señor elegante, que posa con seguridad, ataviado con ropas acordes a su estatus social y, en más de una ocasión, coronado con el inevitable sombrero de copa, símbolo inconfundible de una cierta respetabilidad decimonónica.

Así pues, la bohemia de Bécquer —si la hubo— fue más literaria que real. La figura romántica que tan bien encajaba en las sensibilidades del siglo XX fue, en su tiempo, la de un hombre que cuidaba su apariencia, cultivaba sus relaciones sociales y se movía, con naturalidad, por los espacios de poder y prestigio cultural de la capital. El mito, una vez más, se superpone a la historia… pero también la enriquece.

¿Arquetipo de muerte romántica?: la muerte mundana que forjó la inmortalidad de Bécquer_

La temprana muerte de Gustavo Adolfo Bécquer, acaecida a los 34 años, contribuyó decisivamente a consolidar su figura como uno de los grandes iconos del Romanticismo español. En el imaginario colectivo, su fallecimiento ha quedado ligado al arquetipo romántico del artista frágil, consumido por la enfermedad y el sufrimiento, como si la muerte prematura fuera el desenlace inevitable de una vida marcada por la sensibilidad extrema y el desengaño.

Sin embargo, la realidad fue algo menos novelesca. Aunque Bécquer había padecido años antes la tuberculosis —la célebre “enfermedad romántica” que tantos poetas convirtió en símbolo de belleza trágica—, no fue esa la causa directa de su muerte. Fue, en cambio, una dolencia mucho más prosaica la que acabó con su vida: un resfriado mal curado, agravado por un inoportuno viaje en tranvía descapotado, en pleno invierno madrileño, desde la Puerta del Sol hasta su domicilio. Sus pulmones, ya debilitados por padecimientos anteriores, no resistieron el embate, y la infección derivó en una pulmonía fatal.

El 22 de diciembre de 1870, Gustavo Adolfo Bécquer moría en su casa del número 23 de la calle Claudio Coello, en pleno barrio de Salamanca. No se trataba de un hogar modesto ni oscuro, como podría sugerir el mito del poeta miserable, sino de un piso amplio, luminoso y moderno, ubicado en uno de los primeros edificios de Madrid que contaban con el lujo de agua corriente. En la planta baja del inmueble se encontraban las oficinas del poderoso marqués de Salamanca, figura clave en la transformación urbanística de la capital y uno de los hombres más acaudalados del país.

Su cuerpo fue enterrado en la Sacramental de San Lorenzo, donde apenas tres meses antes había sido sepultado su inseparable hermano Valeriano. Allí reposaron juntos durante más de cuatro décadas, hasta que en 1913 fueron finalmente trasladados a su ciudad natal, Sevilla, donde hoy descansan, rodeados del respeto de sus paisanos y del aura legendaria que los acompaña desde entonces.

Así, incluso su muerte —más mundana que poética en sus causas— fue absorbida por el relato romántico que convirtió a Bécquer en un símbolo eterno: el del artista que vivió y murió como solo los románticos saben hacerlo, entre sombras, emociones intensas y la melancolía de lo que pudo haber sido.

¿La gloria literaria?: cómo Bécquer alcanzó el Olimpo literario después de morir_

Cuando Gustavo Adolfo Bécquer murió, en diciembre de 1870, era conocido fundamentalmente como periodista. Su nombre resonaba en las redacciones y en los salones literarios de Madrid, pero no como autor consagrado de una obra poética, sino como articulista fino, cronista agudo y redactor de estilo elegante. Aunque había logrado publicar algunas de sus Rimas y Leyendas de manera dispersa en periódicos y revistas, lo cierto es que en vida jamás llegó a ver su obra reunida en un solo volumen. Nunca publicó un libro.

Lo intentó, sin embargo. En 1868, animado por la necesidad de consolidar su legado literario, entregó a su amigo y protector Luis González Bravo un manuscrito titulado El libro de los gorriones, que contenía buena parte de las composiciones que hoy conocemos como Rimas. Su intención era clara: lograr, por fin, la edición de su obra poética. Pero el destino, siempre caprichoso con los artistas románticos, frustró aquel anhelo. Ese mismo año, la revolución de septiembre que derrocó a Isabel II alcanzó también la residencia de González Bravo, que fue asaltada y saqueada. Entre los objetos perdidos en los disturbios se encontraba el manuscrito de Bécquer.

Lejos de rendirse, el poeta emprendió entonces la titánica tarea de reescribir sus versos de memoria, recuperando con paciencia y pasión lo que el azar había intentado arrebatarle. Ese esfuerzo titánico habla no solo de su tenacidad, sino también de la íntima convicción que tenía sobre el valor de su propia poesía.

Aun así, la publicación definitiva no llegó en vida. Sería su círculo de amigos —conmovidos por su muerte temprana y decididos a preservar su legado— quienes recopilarían y editarían sus poemas poco después de su fallecimiento. En 1871 apareció Rimas y leyendas, un volumen que no solo recogía sus textos más conocidos, sino que buscaba construir, a través de ellos, una especie de biografía poética. Fue entonces, y solo entonces, cuando comenzó realmente la gloria literaria de Bécquer.

Una gloria póstuma, como tantas en la historia de la literatura, que terminó por elevarlo al lugar que durante su vida le había sido esquivo: el del poeta nacional, el romántico por excelencia, el alma sensible que, entre susurros y soledad, supo tocar el corazón de generaciones futuras.

Nace la leyenda: cómo sus amigos construyeron al Bécquer que hoy recordamos_

En sus últimos días, consciente quizá de la fragilidad de su existencia pero también del valor duradero de su obra, Gustavo Adolfo Bécquer expresó un deseo a quienes le rodeaban:

—“Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo.”

Estas palabras, proféticas y conmovedoras, marcarían el inicio de su conversión definitiva en leyenda. Sus amigos más cercanos, decididos a cumplir esa última voluntad, organizaron una suscripción popular con la que lograron reunir los fondos necesarios para publicar, en 1871, el primer volumen de Rimas de forma póstuma. No obstante, el resultado no fue una edición neutra ni fiel al manuscrito original, sino una obra cuidadosamente seleccionada y reordenada, con un claro propósito simbólico.

Según los biógrafos actuales, ese proceso editorial fue clave en la mitificación del poeta. Los amigos de Bécquer, movidos por una mezcla de afecto, estética romántica y cálculo editorial, decidieron incluir solo aquellas composiciones de tono intimista y literario, excluyendo deliberadamente otros textos —ensayos, artículos, cartas e incluso poemas— que dejaban entrever su faceta más comprometida: la del hombre implicado en los debates políticos de su tiempo, el periodista con ideología, el observador lúcido de su sociedad.

De este modo, el Bécquer que nos legaron fue, en cierto modo, una creación. Una figura perfilada según los cánones del Romanticismo tardío: el poeta enamorado, dolido, solitario, entregado al misterio y consumido por la melancolía. La historia de un amor idealizado, de un desengaño profundo y de una muerte precoz —tan perfecta en su dramatismo— terminó imponiéndose sobre la figura más real, más poliédrica y tal vez menos literaria, del hombre que fue.

Y así, como tantas veces en la Historia, la posteridad no heredó tanto al Gustavo Adolfo Bécquer que vivió y escribió, como al Bécquer que se quiso recordar. El mito nació en el momento justo en que la voz del poeta se extinguía… y sigue resonando, como un eco tenue pero persistente, entre los versos que aún hoy nos conmueven.

Bécquer en la memoria de Madrid: el poeta eterno que aún habita sus versos_

En 1974, más de un siglo después de su muerte, la ciudad de Madrid rindió homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer erigiendo un monumento en el Parque de la Fuente del Berro, un rincón sereno y arbolado que parece hecho a medida para la memoria del poeta. La escultura, obra de Santiago de Santiago, lo representa en actitud reflexiva, con las manos a la espalda y el rostro ligeramente inclinado, como absorto en un pensamiento lejano. A su izquierda, la alegoría de las Rimas; a su derecha, la de las Leyendas: dos pilares de su legado literario, convertidos aquí en figuras de mármol que custodian su paso eterno.

El conjunto se alza junto a un pequeño estanque, como si el agua, en su transparencia movediza, quisiera evocar la naturaleza fugaz y emotiva de su poesía. Ataviado con ropas de época, el Bécquer esculpido no es tanto el hombre que caminó por las calles de Madrid, sino el mito que éstas aún recuerdan: el poeta que vivió a la sombra de su propia leyenda, aquel que no vio publicada su obra poética en vida pero que acabaría conquistando la inmortalidad literaria.

Y es que, aunque con el tiempo hayamos aprendido a distinguir entre el Gustavo Adolfo Bécquer romántico y el Gustavo Adolfo Domínguez Bastida real, hay una verdad que permanece incontestable: sin su voz, la poesía en castellano no sería la misma. La lírica moderna nace con él. Autores como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Luis Cernuda no pueden entenderse sin esa delicada estela que dejó su palabra.

Sus versos, esenciales y delicados, siguen grabados en la memoria colectiva. Todavía hoy, muchos los repetimos sin pensar, como oraciones laicas de una sensibilidad que no ha envejecido. Y es que Bécquer, como pocos, supo tocar las fibras más hondas del alma con una musicalidad sencilla, íntima, pura.

Para muestra, un botón:

Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales

jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha a contemplar,

aquellas que aprendieron nuestros nombres…

¡esas… no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas

de tu jardín las tapias a escalar,

y otra vez a la tarde aún más hermosas

sus flores se abrirán.

Pero aquellas, cuajadas de rocío

cuyas gotas mirábamos temblar

y caer como lágrimas del día…

¡esas… no volverán!

Volverán del amor en tus oídos

las palabras ardientes a sonar;

tu corazón de su profundo sueño

tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas

como se adora a Dios ante su altar,

como yo te he querido…; desengáñate,

¡así… no te querrán!

Gustavo Adolfo Bécquer. Rimas, 1871.


Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida. Historia de Madrid

Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida (Sevilla, 1836-Madrid, 1870)

Si pudiera hacerse la disección de las almas, cuantas muertes misteriosas se explicarían
— Gustavo Adolfo Bécquer


¿Cómo puedo encontrar el monumento a Gustavo Adolfo Bécquer en Madrid?