El lado femenino

Monumento a Juan Valera. Historia de Madrid

Monumento a Juan Valera. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Juan Valera y Pepita Jiménez: cuando el alma masculina abraza lo femenino

¿Como hombre, conoces tu lado femenino? ¿Y tú, como mujer, has explorado tu dimensión masculina? Para algunos, tan solo plantear esta dualidad puede generar cierta incomodidad, quizás por el temor de que se cuestione su identidad u orientación sexual. Sin embargo, nada más lejos de la realidad.

Durante siglos, la educación infantil se ha empeñado en trazar fronteras rígidas entre los roles de género: niñas por un lado, niños por otro. Esta separación artificial ha limitado el desarrollo emocional natural de las personas, cercenando su capacidad para expresar ciertos sentimientos, considerados “impropios” según su sexo. Y así nos ha ido... Arrastramos generaciones de hombres y mujeres que, por miedo al juicio de su entorno —padres, maestros, amigos—, han reprimido sus emociones más profundas, condenándose, muchas veces, a una vida interior insatisfecha o directamente infeliz.

En el fondo, hombres y mujeres compartimos una naturaleza dual que nos brinda la valiosa posibilidad de comprendernos mutuamente, de ponernos en la piel del otro y de enriquecer nuestra experiencia vital con matices emocionales ajenos —o quizás no tanto— a nuestro género biológico. El lado femenino de un hombre es tan natural como el masculino que habita en toda mujer: un complemento emocional que no nos debilita, sino que nos completa.

Este equilibrio, esta armonía entre lo masculino y lo femenino, fue precisamente una de las claves del universo literario —y personal— de uno de los grandes novelistas del siglo XIX español: Juan Valera. Su obra, en especial Pepita Jiménez, no solo revela una profunda comprensión del alma femenina, sino también una sensibilidad que trasciende las convenciones de su tiempo, convirtiéndolo en un autor excepcionalmente moderno en su manera de sentir y de narrar.

La educación femenina en el siglo XIX: criadas para cuidar, formadas para influir_

En la España del siglo XIX, la sociedad fomentaba desde la infancia una marcada diferenciación entre los roles asignados a hombres y mujeres. La educación femenina se diseñaba específicamente para perpetuar las cualidades consideradas "propias" del sexo femenino. Desde muy pequeñas, las niñas eran instruidas en disciplinas como la costura, el buen vestir, el cuidado del cuerpo y del hogar, la lectura de libros religiosos y las labores culinarias. El dominio de estas habilidades no era anecdótico, sino que constituía el ideal de mujer al que se aspiraba en aquel momento histórico.

Contrariamente a lo que podría suponerse desde una perspectiva contemporánea, esta formación no implicaba necesariamente que se percibiera a la mujer como un ser inferior al hombre. Más bien, su función se concebía como esencial para el equilibrio y el progreso del orden social. La mujer, en tanto madre, esposa o hermana, no solo tenía el privilegio —y la carga— de engendrar y criar a las futuras generaciones, sino que también desempeñaba un papel clave en la formación moral, emocional e intelectual del hombre. Ella era la educadora silenciosa y constante del núcleo familiar.

El hogar era su espacio natural, su ámbito de influencia. Allí debía ejercer como guía espiritual, afectiva y práctica, encargada de la administración doméstica y del bienestar de su esposo e hijos. Por ello, paradójicamente, se consideraba que su educación debía ser incluso más esmerada que la del varón, pues su influencia se proyectaría sobre toda la familia y, por extensión, sobre la sociedad entera. Como madre, estaba llamada a formar ciudadanos responsables; como esposa o hermana, debía inspirar confianza, alentar en los momentos difíciles y ser sostén emocional del hombre.

En este marco, las virtudes femeninas más valoradas eran el recato, la honestidad y el pudor. Estos atributos se exaltaban no solo como cualidades personales, sino como pilares del orden moral colectivo.

El Estado, consciente del papel estratégico que desempeñaba la mujer en la estructura social, asumía la responsabilidad de proporcionar y financiar una educación básica para todas ellas. Esta formación debía ser respaldada por las familias, ya que se consideraba fundamental para el desarrollo moral y cultural de la nación. Así, la figura femenina se moldeaba desde la infancia no para la autonomía, sino para el cuidado, la entrega y la edificación silenciosa del entramado social.

Las heroínas de Valera: mujeres fuertes en tiempos de sumisión_

Este es el marco cultural e ideológico en el que se inscriben las novelas de Juan Valera, obras en las que las mujeres no solo tienen un papel destacado, sino que se erigen como protagonistas absolutas del relato.

Lejos del modelo pasivo y subordinado imperante en su época, las figuras femeninas valereanas destacan por su fortaleza interior y por una notable autosuficiencia emocional. Es precisamente esa solidez psicológica lo que las convierte en irresistiblemente atractivas. La belleza física —siempre presente, como dictaban los cánones estéticos del siglo XIX— aparece en sus novelas casi como un ornamento más, subordinado a lo esencial: la profundidad del carácter.

Las mujeres que habitan el universo narrativo de Valera no son soñadoras ni etéreas; están firmemente ancladas a la realidad cotidiana. Son prácticas, sagaces, ingeniosas, dueñas de una inteligencia aguda que las convierte en auténticas arquitectas de su destino y, en muchos casos, también del de los hombres que las rodean. Ellas son el contrapunto lúcido frente a los varones, a menudo idealistas, contemplativos o moralmente indecisos, que sin el consejo, la guía y la influencia de estas mujeres jamás habrían alcanzado la plenitud como individuos. La mujer valereana es, por tanto, una musa, sí, pero discreta, terrenal, profundamente humana.

A lo largo de su trayectoria vital, Juan Valera —escritor, político y diplomático cordobés— descubrió, no sin contradicciones, que la capacidad de comprender el alma femenina podía ser una fuente inagotable de inspiración, pero también de desasosiego. Las mujeres de su entorno más íntimo no solo marcaron su sensibilidad, sino que ejercieron una influencia decisiva en la configuración de su personalidad. Le educaron emocionalmente, le enfrentaron a sus propias limitaciones y le ayudaron a forjar una mirada del mundo más compleja y matizada. Fue esta experiencia personal la que le distinguió de muchos de sus contemporáneos, convirtiéndole en un autor atípico en el panorama literario de finales del siglo XIX.

De Cabra al mundo: los dos rostros de Juan Valera_

Juan Valera y Alcalá-Galiano nació el 18 de octubre de 1824 en Cabra, un enclave del corazón de Córdoba, en el seno de una familia aristocrática profundamente arraigada en la tradición andaluza. Su infancia transcurrió entre los paisajes y costumbres del mundo rural andaluz, un entorno que dejaría una impronta indeleble en su sensibilidad estética y que más tarde evocaría con ternura, ironía y precisión en gran parte de su obra novelística.

La sólida formación humanística que recibiría en sus años mozos comenzó en el seminario de Málaga, donde cursó estudios de Lengua y Filosofía entre 1837 y 1840. A continuación, prosiguió su formación superior en la Universidad de Granada, dedicándose al estudio de Filosofía y Derecho. Esta doble vertiente académica —espiritual e intelectual— marcaría el tono de su pensamiento: un equilibrio entre la contemplación moral y el análisis racional, entre lo etéreo y lo jurídico.

Su vida dio un giro decisivo cuando ingresó en el cuerpo diplomático, una carrera que le llevaría a representar a España en diversas embajadas de Europa y América. Esta etapa lo transformó en un verdadero hombre de mundo: cosmopolita, refinado, observador y profundamente cultivado. La elegancia de sus modales, su brillantez retórica y una ironía sutil pero incisiva se convirtieron en rasgos distintivos de su personalidad pública, así como de su estilo literario.

Gracias a esta experiencia diplomática, Valera amplió su horizonte vital y cultural, conectando el mundo tradicional del campo andaluz con los círculos ilustrados y sofisticados de las capitales europeas. Supo así conjugar en su figura una doble identidad: la del caballero andaluz de raíces clásicas y la del intelectual moderno, abierto al pensamiento y las corrientes estéticas de su tiempo.

Juan Valera, políglota con duende: ironía y sabiduría con acento andaluz_

Una célebre anécdota, que condensa a la perfección el ingenio, la elegancia y el cosmopolitismo de Juan Valera, tuvo lugar en el Senado español y ha pasado a la historia como uno de los episodios más memorables del parlamentarismo decimonónico.

Corría el año 1871 cuando el diputado cordobés, ya reconocido como brillante orador, intervenía con su habitual soltura en la Cámara Alta. Durante su discurso, mencionó al célebre dramaturgo inglés William Shakespeare, pero lo hizo pronunciando su apellido tal y como se leería en español, con naturalidad andaluza. Este detalle, nimio en apariencia, provocó las risas condescendientes de algunos senadores, que se sintieron autorizados a burlarse de la “falta” de refinamiento lingüístico.

Valera, lejos de inmutarse, interrumpió su discurso con una sonrisa serena y respondió con una ironía afilada y elegante:


—Perdón, señores; creí que no sabían inglés.

Y sin más, continuó su intervención en un impecable inglés, dejando a sus señorías boquiabiertos y, lo que es peor para ellos, completamente descolocados. Desde ese instante, quienes antes se habían reído quedaron al margen del contenido del discurso, incapaces de seguir el hilo de unas palabras que ya no entendían.

La anécdota, además de revelar su agudeza, pone de manifiesto un rasgo poco común en la clase política y literaria de la época: su dominio de múltiples lenguas. Juan Valera, diplomático de carrera, había representado a España en destinos tan diversos como Nápoles, Lisboa, Río de Janeiro, Dresde, San Petersburgo, París, Viena o Washington. No solo hablaba inglés con fluidez, sino que también se desenvolvía con soltura en francés, italiano y alemán, lo que le convertía en un verdadero políglota —y en un hombre de mundo en el más pleno sentido del término.

Eso sí, nunca renegó de su acento andaluz, que llevaba con orgullo incluso en sus intervenciones más solemnes. En él convivían, sin estridencias, el espíritu cosmopolita del diplomático y la raíz popular del escritor que nunca olvidó sus orígenes en la luminosa tierra de Cabra.

De articulista brillante a novelista enamorado del alma femenina_

Antes de consagrarse plenamente a la narrativa, Juan Valera cultivó con brillantez otros géneros literarios e intelectuales. Fue un agudo articulista, ensayista riguroso y fino crítico literario. En sus escritos abordó cuestiones filosóficas, históricas y políticas, así como análisis de autores y obras tanto clásicas como contemporáneas, siempre con una mirada aguda, elegante y penetrante. Su pluma, siempre refinada, oscilaba con soltura entre la erudición y la ironía.

Fue ya en la madurez —de forma algo tardía en comparación con otros escritores de su generación— cuando se volcó de lleno en la creación novelística. Y lo hizo con una destreza sorprendente, como si toda su experiencia vital y su bagaje cultural hubiesen estado aguardando el momento oportuno para volcarse en la ficción.

Sus novelas, además de reflejar el vasto conocimiento adquirido durante su dilatada carrera diplomática, destilan un gusto por el refinamiento, la belleza, la elegancia de formas… y también una clara fascinación por el universo femenino. Valera fue un confeso y contumaz mujeriego, una inclinación que nunca ocultó y que, de hecho, celebraba con cierta desenvoltura.

“Esta afición mía a las faldas es terrible”
— Juan Valera

Esa afición, lejos de quedarse en el terreno de la frivolidad, marcó profundamente su biografía sentimental y su evolución como escritor. Los múltiples amores que experimentó a lo largo de su vida —algunos platónicos, otros apasionados, todos formativos— fueron esculpiendo una rara capacidad de introspección y empatía hacia el alma femenina. A través de sus vivencias amorosas, Valera adquirió una educación sentimental que más tarde trasladaría con maestría a la ficción, logrando personajes femeninos de gran profundidad psicológica y autenticidad.

Ya desde joven, "Juanito" —como le llamaban en su entorno familiar— apuntaba maneras de donjuán, combinando su atractivo natural con una curiosidad casi obsesiva por el universo de las mujeres. No es casual que buena parte de su legado literario consista en la recreación de relaciones complejas entre hombres idealistas y mujeres inteligentes, sutiles y emocionalmente maduras. Más que un simple seductor, Valera fue un observador apasionado del amor y de sus múltiples formas, virtudes y contradicciones.

Primeras pasiones de Valera: del amor imposible a la musa intelectual_

En 1848, con apenas veinticuatro años, Juan Valera emprendió su carrera diplomática como agregado en la Embajada del duque de Rivas en Nápoles. Fue allí, entre los ecos de la ópera y los salones neoclásicos, donde conoció el primer gran amor de su vida: Lucía Palladi, marquesa de Bedmar. Mujer culta, refinada y de espíritu firme, la marquesa se convirtió en una figura fundamental en la educación sentimental e intelectual del joven cordobés.

Aunque no correspondió a sus deseos amorosos —quizá por la diferencia de edad, quizá por la prudencia de quien conoce las pasiones juveniles—, supo reconducir su entusiasmo con inteligencia. Le animó, incluso le presionó, a estudiar griego, con la esperanza de encauzar el futuro de aquel veinteañero brillante pero algo atolondrado. Valera nunca olvidó esa lección, y durante el resto de su vida reconocería en Lucía no solo una musa, sino también una mentora.

Al año siguiente, en París, el joven diplomático siguió explorando los placeres del mundo y del amor. En sus cartas —siempre lúcidas, a veces pícaras— dejó constancia de su fascinación por la capital francesa y por ciertos ambientes femeninos que frecuentaba con asiduidad:

“París es divertidísimo, pero es menester tener mucho dinero.”
— Juan Valera

Con veintisiete años fue ascendido a Secretario de la Legación en Brasil, y desde allí continuó nutriendo su correspondencia con descripciones de su vida social y amorosa. En una de esas cartas, escrita con fina ironía y no poca complicidad, alude a una apasionada relación con una baronesa, cuya identidad y detalles omitimos aquí por pudor —aunque, como bien saben los curiosos, tales escritos son fácilmente accesibles en archivos y publicaciones digitales.

Cinco años más tarde, en 1856, Valera fue destinado a la Misión Extraordinaria en San Petersburgo, encabezada por el Gran Duque de Osuna. Allí, en medio del frío imperial ruso, continuó su carrera diplomática, ahora con el empleo de Secretario. Su paso por Rusia fue menos romántico que sus estancias anteriores, pero no por ello menos significativo en su formación vital y cultural. Cada destino, cada ciudad, cada relación amorosa o intelectual, añadía un nuevo matiz a la compleja paleta emocional e ideológica de un hombre que, aunque nacido en la Andalucía rural, acababa convirtiéndose en un sofisticado cronista del alma humana.

El amor como tragedia: el escándalo que llevó a Valera al altar_

Alcanzada ya la treintena, Juan Valera vivió el que sería, sin duda, el episodio amoroso más intenso y devastador de su vida: su relación con la actriz francesa Madeleine Brohan. Aquella pasión desbordada, tan romántica como tormentosa, marcó un antes y un después en su trayectoria sentimental. El diplomático andaluz, hasta entonces encantado de ejercer de galán cosmopolita, descubrió entonces que el amor, cuando duele, puede volverse un infierno. La ruptura con Madeleine lo sumió en un estado de desesperación íntima, tan profunda como inesperada para alguien acostumbrado a controlar las emociones ajenas… y las propias.

En un intento desesperado —y completamente erróneo— por olvidar a una mujer ocupándose de otras, Valera protagonizó en 1867 un episodio digno de enredo teatral, más propio de un vodevil que de la vida diplomática. En febrero de ese año, llegó a verse envuelto en no una, sino hasta cuatro posibles promesas matrimoniales simultáneas: Rafaelita, Magdalena Burgos, Carmela Castro y una enigmática dama conocida simplemente como “la de París”.

Acorralado por la espiral de compromisos, el escritor ideó una estratagema tan absurda como reveladora de su desesperación: pidió a un amigo, por carta, que hiciera correr el rumor de que era un hombre perdido, indigno de confianza, para así desanimar a sus pretendientes. Pero ya era demasiado tarde. El escándalo era inminente, y a finales de ese mismo año, sin margen de maniobra ni posibilidad de escapatoria, no tuvo más remedio que casarse con Dolores Delavat.

De esa unión nacieron tres hijos, pero el matrimonio estuvo muy lejos de ser feliz. La relación, marcada por la decepción y el desencanto, fue deteriorándose hasta desembocar en una separación de hecho, cuidadosamente disimulada para salvar las apariencias ante la sociedad. Como buen hombre del siglo XIX —y más aún, como figura pública— Valera sabía que el respeto social se sostenía, en gran parte, en la apariencia de una vida ordenada.

El matrimonio con Dolores fue, en cierto modo, la última estación de su agitado periplo amoroso. A partir de entonces, sus pasiones se volcarían, con mayor serenidad y profundidad, en la creación literaria. Y sería allí, en sus novelas, donde Valera sublimaría sus vivencias, fracasos y lecciones sentimentales, dando forma a algunas de las figuras femeninas más memorables de la literatura española.

El último suspiro romántico: Katherine Bayard y la herida de Washington_

A sus más de sesenta años, lejos ya de la juventud pero no de su carisma, Juan Valera fue destinado a Washington como ministro Plenipotenciario. Y fue allí, en la capital política del Nuevo Mundo, donde una vez más su encanto dejó huella. Katherine C. Bayard, hija adolescente del Secretario de Estado norteamericano, se enamoró profundamente de él. A pesar de la diferencia de edad —y del carácter imposible de la relación—, Valera, con su elegancia cultivada, su inteligencia brillante y su innegable magnetismo personal, volvió a despertar una pasión que traspasó lo socialmente aceptable y, finalmente, lo trágico.

El 13 de enero de 1886, apenas tres días después de que se hiciera pública su inminente marcha a Bruselas, Katherine, desesperada ante la perspectiva de la separación, se quitó la vida. El suceso conmocionó a la alta sociedad de Washington y sumió a Valera en un silencio amargo. Aunque él nunca escribió públicamente sobre el episodio, sus cartas posteriores denotan un tono más sombrío, una melancolía serena que acaso se encadenaba a aquel dolor mudo.

A lo largo de su vida, Juan Valera fue muchas cosas: diplomático, literato, político, crítico, articulista, seductor… Pero, por encima de todo, fue un hombre que amó. Amó intensamente, amó con pasión, con ternura, con gozo y con sufrimiento. Amó a muchas mujeres, y a través de ellas, comprendió con una lucidez rara para su tiempo la complejidad del alma femenina.

Esa concepción profunda, casi reverencial, del amor y sus múltiples formas quedó plasmada en muchas de sus novelas: El comendador Mendoza, Las ilusiones del doctor Faustino, Pasarse de listo, Doña Luz, Juanita la Larga, Genio y figura, Morsamor… Todas ellas son, en cierto modo, estaciones de ese largo viaje emocional. Pero sería en Pepita Jiménez, publicada en 1874, donde Valera alcanzaría la culminación de su arte: una obra que condensa no solo su maestría narrativa, sino también la esencia de su experiencia vital, su particular manera de entender el amor, la moral y el deseo.

Pepita Jiménez, la novela que convirtió a Valera en leyenda_

Redactada en su mayor parte en forma epistolar —un recurso narrativo que otorga al lector la ilusión de estar accediendo a una intimidad auténtica—, Pepita Jiménez narra el proceso de seducción de Luis Vargas, un joven seminarista, por parte de una hermosa y perspicaz viuda andaluza, la inolvidable Pepita. Pero más allá del aparente argumento amoroso, Juan Valera construye en esta novela una refinada exploración del conflicto entre el amor espiritual y el deseo terrenal, entre la vocación religiosa y la llamada de la vida. Todo ello bajo el prisma de una ironía elegante y sutil, que evita el juicio moral y permite una lectura profundamente moderna para su tiempo.

Publicada en 1874, Pepita Jiménez se convirtió en un fenómeno editorial sin precedentes en la literatura española del siglo XIX. Fue traducida a más de diez lenguas y superó los 100.000 ejemplares vendidos en vida de su autor, una cifra extraordinaria en una época en la que el analfabetismo era aún elevado y el acceso al libro, restringido. Su éxito traspasó fronteras y convirtió a Valera en una figura de referencia dentro y fuera de España.

Tal fue su impacto que incluso inspiró al compositor Isaac Albéniz, quien compuso una ópera homónima basada en la novela, una muestra más del poderoso influjo que ejerció esta obra en el imaginario cultural de la época.

Pepita Jiménez no solo consagró a Valera como novelista, sino que representa la síntesis de su mundo interior: la tensión entre lo sensual y lo ideal, la observación psicológica aguda, la exaltación del amor como motor de la vida… y el retrato de una mujer que, como muchas de las que conoció y amó, no se deja reducir a estereotipos, sino que actúa, elige y, sobre todo, siente con plenitud.

Un monumento, dos almas: Valera y Pepita, una pareja inseparable_

La última etapa de la vida de Juan Valera transcurrió en silencio, lejos ya del bullicio de la vida diplomática y literaria que tanto lo había definido. Aquejado por los años y sumido en la oscuridad de la ceguera, pasó sus últimos días recluido en su domicilio de la madrileña Cuesta de Santo Domingo, donde falleció el 19 de abril de 1905. Tenía ochenta años, y con él se extinguía una de las voces más elegantes, cultas y sutiles de la literatura española del siglo XIX.

Sin embargo, su legado —tan luminoso como lo fue su espíritu— encontró un símbolo tangible y conmovedor en el monumento que, desde 1928, adorna el Paseo de Recoletos en Madrid. Obra del escultor Lorenzo Coullaut-Valera, sobrino del escritor y una de las figuras más reconocidas del panorama artístico de su tiempo, la escultura nos invita a viajar con la imaginación al Madrid literario de los cafés, tertulias y volúmenes encuadernados en cuero.

El monumento es, en apariencia, sencillo: un busto de Juan Valera sobre un sobrio muro de piedra caliza. Pero el verdadero alma de la obra se encuentra a sus pies, donde descansa, grácil y serena, la figura sedente de Pepita Jiménez. Ataviada con un vestido de pliegues suaves y volantes elegantes, sonríe con una expresión serena, casi cómplice. Es el espíritu de la Andalucía luminosa que Valera tanto amó; es la mujer real e ideal, sensual y reflexiva, libre y sabia, que él supo elevar a la categoría de símbolo.

Así se establece, en piedra y bronce, una unión inmortal: la del autor y su criatura, la del hombre y su musa. Pepita Jiménez, la más célebre de sus protagonistas, no solo encarna un ideal femenino, sino que representa también la fusión entre vida y literatura que caracterizó toda la obra de Valera.

Porque si algo definió a Juan Valera no fue solo su amor por las letras, sino su admiración profunda —y a menudo dolorosa— por las mujeres. Ellas fueron, para él, inspiración, escuela, consuelo, tormento… y sobre todo, espejo de la complejidad humana. En sus novelas, las dotó de voz, de inteligencia, de dignidad y de deseo. Las convirtió en heroínas atemporales, capaces de desafiar al tiempo, a las convenciones y a la superficialidad de las modas.

Ese es, quizás, su mayor legado: haber elevado lo femenino a literatura sin artificio, sin moralina y sin condescendencia. Y haberlo hecho con tanto arte que, aún hoy, cuando paseamos por Recoletos y nos detenemos frente a ese monumento discreto y hermoso, sentimos que Pepita y Juan siguen allí, conversando en silencio bajo los árboles, eternamente unidos por la mirada del lector.


Juan Valera (Córdoba, 1824 - Madrid, 1905). Historia de Madrid

Juan Valera (Córdoba, 1824 - Madrid, 1905)

La hermosura es una obra de arte soberana y, aunque caduca y efímera, que desaparece un día, es eterna cuando ha entrado una vez en la mente humana. Se ha hecho inmortal una vez percibida
— Juan Valera


¿Cómo puedo encontrar el monumento a juan valera en Madrid?