Renglones torcidos
Quevedo en Madrid: crónica hater del Siglo de Oro
I. Pesadilla gongorina: el infierno perfumado de Quevedo_
Camino.
Sin cojear.
Rápido, elegante, erguido. Como si el demonio que me torció las piernas hubiese tenido la decencia de arrepentirse. Me miro los pies: derechos. Me toco la espalda: recta. Me asusto.
Voy vestido con sedas de colores pastel y volantes bordados, como una empanadilla de Pascua. Llevo un sombrero ridículo, con plumas y encajes, y una sonrisa que no reconozco. Me saludan por la calle, las damas me lanzan pañuelos y yo… ¡los recojo! ¡Los beso! ¡Hago una reverencia!
Aparece Góngora.
Sí, Góngora.
Me abre los brazos como si fuésemos compadres de versos y aguardiente. Me dice “hermano mío”, me mira embelesado, me abraza. ¡Me abraza como a quien se admira! Y yo —que suelo escupirle la sintaxis— le devuelvo el abrazo.
Peor aún: lo elogio. Le digo que su poesía es clara, que sus versos iluminan, que su estilo debería enseñarse en las escuelas… ¡Me estoy tragando mis propios insultos como si fueran hostias consagradas!
Una música celestial suena. Se alza una tarima y me empujan al centro. Me entregan un pergamino con bordes dorados: “Premio al poeta más dulce del reino”.
Y entonces… ¡recito! Lo que sale de mi boca no es sátira ni concepto, sino un poema melifluo, lleno de maripositas, claveles, vírgenes suspirantes y pajaritos que filosofan sobre el alma. Cada palabra me rebota en el paladar como un pastel empalagoso.
Aplauden… ¡y yo agradezco!
Digo “gracias” con voz de doncella, y me emociono… ¡me emociono, por Satanás!
Entra en escena el Conde-Duque de Olivares. Me sonríe. Baja las escaleras como si pisara nubes. Y yo, sin control ni dignidad, me arrodillo como un cortesano de opereta y le beso la mano.
Con voz de ruiseñor castrado le digo que su gestión es sabia, que su política es justa, que su sola presencia inspira poesía… ¡y le compongo un romance!
“Excelencia brillante,
astro del buen gobernar,
vuestro verbo es un altar
y vuestro pulso, constante…”
Me arde la lengua mientras lo digo, pero no puedo parar.
De pronto me rodean frailes, censores y académicos. Me nombran Doctor en Gongorismo Aplicado. Me regalan una silla en la Real Academia de la Moral Mojigata. Me piden que supervise una nueva edición de poesía edificante para niños… ¡y acepto!
Todo el mundo me aplaude. Las mujeres suspiran, los poetas me besan el anillo y alguien me entrega una égloga con dedicatoria: “A Don Francisco, faro de dulzura”.
Y justo cuando el Rey me llama para encomendarme un poema al Espíritu Santo en forma de villancico… me veo en un espejo.
No soy yo. Soy un Quevedo lavado, peinado y domesticado. Una caricatura perfumada de mí mismo.
Entonces… me despierto.
La estancia gira. Tengo el cuerpo hecho trapo, la lengua amarga y la frente húmeda.
—¡Ave María purísima!
Respiro hondo. Escupo al suelo.
Estoy vivo. Estoy torcido. Estoy a salvo.
Todo ha sido una pesadilla. Una visión infernal, fabricada por el vino barato, la mala cena y los demonios que se entretienen con la conciencia de quienes escribimos demasiado.
—Si algún día me sorprendéis elogiando a Góngora o componiendo versos con florecitas… —murmuro— degolladme gratis. Será acto de misericordia.
II. Un amanecer entre resaca y versos_
(Calle de la Madera. Madrid, mayo de 1624)
Abro los ojos. Más bien, los entreabro. El mundo entra por ellos como una comitiva de tamborileros borrachos. Hay luz, hay ruido, hay vida… todo empieza sin mi permiso.
El techo sigue donde lo dejé anoche: encima y algo sucio.
La cama cruje como si protestara por tener que sostenerme un día más. Y el aire… el aire huele a mí.
La lengua me sabe a misa de difuntos y a vino de cuarta. El estómago me insulta en latín. El hígado rema a contracorriente. La espalda se queja; la pierna derecha cruje y la izquierda… la izquierda hace lo que puede, que ya es bastante.
Respiro hondo. Busco los quevedos —mis anteojos, no mis antepasados—. Están al borde de la mesilla, torcidos como mi destino. Me los calo sobre el ceño. El mundo sigue igual de feo, pero al menos lo distingo con resignación estoica, claro.
Estoy en mi casa de la calle de la Madera, ese cuchitril noble donde duermo, escribo y maldigo a partes iguales.
Desde la ventana se escucha Madrid desperezándose: pregones, cascos de mulas, blasfemias, gallos histéricos y alguna carcajada tempranera. La ciudad respira… con aliento de ajo, vino y polvo.
Me incorporo. Mal. Muy mal. El mundo gira como si me debiera una explicación.
Toco mi cabeza. Está en su sitio, pero parece prestada. Tengo la calva caliente y las ideas frías.
Busco algo de agua. No hay. El botijo llora seco. El orinal, en cambio, está lleno. Qué ironía.
La noche anterior fue generosa: tres tabernas, dos partidas de naipes amañadas y una discusión con un botarate gongorino que terminó con un soneto improvisado y un diente menos.
Miro el escritorio. Apuntes desordenados, borradores de versos, mi lista de agravios pendientes y una carta a medias dirigida a un tal “Excelentísimo asno Olivares”. Debo revisar si me pasé con los epítetos… o me quedé corto.
Me siento. Frente a mí, un papel en blanco me provoca. Me mira con la soberbia de los vírgenes… y yo, con las tripas alerta y la lengua en rebeldía, le prometo guerra.
Cierro los ojos un momento. Recompongo pensamientos. Los abro de nuevo.
Estoy vivo. Cojo, zambo, torcido, feo como una amenaza fiscal y apaleado por la noche, pero vivo.
El sol entra por la ventana y la vida late en la calle. Empieza un nuevo día para mí, don Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, y promete desgracia, vino, enemistades y versos como puñales.
Gracias a Dios.
III. Duelo, pluma y espionaje: las rutinas de Quevedo_
(O cómo vivir tres vidas y que las tres huelan a pólvora)
Tomo la pluma. La acaricio como quien palpa un cuchillo antes de una pelea. No es una herramienta, es un arma, y como tal la uso.
A veces me pregunto qué soy. Algunos me llaman poeta, otros espía, y no faltan quienes me reconocen antes por la empuñadura del estoque que por la firma. Todos tienen razón. No nací para un solo oficio: nací para molestar desde todas las trincheras.
Como poeta, escribo con los dientes apretados. No por amor —eso se lo dejo a los idiotas—, sino por furia. Verso que no muerde es verso muerto… y yo no sirvo para redactar epitafios, sino para firmar cicatrices.
Hoy me espera una visita del censor. Viene a leer mis últimos papeles. Dice que mi tono es “impropio”. Yo digo que es necesario. El imbécil no distingue entre sátira y pecado. Ya le enseñaré la diferencia: la sátira se ríe de él; el pecado… lo describe.
Como espía, también tengo cuentas pendientes. Todavía llegan cartas de Venecia, selladas con lacre oscuro y promesas de silencio. La pluma cambia de tinta cuando el mensaje es secreto. ¿Quién mejor que yo para infiltrar mentiras y verdades según convenga?
Sirvo al Duque de Osuna. Le debo exilio, hambre, miedo… y también el orgullo de haber sobrevivido a Nápoles sin perder un dedo. Me usó como mensajero, como sabueso y como sombra. Yo cumplí y, como premio, el Conde-Duque de Olivares me mandó a criar polvo a Torre de Juan Abad.
Y en cuanto a duelista… —Ah, el duelo —me digo mientras acaricio la empuñadura que cuelga del respaldo de la silla—. El único deporte que respeto. El duelo te pone en tu sitio: en el sitio que merece tu honor.
Una vez discutí con un tal Pacheco de Narváez —maestro de esgrima, pavoneo y presunción—. Quiso corregirme la forma de caminar. Le corregí yo la forma de respirar. Y aun así sobrevivió, para mi desgracia.
Mi cojera, por cierto, no me impide batirme. Más bien me da ventaja: los contrarios me subestiman. Mala idea. La muerte no pregunta si uno cojea antes de morder.
Pienso, mientras repaso un soneto dirigido a Olivares, si no sería más rápido retarle. Pero no se deja… está rodeado de criados, ministros, aduladores y soldados. Con él, mi duelo es literario. El más cruel de todos.
Así paso las mañanas: entre líneas cifradas y rimas descosidas; entre tinta espesa y acero afilado; entre ideas peligrosas y gestos calculados.
Como veis, no soy cortesano, pero frecuento la corte. No soy soldado, pero llevo acero. No soy santo, pero tengo mis propias devociones: la palabra justa, la estocada limpia y la mirada que atraviesa la mentira como si fuera niebla.
Escribo porque el mundo no se endereza solo.
—No vine a complacer bobos, ni a escribir para académicos con halitosis de cátedra. Vine a vivir torcido, ver poco y decir mucho —mascullo, mientras cojo mi sombrero.
Y si algún día muero por lo que digo, que al menos no me entierren con la pluma seca.
IV. Paseo por el barrio de las Musas: amigos y enemigos_
(Donde cada esquina es verso, cada balcón chisme y cada puerta emboscada)
Salgo a la calle, con el cuerpo mal avenido y el alma por definir.
Me persigno con desgana —por si me ve algún cura— y me echo a andar como puedo: arrastrando la pierna buena y maldiciendo con la otra.
Camino. Torcido, sí, pero firme. No tengo prisa ni propósito, salvo dejarme ver y, con suerte, sembrar algún agravio en cada esquina.
Madrid huele a pan quemado, a pis de mula y a sofrito de mercado. A eso lo llaman progreso.
El cielo amenaza sol. Y las calles, como siempre, cumplen su promesa de caos. El empedrado está húmedo por la noche anterior o por algún borracho madrugador. Madrid es así: nunca termina de dormirse; solo cambia de borrachera.
Empiezo a avanzar dejando atrás la calle de la Madera, donde los gatos ya me reconocen por el ruido del bastón. Bajo por la calle del Pez. Saludo a una vendedora de sardinas que huele a pecado rebozado y me guiña un ojo con picardía de arrabal. Me ofrece un desayuno en su casa. Declino. Hoy tengo hambre de otros asuntos.
En la calle del León, el aire se vuelve más literario, pero no más limpio. Aquí viven mis iguales… y eso ya es una amenaza. Todos presumen de escribir mejor que el hambre: poetas, copistas, embusteros, dramaturgos y pendencieros de pluma fina. Dicen que aquí se forja la gloria. Yo creo que aquí se curte la vanidad.
En el mentidero me cruzo con un joven estudiante de Salamanca que recita en voz alta un soneto de alguien que no soy yo. Error.
—Muchacho —le digo—, si vas a perder el tiempo con poesía, al menos que te sirva para insultar con estilo.
—¿Y vos sois…?
—Soy quien te va a ahorrar años de lectura. Lee menos y odia mejor.
Sigo mi camino.
La ciudad se abre en capas de ruido: carros, gritos, risas y disputas por el precio de la col. Y entre todo eso, el rumor de los que se creen inmortales por haber publicado un romance.
En la plazuela del Ángel, el mozo de la taberna me grita:
—¡Don Francisco, ayer se nos quedó una deuda!
—Pues búsquela en mi próximo poema —respondo—, que ahí están todas mis cuentas pendientes.
Doblo hacia la calle de Francos. Y ahí lo veo.
Lope. El Fénix. El insaciable. El intocable.
Camina como quien no pisa el suelo, rodeado de parroquianos que le siguen como discípulos del verbo fácil. Se detiene, bendice a una vieja, regala una rima a un niño, sonríe con esa cara de hombre bueno que a mí me da urticaria. Nos cruzamos.
—Don Lope —le digo con tono neutro.
—Don Francisco —responde él con voz templada, esa que ni ofende ni cura.
Nos respetamos… que no es lo mismo que gustarnos. Entre nosotros hay algo más fuerte que el afecto: la certeza de que solo el otro podría habernos vencido. Pero no hoy.
Más adelante me detengo frente a un grupo de poetas jóvenes, afónicos de tanto recitarse a sí mismos. Discuten si el culteranismo eleva el alma. Me miran como si esperaran sentencia divina.
—¿Queréis elevar el alma? —les suelto—. Pues dejad de escribir como si rabiaseis de estreñimiento.
Silencio. Luego una risa nerviosa. Me alejo antes de que alguno intente justificarse con palabras largas. Yo mido el talento por la capacidad de herir con pocas sílabas.
Y entonces… lo siento: Góngora.
No hace falta verle. Basta ese hedor dulzón a retórica empolvada, a metáfora atiborrada y a desprecio de catedrático.
Ahí está, bajo un soportal, rodeado de sus feligreses, rascándose el ego con su última Soledad.
No me saluda. Tampoco yo. Nos basta existir para ofendernos.
Una vez le dediqué un poema comparando su rostro con una moneda falsa y su verso con una digestión pesada. No respondió. Supongo que no lo entendió.
Sigo caminando. El cuerpo me pide vino; la lengua se afila por inercia.
Paso junto a la casa donde vivió Cervantes. Me detengo.
Un silencio breve. Respeto.
No fue amigo ni enemigo. Fue otra cosa: coloso ajeno, tormenta ya pasada que dejó el cielo cargado.
Finalmente, entro en la imprenta de Juan de la Cuesta. El aprendiz me mira con miedo. Le pregunto si han llegado los ejemplares del Buscón. Me dice que sí, pero que han puesto mal el nombre en la portada.
—¿Y qué pusieron?
—“Don Pablo Quevedo”.
—¿Quién firmó eso?
—Un tal Lafuente.
—Dígale que escriba su propio libro, entonces. Y que lo firme con su apellido. O con su vergüenza, si la encuentra.
Salgo. Vuelvo a pisar calle.
El barrio hierve: mancebas discretas, mercaderes con prisa, plumas sueltas, criados que espían, poetas sin papel y nobles sin vergüenza. Si el Infierno tuviera una sucursal, sería aquí.
Madrid me observa. Yo le devuelvo la mirada con desconfianza.
Mi bastón golpea el empedrado como quien va marcando enemigos.
Mis pasos no son rectos, pero mis intenciones sí.
Y ya noto en la boca ese sabor a corcho viejo y gloria barata que anuncia el mediodía. Es hora de ir donde la gente dice la verdad sin darse cuenta: a la taberna.
V. De taberna en taberna: como un buen cristiano_
(Porque Dios perdona, pero el vino cura)
El sol ya ha cruzado el meridiano y mi estómago lanza señales de humo. La boca pide pan, pero la lengua exige vino. Y como no me gusta contrariarme a mí mismo —bastante lo hace ya el mundo—, pongo rumbo a la salvación por el único camino recto que conozco: la ruta de las tabernas.
Mi cuerpo protesta, claro. La pierna cojea más que esta monarquía. Pero mi voluntad empuja, guiada por un olfato capaz de distinguir la grasa caliente desde medio barrio.
Entro en La Bota Rancia, taberna de confianza y mugre consolidada. Aquí no se finge, no se frunce el ceño y nadie cita a Horacio sin escupir antes.
—¡Don Francisco! —me recibe el tabernero, limpiando una jarra con un trapo que ha vivido más vidas que San Isidro—. ¿Lo de siempre?
—No, Bartolo, hoy traigo sed nueva. Dame lo que duela, pero no mate.
Me sirve un tinto espeso como pecado encubierto.
Lo huelo. Huele a misa negra. Bebo. Sabe a redención.
Me acomodo en una mesa del fondo, esa con la pata coja —como yo— y vista perfecta a todos los pecados del local. A mi izquierda, un juglar ebrio intenta rimar “amor” con “flor”. Le lanzo una mirada disuasoria. Cambia a “dolor”. Mejor.
Se acerca un joven de aire letrado y aliento de gallina. Me reconoce. Se presenta. Dice que admira mi poesía. Le respondo que eso es como admirar una puñalada ajena.
Hablamos. Me pregunta si El Buscón es autobiográfico.
—¿Tú has tenido piojos?
—No, señor.
—Entonces no lo entenderías.
Lo despido con un gesto. No tengo vocación de maestro ni paciencia de fraile.
Entran unos soldados. Uno me saluda. Es de Nápoles, de cuando yo era sombra del Duque de Osuna. Nos damos un abrazo seco y un trago largo. Hablamos de traiciones, espías, mazmorras y cortesanas con alma de archivo.
—¿Sigue escribiendo versos? —pregunta.
—Sigo. Hasta que alguno me calle o yo me muera. Me da lo mismo cuál llegue primero.
Pido algo de comer. Me traen pan duro, queso sospechoso y chorizo que chilla al cortarlo. Me lo zampo como quien firma un tratado con el hambre.
Bebo otro vaso. El cuerpo se me afloja. La lengua, en cambio, se calienta.
Un clérigo con cara de rosario manoseado me lanza una mirada de reproche desde la barra. Le devuelvo una sonrisa de anticristo en ayunas.
—No se preocupe, padre —le digo—. Aquí solo se peca de palabra. Los hechos los dejo para su gremio.
Risas. Él se santigua. Yo le guiño.
La conversación se anima. Se habla de política, de mujeres, de versos… Preguntan mi opinión sobre el Conde-Duque.
—Es un hombre generoso —respondo—. Me ha regalado más exilios que elogios.
Risas.
—¿Y Góngora?
—¿Góngora? ¿Sigue vivo o solo huele así?
Aplausos.
Una copla se alza desde una mesa cercana. Un borracho entona una estrofa infame. Yo la corrijo al vuelo, en verso y con sorna. El local ríe. Así es esto: doy espectáculo sin moverme del sitio.
Acaba la ronda. Me levanto… o eso intento. La pierna protesta, la cabeza se inclina, el alma flota.
Pago con lo justo. El tabernero me da un abrazo.
—Que Dios le guarde, Don Francisco.
—Ya lo hace, Bartolo. Me esconde donde no me encuentra la gloria.
Salgo a la calle. El sol me da en los ojos como una acusación. El aire está más denso.
Camino. El paso es incierto, pero el rumbo claro: a otra taberna, a otro verso, a otra provocación. Porque hay algo de sagrado en beber entre plebeyos. Aquí nadie finge, nadie adula, nadie escribe metáforas con polvos de arroz.
Aquí uno es como es… y yo, entre vino y verbo, soy más Quevedo que en palacio.
VI. Mancebías, piropos y lengua afilada_
(Amor comprado, versos robados y lujuria con acento castizo)
La tarde se convierte en noche sin pedir permiso. Yo, que ya he bebido lo justo para escribir con sangre y lo suficiente para olvidarme de mí, siento que es hora de darle tregua a la tristeza y trabajo a las pasiones. Así que echo a andar por las calles donde el vicio es costumbre y el deseo, economía.
No soy de piedra —ni de misa—, y a estas alturas del día ni la tinta me consuela ni el vino me basta. Así que enfilo hacia donde me conocen por nombre y por tacto: las mancebías. Y no por lujuria —que también—, sino por higiene del alma. Porque el deseo no siempre nace en el cuerpo: a veces nace del hastío. Y el hastío, amigo, no se cura rezando.
Camino como puedo. Me cruzo con beatas que bajan la mirada y con un sacristán que se hace el ciego. La noche madrileña es un convento al revés: aquí se reza después de pecar.
Bajo por la calle de la Montera y llego hasta la Puerta del Sol, donde el bullicio no duerme y las luces se encienden como pecados que no quieren esconderse. Allí está la mancebía de Las Soleras: discreta por fuera, indecente por dentro, con olor a vino caliente, a flor mustia y a confesión sin propósito de enmienda.
Las chicas ya me conocen. Me reciben con guiños, risas y caderas que han aprendido más versos que muchos estudiantes.
—¡Don Francisco! —grita Magdalena “la Colorá”, la más veterana, con la voz rota de tanto canto y castigo—. ¿Hoy viene solo o trae versos?
—Versos traigo siempre, Magdalena —respondo—. Vengo a encontrar a quién se los merezca —digo, quitándome el sombrero con galantería de tahúr.
El ambiente es denso, pero familiar. Las paredes susurran historias de nobleza venida a menos, clérigos desobedientes y soldados que buscan redención entre las piernas de una manceba. Yo me siento como en casa. Aquí nadie me juzga, solo me cobran… y eso, al menos, es sincero.
Me siento en una silla baja, de esas que obligan a abrir las piernas y el alma.
Se me acerca Leonor, que fue moza de noble y terminó aquí por soberbia —o por hambre, que viene a ser lo mismo—. Tiene los ojos sabios y la cintura obediente. Me besa en la frente como si fuera a darme la extremaunción.
—¿Vienes a escribir o a olvidar?
—Lo uno no excluye lo otro, Leonor. Tú ponte cerca, que ya me inspiras.
Mientras me acaricia la pierna buena —la otra duerme por conveniencia—, observo el cuadro: un clérigo sin sotana ríe con tres mujeres encima, un aprendiz de poeta garabatea en una servilleta con letra torcida y un hidalgo viejo pide rebaja por tener poco uso.
En un rincón, alguien llora bajito. No sé si de amor o de sífilis. Da igual: aquí todo es contagioso.
Una chica —nueva, andaluza, piel de pergamino joven… y bizca— me lanza un piropo.
—Dicen que vos sabéis dar placer con la pluma.
—Con la pluma y con el verbo —respondo.
Le improviso:
Si a una parte miraran solamente
vuestros ojos, ¿cuál parte no abrasaran?
Y si a diversas partes no miraran,
se helaran el ocaso o el Oriente…
Se ríe. Me agarra la mano.
—Si lo escribe, lo cobro.
—Si lo cobra, lo firmo.
A veces pienso que estas mujeres son las únicas que no fingen cuando me escuchan. No porque entiendan la poesía, sino porque entienden el dolor. Y eso, al final, es lo que escribo siempre.
Me sirvo más vino. El tinto de Las Soleras no compite en calidad, pero posee la virtud de hacerme olvidar las preguntas que molestan.
Entra un joven nervioso, mal vestido, con la tinta aún fresca en los dedos. Lo reconozco. Otro aprendiz que busca inspiración en los mismos lugares donde la virtud se descarrila.
—Don Francisco, ¿cómo se consigue escribir con tanta verdad?
—Primero —le digo—, has de acostarte con la mentira. Luego, al despertar, describirla.
Me mira como quien no entiende, pero finge que sí. Le deseo suerte. O hambre, que da mejores versos.
En una esquina, una de las chicas canta un estribillo soez con más alma que muchos sonetos de la corte. Me uno al coro. Reímos. Brindamos. Me besan la calva. Dejo propina.
Y entre el humo de las velas, el sudor de los cuerpos y la tibieza del alcohol, tengo una revelación breve: la belleza no está en el cuerpo limpio, sino en el deseo sucio. Y Madrid, esta noche, brilla de mugre y poesía.
Salgo tambaleante, con los botones mal abrochados y una sonrisa cansada. Al pasar junto a Isabelilla, le recito un verso al oído. Ella se ríe.
—Eso no es poesía, don Francisco.
—¿Y qué es la poesía, si no decir lo indecente con palabras limpias?
Asiente. Y yo me alejo como quien acaba de firmar un testamento.
Cuando salgo, ya es madrugada. Las calles huelen a todo aquello de lo que uno se arrepiente por la mañana.
Camino. No derecho, pero satisfecho. La lengua suelta, el alma entornada, el cuerpo agradecido y la cabeza llena de versos.
Mañana volveré a escribir. Pero hoy, por un rato, he vivido.
VII. Calle del Codo: el urinario del honor_
(O cómo un hombre puede mear sobre el mundo y salir ovacionado)
La ciudad va apagando sus luces como una taberna que ya no fía.
Madrid bosteza, cruje, se sacude la mugre del día. Yo también.
He reído, he bebido y he pecado. La noche ha sido buena conmigo.
Y yo, a cambio, la he llenado de frases que mañana no recordaré, pero que quizá algún cronista, o algún rufián con buena memoria, escriba por mí.
Camino.
El paso es incierto. El cuerpo, blando. La cabeza, hinchada de vino y versos.
Pero hay algo que no admite demora: mi vejiga.
Y no es una urgencia menor. Es una declaración de principios.
Porque cuando un hombre, al final del día, elige dónde y cómo orinar, revela su verdadera opinión sobre el mundo.
La capa me tropieza los talones. El bastón me salva de besar el suelo dos veces.
La luna se esconde tras una nube, escandalizada. La entiendo: a estas horas ni los astros quieren ver lo que hacen los hombres.
Doblo por la calle del Cordón, cruzo la plaza de la Villa —ya vacía, salvo por alguna rata zarrapastrosa que me observa como quien ve pasar a un rey desnudo— y me adentro en el angosto y oscuro pasaje de la calle del Codo.
Ese callejón estrecho, torcido, sucio… perfecto.
La esquina más discreta para lo que debo hacer, y a la vez la más visible para quien sepa mirar.
Me detengo. Respiro hondo.
Miro a un lado: silencio. Al otro: sombras.
Y entonces, con toda la dignidad que permite el equilibrio precario, desabrocho el jubón, aparto la capa y me planto ante el muro como un profeta frente a su montaña.
Como quien entrega su última voluntad, orino.
Sí, orino.
Largo, templado, sonoro.
Con la serenidad de quien ya no tiene nada que ocultar; con la precisión de quien firma un manifiesto; con la contundencia de un caballero que no necesita espada para declarar la guerra.
El chorro golpea la piedra como un verso maldito.: salpica historia; limpia el alma; marca territorio.
Es mi última crítica del día, en estado líquido.
Mientras la orina serpentea por la callejuela, imagino al Conde-Duque leyendo esto en mis memorias —porque lo escribiré, claro— y llevándose las manos al bigote indignado. Y sonrío.
Me limpio las manos con la capa, me coloco el sombrero y echo a andar de nuevo. Más ligero, más humano, más libre.
Al cruzar la plaza del Cordón, un borracho me saluda con reverencia.
—¡Maestro!
Le devuelvo el saludo con un gesto digno de emperador en harapos.
—¿Qué has aprendido hoy? —le pregunto.
—A mear con orgullo, como vos.
—Entonces ya sabes más que media corte.
Ríe. Yo también.
La noche es nuestra: de los feos, los lúcidos, los que no necesitan corona para mandar.
Llego a casa. Subo los escalones con torpeza ritual.
El candil me recibe con su luz amarillenta, como una vela que duda si iluminarme o juzgarme.
Me dejo caer en la cama.
El cuerpo se queja; la mente, no. Estoy cansado, pero satisfecho.
He escrito, he bebido, he amado a mi manera, he insultado a quien lo merecía y he orinado sobre el mundo.
Mañana será otro día de guerra contra todo. Pero esta noche, en el silencio torcido de mi habitación, pienso que pocas cosas hay tan humanas como mear con elegancia en una esquina de Madrid.
Eso también es poesía.
VIII. El último verso: escribir para no morir_
(Donde la pluma pesa más que el mundo, pero también lo redime)
Me acomodo entre crujidos, hueso contra tabla, pensamiento contra agotamiento.
Pero no hay descanso aún. Antes de cerrar los ojos, tengo que cerrar la herida del día.
Hay quienes rezan antes de dormir. En mi caso, eso solo se hace con tinta.
Me levanto de la cama como un alma en pena. Me arropo con el jubón por el frío y por costumbre.
Cojeo hasta el escritorio. Enciendo el candil. La llama titubea, como yo, pero se mantiene.
La mesa está llena de papel arrugado y manchas de vino seco. La pluma, sola, me mira con reproche. Hace rato que quiere hablar, y yo, por fin, me dispongo a escucharla.
Me siento. Respiro. Y empiezo.
Escribo con furia mansa. No sé si hago poesía o testamento. Tal vez ambas cosas.
Cada palabra que suelto alivia mi alma.
Inicio un soneto para el Conde-Duque. El título: “A un valido que no vale ni su sombra”.
Cada frase es un disparo sordo, un ajuste de cuentas, un espejo donde reflejarme torcido, pero fiel.
Pero me detengo. Hoy no quiero darle fama.
Hoy quiero hablar de mí: de este cuerpo torcido que aún escribe derecho; de este hombre cansado que aún pelea en verso.
Cojo otro papel. Nuevo. Limpio. Silencioso. Y sin pensarlo demasiado, escribo:
Fue sueño ayer, mañana será tierra.
¡Poco antes nada, y poco después humo!
¡Y destino ambiciones, y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!
Breve combate de importuna guerra,
en mi defensa, soy peligro sumo,
y mientras con mis armas me consumo,
menos me hospeda el cuerpo que me entierra.
Ya no es ayer, mañana no ha llegado;
hoy pasa y es y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.
Azadas son la hora y el momento
que a jornal de mi pena y mi cuidado
cavan en mi vivir mi monumento.
Eso no lo publico. Escribo para mí. Porque hay palabras que no son para la Corte ni para los libros, sino para el alma, esa pobre coja que cargo en silencio.
El candil se apaga solo.
Guardo los papeles bajo la camisa. Si alguien me encuentra muerto mañana, que lo lea antes de enterrarme.
Me meto en la cama. Fría, áspera, fiel.
Y susurro al techo:
“Hoy no he vencido a nadie, pero he escrito lo que dolía. Eso basta.”
Cierro los ojos. Y esta vez, sin lucha, me duermo.
No como santo. No como sabio.
Me duermo como lo que soy: un hombre que escribe para no morirse del todo.
“Nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”