Gloria con goteras
Soledad y genio: un día en la vida de MIguel de Cervantes
I. AMANECE UN HOMBRE INVISIBLE_
Madrid, primavera de 1614. Calle Francos. Muy temprano.
Me he despertado una vez más. Lo cual, a estas alturas, ya es una forma de desafío.
Abro los ojos sin mucha ceremonia. El techo no se ha venido abajo, aunque lo ha intentado con un crujido digno de autos de fe. No lo culpo: también yo estoy harto de esta casa.
Luego, el rasguido diario: un ratón corre bajo las tablas del suelo, el mismo que cada madrugada sale a inspeccionar si la cocina se ha vuelto milagrosamente generosa. No ha sido el caso… ni lo será hoy.
Hay humedad y un frío que no se va ni con amenazas. Pero no hay criada que me dé los buenos días, ni brasero encendido, ni taza caliente. Solo esta manta, raída y delgada como mi crédito.
Me levanto con el cuerpo entero protestando en arameo. No tengo prisa. A mis casi setenta años he aprendido que el mundo no me espera. Ni yo a él. Me palpo los huesos y confirmo que siguen en su sitio, aunque crujan como pergaminos.
Camino descalzo por la estancia —esquivando mentalmente las tablas flojas, como si bailara con la ruina— y me acerco a la ventana con aire de caballero que va a batirse… con el aire.
Abro los postigos. La calle Francos aún duerme, aunque no todos. Porque unos veinte pasos más abajo —veinte pasos que pesan como veinte leguas—, ya hay jolgorio, risas, platos y poemas. La casa de Lope.
Ah, don Félix. El Fénix. El bendito… Qué hombre. Qué pluma. ¡Qué casa! Mientras yo me peleo con las goteras, él escribe comedias y las convierte en monedas. Mientras yo busco pan del día anterior, él desayuna chocolate con versos endecasílabos. Y con aplausos, claro. Siempre hay un aplauso para Lope. Hasta cuando tose, carraspea en octava real.
Yo, en cambio… desayuno silencio. Y no porque me guste, sino porque es lo único que hay. Mientras él vive entre arropado por halagos, yo habito entre la humedad y el frío del olvido. Cada uno según su renta.
Me siento a la mesa, que se tambalea como mi reputación. Busco mi tintero, lo palpo: seco. Lo miro con la misma expresión con que uno mira a un viejo amigo venido a menos y le pregunto:
—Tú también, ¿eh?
No responde. Ya ni el tintero me habla.
Tomo la pluma con la mano izquierda —la derecha duerme desde Lepanto— y me dispongo a escribir. Porque aunque nadie me lo pida, yo insisto. Qué remedio.
Y entonces, claro… llaman a la puerta.
No es el rey, ni un editor, ni una admiradora culta de provincias. Es el panadero. O el candilero. O el de la tinta. Da igual. Cambian los rostros, no la deuda.
—Don Miguel, ¿y lo mío?
—Ay, amigo… lo suyo es mío, y lo mío es de nadie. Y así seguimos.
Le sonrío con todo el cariño que me permiten seis dientes mal alineados y una dignidad hambrienta.
Cierro la puerta. Me recompongo. Miro la página en blanco y pienso que al menos ella no me debe nada.
Todavía no sé si hoy escribiré algo memorable. Pero de no hacerlo, no será porque no lo intento… será porque no me dejan tranquilo.
II. casa en ruinas, mente despierta_
Mi casa no se cae, no. Se descompone con estilo. Poco a poco, sin aspavientos, como un hidalgo que pierde su fortuna en silencio. No hace falta tocarla: basta con mirarla para que se resienta.
Está en la calle Francos, que no es la más ruidosa ni la más noble, pero tiene lo suyo. Aquí vivimos escritores, poetas, algún boticario viudo y, con suerte, una rata ilustrada. La mía vive en la alacena. No paga alquiler, y a cambio me respeta los papeles.
La casa es de alquiler, claro. Comprar nunca estuvo entre mis vicios. No por falta de ambición, sino por exceso de acreedores.
Nunca he sido dueño de nada, excepto de mi imaginación… y ni eso del todo, a juzgar por los libreros que me imprimen sin pedir permiso.
El techo tiene goteras con vocación de fuente. Las paredes, desconchadas con cierta creatividad: si uno las observa con detenimiento, puede distinguir mapas del mundo o retratos de santos. Yo les rezo a todos, por si alguno mejora mi fortuna.
La cocina… bueno, llamémosla así por cortesía. Una hornacina donde antes hubo fuego y ahora hay un trozo de carbón con ínfulas de fósil. El pan de ayer es también el de anteayer… y el de la semana pasada. Le acompañan un tarro de aceite seco y lo que podría haber sido un trozo de queso… en 1612.
Tengo un candil que alumbra poco y protesta mucho, una tinaja con agua estancada y una silla que cojea más que yo. A veces nos turnamos: si ella descansa, yo me tambaleo; si yo me siento, ella cruje. Nos entendemos.
El rincón más vivo es la mesa de trabajo. Ahí escribo con lo que tengo: mano izquierda, tinta reseca y esperanza oxidadísima. No hay mecenas, ni editor, ni cortesano adulador. Solo yo, la pluma y un montón de papeles que nadie ha pedido.
En un arcón guardo lo más valioso que poseo: el manuscrito del Persiles, algunas hojas sueltas del Viaje del Parnaso y una carta para el Rey que duerme más tiempo que su destinatario. Le he rogado plaza, ayuda, respuesta… pero las letras que escribo tienen más posibilidades de llegar al Nuevo Mundo que a palacio.
Y sí, vivo a unos pasos de Lope, que escribe con tinta de oro, come con servilleta de encaje y duerme, supongo, entre enciclopedias humanas que le recitan loas mientras sueña. Yo tengo goteras. Él tiene portadas.
Pero vamos, que no me quejo. ¿Para qué? Ya me quejé bastante en Argel. Esto es solo Madrid.
A veces me asomo al pasillo y me cruzo con la vecina del primero, que me mira como quien ve pasar una sombra ilustre en bata. Me saluda con una reverencia tímida. Creo que me confunde con un cura sin parroquia o con un espectro… ambas cosas tienen su parte de verdad.
Y como es costumbre, alguien llama. El golpe es inconfundible: dedo huesudo, urgencia en la yema. Acreedor.
—Don Miguel… ¿recuerda el candil que le presté el mes pasado?
—¡Perfectamente! Lo uso para iluminar mi porvenir, amigo. No se preocupe, no arde mucho.
No sé si se ríe. No espero tanto. Cierro despacio. No por desaire, sino para que no se caiga la puerta.
Me siento otra vez en la silla coja. El día sigue, la casa sigue y yo también. A esta edad, ser ruina y seguir en pie es una relativa victoria.
III. TINTA, PULGAS Y PERSISTENCIA_
Mi escritorio es un campo de batalla. No hay espadas, pero sí plumas rotas. No hay soldados, pero sí pulgas, que atacan con más fiereza que los turcos en Lepanto. No hay órdenes, pero yo me levanto cada mañana dispuesto a escribir como si la literatura tuviera urgencia.
La mesa está inclinada, como si también quisiera abandonarme. Y aun así, resiste. Igual que yo. Ninguno terminamos de ceder.
A un lado tengo papeles sueltos, borradores, frases tachadas con furia y algún epitafio escrito en broma para mí mismo (por si el mundo se olvida). Al otro, un tintero que se seca más rápido que mis ingresos. Lo remuevo con cuidado, como si removiera el alma. A veces da para unas líneas. Otras, ni para una palabra.
La pluma es vieja, como todo aquí, pero aún rasga. Dicen que escribo bien. Algunos, incluso, que soy el mejor. A fin de cuentas, soy el autor del Quijote. Y, sin embargo, aquí estoy: en una mesa deshecha, entre chinches y manuscritos, sin dinero ni imprenta a la vista. ¿Será que escribo demasiado despacio? ¿O que no sé rimar con la rapidez de Lope?
Él, en una mañana, compone tres comedias, recibe cinco visitas, firma un autógrafo, bendice una viuda y se le aplaude desde la calle. Yo, con suerte, encajo una frase. Y si la encajo, me la plagian (gracias, Avellaneda).
Hoy he vuelto al Persiles, que tengo en carne viva. Ese libro me está costando más que mi rescate en Argel y, sin embargo, no lo abandono. Como tampoco abandoné al Quijote, aunque me dijeran que era cosa de locos —quizá lo era—, ni a Sancho, aunque me preguntaran por qué un criado tiene más cabeza que un caballero.
Yo qué sé. Pregunten al mundo, que se ríe de quien piensa y premia al que entretiene.
Una pulga me pica el tobillo. Le doy un manotazo torpe y escribo:
“Un caballero debe resistir las llagas, las burlas y los insectos. No siempre en ese orden.”
Y entonces, sin aviso, se me escapa una frase buena. Una de esas que huelen a página eterna. Algo sobre un viaje, sobre el alma, sobre la esperanza fingida. No la leo. No la corrijo. La dejo en bruto, como un diamante que nadie verá.
Eso me pasa últimamente: escribo para nadie. Pero lo hago con la seriedad de quien cree —contra toda evidencia— que las palabras importan.
Golpe en la puerta. Otra vez.
—Don Miguel, lo del escribiente… ¿lo tiene ya?
—Estoy en ello, buen hombre. Aún no le he puesto final, pero si le interesa, puedo matarlo hoy mismo.
—¿Matar a quién?
—Al personaje. No se alarme. Los reales… los debo vivos.
Cierra sin entender. Yo sí me entiendo. Vuelvo a la mesa.
Las pulgas siguen. El frío también. La gloria, ausente. Pero tengo la pluma. Y tengo algo aún más raro: ganas. Eso, en mi situación, es casi una herejía.
IV. EL HOMBRE al QUE nadie SALUDA_
No suelo salir a la calle sin antes hacer una breve inspección personal. Me miro en el espejo —uno pequeño, empañado, más compasivo que fiel— y pienso:
“No está mal para un autor mal pagado, mutilado, envejecido y con seis dientes haciendo guardia en primera línea.”
Me pongo mi capa de invierno —que es también la de primavera, verano y otoño—. El sombrero lo coloco con una inclinación estudiada: algo de hidalgo venido a menos y algo de filósofo sin alumnos.
Salgo. Cierro la puerta —con cuidado de no quedarme con el pomo en la mano— y me echo a andar.
Madrid me recibe como de costumbre: sin novedad y sin cariño. La calle Francos tiene ese tono de ciudad que bosteza, con la piedra sucia y la gente apresurada. Yo no voy deprisa. A estas alturas, la prisa es un lujo reservado a quienes todavía creen que les espera algo bueno al doblar la esquina.
A los pocos pasos, cómo no, me cruzo con el primer acreedor del día.
—Don Miguel… ¿y lo mío?
—¿Qué era, amigo? ¿Una moneda o la eternidad? Porque de la segunda le puedo ofrecer más.
Sigo caminando. Él suspira. Yo también.
Paso junto a la casa de Lope. O mejor dicho, junto al teatro que es su casa. Todo el que entra o sale parece tener una réplica ingeniosa, una cita en verso, una sonrisa en reserva. La puerta nunca está cerrada. Hay criados, vecinos, viudas, editores, actrices y hasta curas que quieren pasar por su zaguán como si aquello limpiara pecados.
Nadie me ve. Mejor dicho: me ven, pero no me reconocen. O me confunden.
—¿Ese no es…?
—No, hombre, ese no es Lope.
Correcto. No lo soy. Y parece que eso basta para ser invisible.
Doblo por la calle del León. El Mentidero está animado: representantes, poetas, estudiantes de leyes con más vanidad que lecturas. Oigo hablar de comedias, de nuevas modas, de una epidemia leve y de una actriz que rompe corazones.
De libros, poco. Del Quijote, menos. De mí, nada.
En una esquina hay un librero que exhibe su mercancía con tono triunfal. Me acerco por curiosidad (el hambre de ego también muerde), y allí lo veo: una edición del Quijote. No mía. Bueno, sí mía, pero no esa, ya saben.
Es la versión pirata. Mal impresa, con errores de bulto y mi nombre en letra pequeña. No me inmuto. El librero me sonríe sin reconocerme. Me dice:
—¡Este libro vuela! Todos lo buscan.
—¿Y el autor?
—¿El qué?
—Nada, cosas mías.
Sigo. Me cruzo con otro conocido. No sé si de Argel o de la cárcel de Sevilla —lugares donde uno forja amistades que no duran—. Me saluda con frialdad. Le devuelvo el gesto con calidez, por si se arrepiente más tarde.
En la Plaza Mayor hay mercado. Se venden escobas, pescado, alfileres, bufidos. Madrid nunca se calla. Solo me calla a mí.
Y entonces, otra vez:
—¡Don Miguel, le recuerdo aquella mula que me prometió!
—La recuerdo también, amigo. Murió de imaginación, como yo.
Me doy cuenta de que estoy cansado. No físicamente —eso ya es rutina—, sino cansado de no existir. De estar y no estar. De haber escrito un libro que ha viajado más que yo, que ha dado más de comer a otros, que ha hecho reír a personas que no sabrán nunca que yo también lloraba al escribirlo.
Me vuelvo despacio. El sol ya ha subido y me calienta la espalda. Quizá sea eso, o el peso de esta capa, o el peso de la ironía acumulada. Pero algo me obliga a mirar al suelo, no por humildad, sino por estrategia: ahí no suele haber decepciones.
Regreso por donde vine. La ciudad sigue sin verme. Pero yo sigo viéndolo todo. Y eso, al menos, me mantiene vivo.
V. Tertulias ajenas, deudas eternas_
He llegado a una edad en la que ya no me invitan a casi nada, salvo a deber. Pero esta tarde me he colado —literalmente— en una tertulia de poetas jóvenes. Tan jóvenes, que alguno aún conserva intacta la fe en la fama… y los pantalones sin remendar.
El lugar no es lujoso, pero presume. Es una botica reconvertida en cenáculo, con olor a vino rancio, a papel barato y a pretensión literaria. En el centro hay un brasero (que no calienta) y, rodeándolo, cuatro sillas, tres plumas afiladas y una docena de egos sueltos como gatos en celo.
Yo me he sentado en un rincón, sin ser visto, sin ser llamado y, naturalmente, sin ser presentado. A estas alturas, uno aprende que ser un clásico vivo es como ser un fantasma sin campana: se te ignora con respeto.
Hablan, claro. Mucho y alto. Uno recita un soneto dedicado a una dama que probablemente no existe. Otro se queja de la envidia que despierta su talento. Un tercero, más pálido que culto, asegura que ha inventado un nuevo estilo: la oda anfibia. No me atrevo a preguntar.
Nadie menciona a Ariosto, ni a Ovidio, ni a la musa Terpsícore, pero todos han leído —y repetido— el último poema de Lope. Varios lo llevan incluso doblado en el jubón, como estampita.
Yo escucho. Observo. Callo. A veces, una ceja se me arquea sola.
Y de pronto… lo imposible. Alguien menciona el Quijote.
—Confieso que me hizo reír. Mucho.
—Sí, sí… es divertido, aunque algo vulgar.
—Muy popular. A la gente le encanta. ¿Pero profunda? No lo diría.
Yo sonrío. Por dentro. Me rasco la barba con elegancia (tengo pocos lujos, pero esa barba sigue teniendo dignidad) y murmuro sin alzar la voz:
“A veces lo más profundo flota. Y lo más hueco se hunde.”
No me oyen. O no quieren. Al fin y al cabo, no llevo espada, ni capa de bordado, ni apellido con título.
Uno de ellos me mira con curiosidad, como quien mira a un mueble antiguo. Se atreve a preguntar:
—¿Y usted escribe, buen hombre?
—A veces.
—¿Comedias?
—Peores cosas. Novelas.
—Ah… qué lástima.
No lo dice con malicia. Lo dice con naturalidad. Como quien lamenta que alguien haya tomado el camino largo y equivocado hacia el olvido.
Un joven con bigote me pregunta mi nombre. Se lo digo. Duda.
—¿Cervantes… como el del Quijote?
—El mismo.
—Ah. Creía que estaba muerto.
—No del todo. Solo… sin editores.
Ríen. No sé si conmigo o de mí. Pero risas es lo único con lo que me pagan últimamente, así que lo acepto.
Poco después me levanto. Me ajusto el sombrero. Me sacudo el polvo de la capa como quien se quita la sombra de la indiferencia. Y salgo.
En la puerta, otro acreedor. Al menos alguien me reconoce.
—Don Miguel, ¿y lo mío?
—Ah, ¿usted también sigue vivo? Qué fortuna. Hoy no traigo dinero, pero le dejo una reflexión: todos debemos algo. Algunos, hasta genio.
Y me voy calle abajo. Sin aplausos. Sin saludo. Sin otra compañía que mi pensamiento —que, por suerte, aún no me ha abandonado.
No me han invitado a su mundo. Pero yo he creado uno donde ellos no caben.
VI. LAS CUENTAS de UN GENIO endeudado_
Las cuentas, ay, las cuentas. No las literarias —esas me dan menos dolores—, sino las otras, las que implican monedas, acreedores, recibos, tintas rojas y promesas que uno hace con los dientes apretados y la esperanza suelta.
Nunca fui bueno con los números. Lo mío siempre fueron las letras. A veces incluso las letras de cambio, que no es lo mismo.
He pasado media vida recaudando para otros y el resto esperando que alguien recaude para mí. Qué ironía, ¿no? He exigido tributos en nombre del Rey y, al mismo tiempo, he sido incapaz de reunir los míos. Recolecté alcabalas, peché campesinos, sufrí insultos y piedras en más de una venta. Todo por un jornal miserable y unas órdenes que siempre llegaban tarde.
¿El resultado? Dos encarcelamientos. Uno en Sevilla, otro en Castro del Río. En ambos casos, por lo mismo: ser pobre con cargo oficial.
Y eso que puse todo mi empeño: revisé libros de cuentas con honestidad, perseguí deudores con educación e incluso devolví dineros mal cobrados. El problema fue que nadie lo supo. La honradez no deja rastro. Solo la sospecha deja legajos.
Y luego está Argel.
Ah, mi querida Argel, con sus mazmorras soleadas y sus carceleros poéticos. Cuatro años y medio con grilletes, más largo que un matrimonio sin amor. No niego que aprendí cosas: a rezar, a callar, a esperar… Pero sobre todo, a no tener esperanza en el rescate si tu familia escribe versos en vez de testamentos.
Volví a España con más experiencia que dientes. Apliqué para cargos. Ninguno. Pedí ayuda. Silencio. Me ofrecieron plazas imposibles, recomendaciones vagas y muchas palmaditas. Que es lo que se da a quien molesta sin tener título.
Por eso, ahora, cuando alguien me pregunta:
—¿Cómo va lo suyo, don Miguel?
Yo respondo con toda precisión:
—Muy bien. Solo debo el alquiler, tres mantas, dos tintas, la vela, el pan, el abrigo, la fe y, probablemente, mi entierro.
Hoy he intentado revisar mis deudas. Mal negocio. Las cifras no cuadran. No por exceso de gastos, sino por ausencia total de ingresos. Si uno no come, no vive; pero si no escribe, no existe. Yo escribo y no como. Conclusión: existo mal.
Mientras hago estas reflexiones contables, me llega una visita. Un viejo conocido del pasado, de los tiempos en que cobraba tributos para la Corona y dormía en mesones compartidos con ratas, bandidos y algún licenciado venido a menos.
—Don Miguel… ¿y mi parte de aquel encargo?
—¿Qué encargo?
—El de Medina del Campo. El dinero que me prometió.
—Ah… prometer, prometí muchas cosas. Cumplir, muy pocas. Pero no por falta de intención. Solo de fondos.
Me mira con lástima. Yo también me miro con lástima, a veces. Pero solo de perfil, para no acostumbrarme.
Vuelve a marcharse. Yo me quedo mirando mis papeles. No tengo testamento, pero tengo manuscritos. No tengo herencia, pero dejo palabras. No tengo propiedades, salvo una que nadie puede embargar: una imaginación que no paga impuestos. Y eso, al menos por ahora, no me lo han quitado.
VII. VUELTA A CASA: CENIZA, NO CENA_
He vuelto a casa. No con gloria, ni con dinero, ni con noticias alentadoras. He vuelto con lo que siempre traigo: polvo en los zapatos, frío en los huesos y una ironía bien doblada en el bolsillo.
La calle Francos me recibe sin alardes. Como siempre. Las piedras no aplauden, las puertas no se abren solas. Lo único que suena es mi bastón golpeando el suelo —bueno, mi bastón y un acreedor que me reconoce al vuelo.
—Don Miguel, le dejo pasar esta semana, pero la próxima…
—La próxima seré famoso. Y usted tendrá una deuda conmigo: haberme subestimado.
Subo las escaleras, cada peldaño más filosófico que el anterior. Entro. Mi casa me saluda con su habitual mezcla de goteras, silencio y una vela que ya no sabe si encenderse o declararse derrotada.
Miro la alacena. No hay comida. No es una metáfora. No hay nada.
Bueno, miento. Hay una cebolla rancia, que lleva ahí más tiempo que la mayoría de mis lectores. Me siento a contemplarla. Ella me mira también. Sospecho que vamos envejeciendo a la par.
Pongo agua a calentar. No para caldo —no llego a tanto—, sino para engañar al cuerpo. Un sorbo caliente y que piense que ha comido. Uno hace lo que puede con lo que no tiene.
Me siento en la mesa. No hay pan, pero hay páginas. Tomo la pluma. Tinta hay poca, pero ideas, demasiadas. A mi izquierda, el manuscrito de la Segunda Parte del Quijote espera. Paciente. Como su autor.
Afuera se oye ruido. Risas. Palmas. Una criada comenta a gritos que “don Lope ha estrenado con lleno absoluto”. Naturalmente. Su nombre se repite por las ventanas con la misma frecuencia con la que el mío se olvida.
Respiro hondo. No por envidia —a estas alturas, sería un lujo—, sino por no ahogarme en la ceniza de mis ilusiones.
Pienso en Sancho, en don Quijote. En cómo les di forma con hambre y en cómo ellos me dieron voz cuando todos los demás me la negaban. Sigo escribiendo porque no sé hacer otra cosa. Porque si no lo hago, me quedo solo conmigo… y, francamente, ya me aguanto demasiado durante el día.
El candil parpadea. La pluma rasca. La casa calla. Y yo sigo.
“No ganaré dinero. No ganaré fama. Pero esta página, al menos, será mía. Y eso —aunque nadie lo sepa— es una forma de victoria.”
Cierro los ojos un instante. La silla chirría. La noche cae del todo. Y con ella, mi voz, en silencio.
Pero no del todo. Mientras pueda escribir, todavía estoy aquí.
VIII. El consuelo de una última página_
La noche avanza. Afuera, Madrid murmura en sordina. Las calles respiran al ritmo del sueño de los otros, y yo —como siempre— me mantengo despierto.
Desde mi escritorio, con la vela temblando y la tinta haciéndose digna, escucho el eco de un mundo que no es el mío. A escasos pasos de mi puerta vive otro escritor. Uno famoso. Uno amado. Uno vivo de verdad.
Sí, ese. El que cena caliente. El que firma autógrafos y hace reír a Reyes. El que escribe hoy y mañana ya tiene respuesta impresa. El que se baña en aplausos… mientras yo me seco con silencio.
Esta noche celebran algo en su casa. Lo sé porque las risas se cuelan por las rendijas de mis ventanas, igual que la humedad, igual que la indiferencia. Han estrenado comedia. Han llenado el Corral del Príncipe. Han vendido ejemplares y han citado versos. Todo en el mismo día. Yo no vendería ni una vela en una cueva.
Y, sin embargo, aquí estoy. Escribiendo. No por gloria, ni por redención. Ni siquiera por testarudez (aunque algo hay). Escribo porque no puedo no hacerlo. Porque si no dejo mi palabra en el papel, me la tragaría el silencio.
Miro hacia la puerta. No espero a nadie. Nadie vendrá. Ya es tarde para visitas de acreedores. Qué alivio.
Cierro los ojos. Y en esa oscuridad íntima, veo una escena imposible: don Quijote cabalgando por la calle Francos. Sancho corriendo detrás. Una criada los mira desde una ventana. Un zapatero les grita. Un niño les lanza una cáscara de naranja. Y ellos siguen. Sin saber que son inventados. Sin saber que son eternos… Pero yo sí lo sé.
Quizá nadie me lea. Quizá me recuerden mal. Quizá me confundan con otro… Pero él, el hidalgo flaco de lanza oxidada, ya está más vivo que yo. Si eso no es venganza, al menos es consuelo.
Desde esta casa que se cae a trozos, oigo a Lope brindar por su éxito. Las copas chocan. El público le ríe. Las actrices le adulan.
Yo no tengo brindis. Pero tengo algo que no suena, no se ve y no se cobra: una última página escrita.
Apago la vela con dos dedos. La cera me quema un poco, pero ya estoy acostumbrado a eso.
Y en la oscuridad, mientras las paredes susurran y la calle se duerme, murmuro:
—No tuve suerte. Pero tuve al Quijote.
“Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”