Con los ojos de Galdós
El último paseo de Galdós por Madrid
2 de enero de 1920. Madrid amanece bajo un frío glacial. Don Benito se acomoda con dificultad en un coche de caballos que espera a la puerta del pequeño hotelito de la calle Hilarión Eslava al que, ocho años atrás, se vio obligado a mudarse ahogado por las deudas, consciente de que esta sería su última residencia.
Envuelto en una manta gruesa y con el sombrero calado hasta las cejas, el anciano escritor se prepara para un último paseo por las calles de Madrid, su amada ciudad. La ceguera y el cuerpo debilitado le impiden recorrerla a pie, como solía hacerlo, pero su mente, lúcida y brillante hasta el final, lo conducirá por los paisajes de la memoria: esos rincones que durante décadas observó con mirada aguda y convirtió en literatura.
Junto a él, su sobrino Juan, quien hace tiempo asumió el papel de guía y cuidador, se asegura de que su tío esté cómodo antes de dar la señal al cochero.
—Tío Benito, este será un paseo especial. Madrid no ha cambiado tanto como usted cree —le dice con una sonrisa cálida.
Galdós acaricia la manta que cubre sus piernas y, tras una breve pausa, responde:
—Madrid nunca cambia del todo, Juanito. Solo adopta nuevos disfraces.
El coche de caballos avanza lentamente por las calles, mientras el traqueteo rítmico de las ruedas sobre los adoquines parece sincronizarse con los latidos del corazón del anciano escritor. Cada giro del vehículo desentierra un fragmento de su pasado.
—Madrid siempre me recibió con los brazos abiertos —murmura Galdós con voz queda. Era cierto; la ciudad lo había acogido como a un hijo pródigo, aportándole no solo inspiración para sus novelas, sino también una comunidad fiel de amigos, lectores y cómplices del pensamiento.
El primer destino del recorrido es la calle de las Fuentes, donde Benito recuerda como si fuera ayer su llegada a Madrid en 1862, con apenas diecinueve años. Había dejado atrás su tierra natal, Las Palmas de Gran Canaria, impulsado no sólo por el deseo de estudiar Derecho… también por el afán de su madre, quien, preocupada por el enamoramiento juvenil que el joven sentía hacia su prima Sisita, había decidido enviarlo a la capital.
En aquella pensión, cercana a la calle del Arenal, Galdós descubrió por primera vez el bullicio incesante de Madrid: el griterío de los vendedores ambulantes, el movimiento de los carros y el aroma penetrante de las castañas asadas.
—Era un muchacho rebosante de curiosidad, dispuesto a devorar el mundo —rememora con una sonrisa que mezcla nostalgia y orgullo.
Juan lo observa con ternura y añade:
—Y ese muchacho sigue vivo en usted, tío. Se aprecia en la forma en que habla de sus personajes… como si fueran de carne y hueso.
Galdós asiente, emocionado por las palabras cómplices de su sobrino.
El coche continúa su marcha hacia la Universidad Central, donde aquel Benito adolescente se matriculó en Leyes. Sin embargo, las aulas nunca lograron retenerlo.
—Aprendí mucho más en las calles y en los cafés que en las lecciones de jurisprudencia —reflexiona con una media sonrisa cargada de autocomplacencia.
Recuerda las tertulias en el Café de Fornos, el Universal o el Suizo, donde la política, la literatura y la vida cotidiana eran diseccionadas con pasión. Fue allí donde el futuro escritor comenzaría a cultivar su habilidad para observar y retratar con precisión a los personajes que más tarde poblarían sus novelas.
—Recuerdo cómo me escapaba de las clases para perderme por las calles de la ciudad —confiesa Benito en voz alta, como si el pensamiento necesitara volverse palabra.
Juan sonríe con picardía y le responde en tono burlón:
—Eso explica por qué conoce cada rincón de Madrid mejor que cualquier mapa.
El coche alcanza entonces la Puerta del Sol, corazón palpitante de la ciudad y uno de los epicentros de su juventud. Al llegar, Benito percibe —más allá de la niebla de su ceguera— la vibración inconfundible de ese lugar único.
—Madrid era un espectáculo continuo, un teatro al aire libre —musita para sí. Cada esquina escondía una historia y él, espectador voraz, se deleitaba capturando los gestos, las voces, los olores que tejían la vida de plazas y callejones.
En aquellos años de juventud, el joven canario comenzó a frecuentar con entusiasmo el cercano Ateneo, por entonces ubicado en la calle Montera. Allí pasaba las horas muertas entre libros, empapándose de las ideas de los grandes pensadores del momento. Fue en ese templo del saber donde conoció a Emilia Pardo Bazán, una mujer extraordinaria que habría de marcar su vida con fuego indeleble.
—Ay, Emilia… —suspira, taciturno, el anciano, con la mirada perdida en la bruma del recuerdo.
El romance entre Benito y la impetuosa gallega fue apasionado y plagado de complicidades. Las cartas que intercambiaron revelaban una intimidad que iba más allá de lo físico. Emilia era una mujer culta, audaz y adelantada a su tiempo. Juntos compartieron momentos que siempre permanecieron en la memoria del escritor.
—Sus palabras eran fuego… un fuego que iluminaba incluso los días más grises —piensa, conmovido.
Juan, al notar el silencio repentino, rompe con delicadeza la pausa:
—¿Está pensando en Emilia, tío Benito?
Galdós asiente con una sonrisa melancólica.
—Siempre, Juanito. Hay recuerdos que no se desvanecen nunca.
Mientras el coche se aleja por la Carrera de San Jerónimo, los pensamientos del escritor se deslizan hacia otro escenario fundamental en su vida madrileña: el restaurante Lhardy.
Allí solía acudir ya consagrado como novelista y no pocas veces se deleitó con su plato predilecto: el cocido madrileño.
—Aquí fui bautizado como "garbancero" —rememora entre risas, sin atisbo de amargura. El apodo, obra de Valle-Inclán, aludía con cierta sorna tanto a su amor por la gastronomía popular como a la conexión de su obra con el pueblo. Para alguien que, tras casi seis décadas en la capital, se consideraba más madrileño que canario, aquel sobrenombre suponía un título de honor.
El coche de caballos gira y se adentra en el barrio de Lavapiés, donde Galdós residió durante un tiempo, en la calle del Olivo. Aquel rincón castizo había cobrado vida en muchas de sus páginas, especialmente en Fortunata y Jacinta, donde supo retratar con maestría la esencia popular de sus calles. Mientras el carruaje avanza por las empinadas costanillas, el novelista siente cómo sus criaturas literarias parecen acompañarlo, paseando invisibles a su lado.
—Lavapiés es el corazón de Madrid —reflexiona en voz queda—. Sus gentes, con sus risas y sus lágrimas, son el alma misma de la ciudad.
El recorrido prosigue hasta la plaza de Ópera, presidida por la estatua a Isabel II. El lugar lo transporta, inevitablemente, a aquel encuentro en París a finales de 1902, cuando la reina destronada lo recibió en su residencia del exilio. Fue una entrevista cargada de tensión y de cierta expectación. Galdós, periodista además de novelista, la escuchó con atención mientras la soberana —derrotada, pero aún altiva— repasaba las luces y sombras de un reinado que había marcado a España.
—¡Cuánta historia en una sola mujer! —exclama el anciano con repentino brío, como si volviera a revivir aquella jornada.
Poco después, el coche se detiene frente al Palacio de las Cortes. Allí, Benito se agita levemente en su asiento: la visión del edificio le trae recuerdos incómodos. Durante unos años, había ocupado un escaño como diputado por Puerto Rico, más por compromiso que por vocación.
—Nunca fui un buen orador —admite con franqueza—. Aquellas sesiones me ponían nervioso. Pero mi amor por España y mi deseo de contribuir a su progreso me empujaron a aceptar aquel papel.
Juan, curioso, le pregunta:
—¿Y cómo recuerda esa etapa, tío?
El anciano sonríe con cierta timidez, ruborizado.
—Con respeto… pero también con alivio de haberla dejado atrás.
El trayecto prosigue hacia el Parque del Retiro, donde, apenas un año antes, en enero de 1919, había sido erigida una estatua en su honor gracias a una suscripción pública. Galdós pide al cochero que se detenga. Aunque sus ojos ya no pueden contemplarla, guarda intacto el recuerdo del día de su inauguración: aquel instante en que sus manos recorrieron la piedra fría, reconociendo en el relieve el perfil de su propio rostro, esculpido con maestría por Victorio Macho.
—Fue un gesto de amor que nunca olvidaré —murmura, mientras una lágrima resbala silenciosa por su mejilla.
Juan, orgulloso y conmovido, aprieta su mano en un intento de consolarlo:
—Esa estatua es la prueba de cuánto lo quiere Madrid, tío.
Don Benito le responde con un gesto leve, cargado de gratitud.
El coche retoma la marcha hacia la última parada de este entrañable paseo: la Real Academia Española. Ante la sola evocación de su sede, el escritor reflexiona en silencio sobre el legado de su obra. Vuelven a su memoria las primeras novelas, La Fontana de Oro y Doña Perfecta, y con ellas el germen de un universo literario que acabaría cristalizando en la colosal saga de los Episodios Nacionales. Con una mezcla de orgullo y serenidad, recuerda las largas jornadas de trabajo, las noches en vela, el vértigo y la dicha de ver cómo las palabras brotaban como un torrente inagotable.
—Escribir fue mi manera de entender el mundo… y de dejar constancia de él —susurra, dichoso.
En el ocaso de su vida, Galdós está seguro de que sus novelas le sobrevivirán, como un homenaje eterno a la vida cotidiana, a los héroes anónimos y a los grandes acontecimientos que dieron forma a la historia de España.
Cuando el coche regresa finalmente a su residencia. Galdós desciende con dificultad, sostenido por su sobrino y el cochero. El breve paseo lo ha dejado exhausto, pero también colmado de una serena plenitud. De vuelta en su modesto salón, se acomoda en el sillón junto a la ventana. Aunque sus ojos ya no pueden captar la luz del día, su mente permanece iluminada por los recuerdos de un Madrid que siempre fue su hogar y su musa.
—Mientras Madrid viva, yo viviré en ella —susurra con voz apenas audible, dejándose envolver por el silencio de la estancia.
En esa quietud final, Benito Pérez Galdós se sabe pleno y seguro, al sentir que su vida, como un río caudaloso, ha encontrado en Madrid el cauce perfecto para desembocar en la inmortalidad.
“Amenguada considerablemente mi vista, he perdido en absoluto el don de la literatura. Con profunda tristeza puedo asegurar que la letra de molde ha huido de mí, como un mundo que se desvanece en las tinieblas”