El truco final

Antigua casa de Juan de Espina. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Antigua casa de Juan de Espina. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Juan de espina: barroco en estado puro

¿Recuerdas aquellos años en los que las fiestas veraniegas de la jet set española eran noticia en las portadas de las revistas del corazón y la prensa rosa? ¿Aquellos veranos en los que estrellas de Hollywood, miembros de las familias reales europeas y jeques árabes o empresarios multimillonarios internacionales disfrutaban de las lujosas fiestas organizadas en Marbella por personajes como Gunilla von Bismarck, Jaime de Mora y Aragón o Adnan Khashoggi? Pues debes saber que en el Madrid del siglo XVII existió un personaje cuyas fiestas hubieran dejado en simples guateques a las organizadas por cualquiera de estos promotores de finales del siglo XX. Su nombre, Juan de Espina… una de las figuras más interesantes y menos conocidas del Siglo de Oro madrileño.

Y es que no podemos negar que la fiesta siempre ha sido una de las señas de identidad de la sociedad española, especialmente de la del Madrid barroco, y la mayoría de ellas celebradas bajo el patrocinio real.

Pero… ¿por qué eran tan habituales las fiestas en el Siglo de Oro y por qué los reyes promovían las constantes celebraciones de su pueblo? La respuesta la encontramos en los problemas económicos y políticos de la monarquía y en su intento de distraer el pueblo con pan y juegos.

El poderoso imperio hispánico de Carlos V y Felipe II, en que el sol no se ponía, se apagó en manos de Felipe III y Felipe IV, dos monarcas incapaces para el gobierno.

Felipe III se alejó constantemente de los problemas del Estado y delegó el poder en manos de su valido, el corrupto Duque de Lerma.

Por su parte, el reinado de Felipe IV se caracterizó por los excesos, el lujo y las fiestas. Más aficionado a las artes, a la caza y a las mujeres que al ejercicio del gobierno, bajo su reinado el país sufrió graves problemas económicos y políticos.

Mientras su valido, el Conde-Duque Olivares, era incapaz de detener el proceso decadente de la monarquía hispánica, que veía cómo a la bancarrota del estado se unía la pérdida de la hegemonía europea y de las colonias americanas.

La situación política y económica de la España de Felipe IV era terrible: el reino hispánico había perdido ante el mundo su prestigio ancestral. Sin embargo, y curiosamente, en estos años se celebraban en Madrid más diversiones, espectáculos y fiestas que nunca.

Antoine de Brunel, un noble francés que visitó la Corte española en aquellos años, definió así la situación tras una de sus visitas a la capital:

"[...] no hubiese podido pensar que España padecía los más graves males públicos y privados, sino que nadaba en la abundancia y vivía en una era próspera, gloriosa y feliz.".

Pero… ¿por qué participaban los madrileños del siglo XVII de este engaño, considerando la pésima situación del pueblo, de la economía y del imperio?. Claramente Felipe IV quería distraer, ocupar y calmar a su pueblo, a la iglesia y a los nobles a través de las fiestas, llegando a ser tan habituales que en ocasiones los días festivos llegaron a exceder a los de trabajo al cabo de un año.

El “Rey Planeta” trataba de compensar la falta de pan de sus súbditos con el lujo y las celebraciones de la Corte, en las que en algunos casos participaba también el pueblo. Al mismo tiempo, buscaba detener la constante emigración, cautivando a los nobles y terratenientes con el brillo de la Corte.

Además, las constantes diversiones servían al rey para evitar más rebeliones como las promovidas por Cataluña y Portugal, al tiempo que el estado fingía un poder inexistente ante sus principales enemigos, Francia e Inglaterra, que no aún tenían constancia de la incapacidad militar real del imperio hispánico.

Pero, no se pueden negar que las fiestas también fueron espejo de la identidad española y de la mentalidad social del momento.

La estructura de la sociedad española en el barroco aún mantenía la jerarquía medieval basada en nobleza, clero y estado llano. La pertenencia a cada grupo social estaba determinada por el nacimiento, el estado, la riqueza y la limpieza de sangre. Este último precepto incluso obligaba a cada español a participar en las fiestas religiosas para mostrar que era cristiano viejo y no inspirar sospechas de parte de la Inquisición.

El sentido predominante en la sociedad española del barroco era el pesimismo. Los españoles de clase social más baja trataban de compensar este ambiente con celebraciones alegres, que servían de válvula de escape a la vida cotidiana y el mundo reglamentado que les perjudicaba.

Aunque básicamente el nacimiento decidía si un hombre era noble o plebeyo, la riqueza fue un factor que comenzó a ganar en el siglo XVII cada vez más importancia e influencia.

El dinero hacía posible el ascenso social, de manera que un plebeyo que llegara a poseer suficiente como para gastarlo como un noble, podía pasar a formar parte de la nobleza.

El ser noble eximía al hombre barroco del trabajo corporal, considerado indigno para este estamento. Por este motivo cada español quería ser, o al menos aparentar, ser noble… para trabajar lo menos posible… y la mejor manera de conseguirlo era mediante la celebración de exclusivas fiestas en sus lujosos palacios. En este sentido, no había fiestas ni anfitrión que se pudieran comparar con el polifacético Juan de Espina, uno de los personajes más singulares y desconocidos del Siglo de Oro madrileño.

Hidalgo y clérigo de órdenes menores, hombre rico, extravagante, erudito, coleccionista, vanidoso, caritativo y polifacético en sus aficiones, Juan de Espina Velasco destacó en el Madrid del siglo XVII.

Tal fue su popularidad que Francisco de Quevedo se convirtió en su biógrafo, dedicándole una de las semblanzas de sus Grandes anales de quince días.

Nacido hacia 1583 en Madrid, en el seno de una familia hidalga de origen cántabro, la holgada situación económica y una prebenda eclesiástica que le proporcionaba una buena renta de unos 5.000 ducados anuales, permitieron a Juan de Espina dar rienda suelta a sus numerosas inquietudes intelectuales.

Inicialmente se dedicó al estudio y la práctica de la música, convirtiéndose en un excelente como tañedor de lira y musicólogo, perfeccionando instrumentos y desarrollando nuevas técnicas para afinar guitarras y vihuelas.

Sin embargo, y como parte de la cultura de la época, destacó en muchos otros muchos ámbitos del saber, desde la filosofía hasta las ciencias naturales, pasando por la astronomía, la tecnología o el arte, llegando a rodearse de toda clase de objetos extraordinarios, curiosidades y hallazgos a través de los cuáles siempre buscó ampliar su saber.

Su casa de Madrid (ubicada la antigua Calle San José, actual Calle Puebla) se convirtió en uno de los lugares más extraordinarios de la capital. En ella Espina consiguió reunir un gabinete de curiosidades que convertiría su mansión, en palabras de Francisco de Quevedo, en “abreviatura de las maravillas de Europa, para gran honra de nuestra nación, visitada por los extranjeros, que, de España no hablaban de otra cosa más que de su recuerdo”.

Juan de Espina no abría las puertas de su casa a cualquiera, tan sólo a aquellos que supieran apreciar, por conocimiento y sensibilidad, su cámara de maravillas.

Junto a valiosas obras de arte, el cuidado tesoro constaba, entre otros objetos, de instrumentos musicales enarmónicos y científicos (telescopios, brújulas, utensilios topográficos, una balanza de precisión…), monedas antiguas, animales disecados, restos arqueológicos romanos, estatuillas de dioses precolombinos, espejos deformantes y una serie de muñecos articulados y autómatas que dejaban boquiabiertos a quienes tenían el privilegio de contemplarlos.

Su gran biblioteca llegó a contar con dos códices manuscritos de Leonardo da Vinci, que el erudito debió de comprar al escultor Pompeo Leoni y que se cree componen los Códices Madrid que actualmente se conservan en la Biblioteca Nacional de Madrid.

De entre todos los objetos que atesoraba en esta maravillosa casa, destacaba la llamada “silla mundi”, una especie de silla giratoria dotada de varios artilugios, a través de los cuales se podía observar y examinar cómodamente la bóveda celeste.

Pero la casa de Juan de Espina no sólo fue conocida en el Madrid del Siglo de Oro por su gabinete de curiosidades… hubo un tiempo en el que todo el que se preciaba de ser alguien suspiraba por asistir a alguna de las extraordinarias fiestas que este excéntrico coleccionista organizaba y a las que acudía hasta el mismísimo Felipe IV.

En aquellas suntuosas celebraciones nocturnas, los banquetes constaban de más de trescientos platos y los vinos eran de los mejores del país. Además, las sobremesas solían alargarse hasta altas horas de la madrugada amenizadas con música, canto, teatro de máscaras, artificios toros de broma, juegos de cañas hechos con figurantes y con artificiosos decorados… todo ello constituía un monumento al disparate y al despilfarro.

Pero sin duda, lo que más llamaba la atención y generaba el asombro de los asistentes, eran los espectáculos y teatrillos de “magia natural” que diseñaba el anfitrión.

La magia natural era aquella que se alejaba de las sospechas de intervenciones sobrenaturales o demoníacas perseguidas por la Inquisición, basada en procedimientos conformes a la naturaleza, sin otros artificios que la ciencia, el ingenio y el arte. Sería el equivalente al ilusionismo actual.

Todos los asistentes a estas fiestas aguardaban con expectación el momento en el que Juan de Espina realizara una gran “tropelía”, como se denominaban a los singulares prodigios que ejecutaban los magos naturales… sus trucos.

Estas tropelías combinaban lo que hoy llamaríamos prestidigitación con el uso de complejas tramoyas y autómatas, fabricados por el ingeniero e inventor hispano-milanés Juanelo Turriano.

Se trataba de una serie de artilugios que provocaban admiración por su funcionamiento y efectos inexplicables: velas que se encendían solas, sonidos de tempestad, serpientes encantadas, instrumentos de música que tocaban por sí solos… Se llegó a decir hasta que sus autómatas le limpiaban la casa y le daban de comer.

A pesar de que las fiestas de Juan de Espina solían asegurar el éxito, su obsesión por superarse le llevó a cometer un grave error, en el momento menos indicado.

En enero de 1627 Espina quiso celebrar la curación del rey Felipe IV de una grave enfermedad que casi le costó la vida, organizando en su casa la madre de todas las fiestas. A ella asistieron tanto el rey como el Conde Duque de Olivares y gran parte de la corte.

Juan de Espina se jugaba mucho aquella noche. El “Rey Planeta”, ansioso de placeres y diversiones, debía quedar satisfecho de la fiesta ya que, mientras contara con el apoyo real, el erudito estaba a salvo del acecho cada vez más cercano del Santo Oficio.

Se celebró un gran banquete, hubo música y baile y, al final, una sobremesa con sorprendentes tramoyas y efectos como correspondía a tan singular anfitrión. Precisamente, Juan de Espina pretendía acabar la fiesta con una de sus espectaculares tropelías: la aparición por sorpresa de un autómata en forma de fiero león en medio del baile.

En un momento dado, cayó un forrillo decorado que representaba un fondo de montañas cubiertas por brumas plateadas y el salón se convirtió en una selva. De repente, entre la maleza apareció la sobrecogedora bestia mecánica.

Sin embargo, algo falló. No funcionaron los mecanismos que le hacían capaz de moverse por sí mismo y, muy lejos de amenazar con sus garras y rugir, el pavoroso animal cayó al suelo, dando tumbos.

Felipe IV, decepcionado, abandonó la fiesta. Juan de Espina acababa de perder el favor real y caer en desgracia.

Se generaron una serie de rumores que afirmaban que su misteriosa casa estaba encantada y que Juan de Espina era, en realidad, un poderoso brujo y nigromante.

Estos rumores pronto se convirtieron en acusaciones y la Inquisición comenzó a perseguir a Juan de Espina, que sería procesado hacia 1630, abandonando la corte y trasladándose a Toledo y Sevilla.

Espina conseguiría recuperar el favor real en 1632 volviendo a Madrid… sin embargo ya nada era igual, de la admiración de todos se había pasado al temor y al recelo por la negra estela que se había labrado, por lo que su presencia pública fue apagándose poco a poco.

Espina se retiró a vivir a su residencia madrileña y se dedicó por completo a sus investigaciones, en el más absoluto aislamiento.

El final de Juan de Espina fue digno, como no podía ser de otra manera, de un coleccionista de tropelías y maravillas.

El 30 de diciembre de 1642 se acercó a la parroquia de San Martín, comulgó y pidió que fueran a su casa dos horas más tarde para darle la extremaunción.

Dicho y hecho, a las dos horas acudió el cura a su casa fantástica y encontró a Juan de Espina preparado para su propia muerte.

En su testamento, dejó escrito que le enterraran en el ataúd que guardaba debajo de su cama y le enterraran en la parroquia de San Martín, a una profundidad suficiente como para que nadie removiera sus restos… no contó con que, tiempo después, José Bonaparte derribaría la iglesia haciendo que sus restos se perdieran en el olvido del tiempo.

En su testamento dejó también establecido que los objetos más preciados de sus maravillosas colecciones pasaran al rey Felipe IV… entre ellos, la venda y el cuchillo con que degollaron a don Rodrigo Calderón.

A pesar de la enorme fama que cosechó en su época, la figura de Juan de Espina sigue envuelta en interrogantes, rumores y misterio. Una biografía que sin duda proporcionaría material suficiente para una película o incluso una serie, pero que apenas es conocida hoy por unos pocos fans de su memoria y su inagotable leyenda… absortos por el poder de fascinación de un personaje que sigue siendo Barroco en estado puro.

Francisco de Quevedo Villegas (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645)

Francisco de Quevedo Villegas (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645)

Hizo tan delgada inquisición de las artes y las ciencias – escribe - que averiguó aquel punto donde no puede arribar el seso humano
— Francisco de Quevedo


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