Inteligencia... ¿artificial?

Placa de la Calle Juanelo en Madrid

Calle de Juanelo. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Juanelo Turriano, un genio del renacimiento en madrid

¿Eres de los que piensa que, en algún momento, los robots terminarán por extinguir a los humanos? Así lo vaticinan la imagen popular y la ciencia ficción a través de predicciones catastróficas que, con frecuencia, han prevalecido sobre los análisis de los especialistas, mucho más prudentes.

No obstante, y aunque no nos demos cuenta, los sistemas capaces de “pensar”, procesar y actuar por nosotros (aspiradores automáticos, dispensadores de medicamentos en farmacias, reguladores de semáforos, asistentes de voz, etc.) ya se han convertido en una presencia habitual en nuestra vida cotidiana y son cada vez más “inteligentes”.

Por ello, el escenario futuro que más interés (y más miedo) genera es el de la denominada “singularidad”, es decir, el momento en el que, tras haber creado auténtica inteligencia artificial general (de la que disponemos hoy se considera inteligencia artificial particular, porque realiza solo tareas concretas), las máquinas sean capaces de fabricar otras más inteligentes o de perfeccionarse a sí mismas, tomando a partir de ese momento el control de todo.

Aunque el porvenir de la inteligencia artificial es una incógnita, sí conocemos con certeza su origen. Es bien sabido que hace ya miles de años, numerosos pensadores y científicos, desde Arquímedes a Leonardo da Vinci, idearon máquinas, precursoras de los actuales robots, capaces de imitar comportamientos y movimientos humanos. Eran los denominados autómatas.

Pero lo que probablemente sí llegue a sorprendernos es saber que uno de los más destacados inventores de autómatas vivió en la Corte de los Austrias, en el Madrid del siglo XVI. Una mente a la altura del gran Leonardo, cuyos magníficos logros se diluyeron con el paso del tiempo, al igual que su nombre: Juanelo Turriano.

Si bien el mayor desarrollo de autómatas tuvo lugar en la Europa cristiana del siglo XVI, desde el siglo XIII estos mecanismos ocuparon lugares cortesanos de recreo y muchos de los relojes públicos de las principales catedrales y ayuntamientos.

El reloj medieval, inicialmente considerado una forma de representación y seguimiento del cosmos, continuó en los siglos siguientes añadiendo elementos artísticos, más domésticos y curiosos, como gallos que cantaban las horas, animales que golpeaban las campanas o personajes que desfilaban, saludaban o representaban pequeñas historias a las horas principales. Se trataba de los primeros autómatas figurativos.

Durante el Renacimiento, la mecánica cobró importancia y se convirtió en parte esencial de la formación de artistas, con la que poder desarrollar juegos de sobremesa destinados al entretenimiento de la corte: dibujos anamórficos (la antesala del 3D), órganos hidráulicos, laberintos de diferentes formas, hombres de madera, teatros mecánicos, autómatas, etc.

Todos estos artificios fueron testigos de un gigantesco cambio de mentalidad y formaron parte de la obra de alguno de los artistas más destacados del Renacimiento italiano, como el Paradiso de San Felice, diseñado por Filippo Brunelleschi para la Fiesta de la Anunciación en Florencia, o los ingenios de Leonardo da Vinci para la Fiesta del Paradiso en la Corte milanesa de los Sforza. Comenzaba así a desarrollarse un nuevo concepto de ocio, intelectual y cortesano al principio, que ayudaría al hombre renacentista a explicarse el significado del cosmos.

Conceptos como lo fantástico, lo maravilloso, la ficción o la magia forman parte del arte que predominaba en las cortes europeas del siglo XVI. Una irrealidad consciente construida como refugio o huída frente a un mundo cambiante cuya comprensión racional resultaba inalcanzable, que quedó reflejada en la obra de artistas como El Bosco… un laberinto delirante de apariencias, entre la religión y la ciencia, en el que es difícil orientarse.

Es en este entorno donde los autómatas, diseñados para asombrar y maravillar, encontraron su ámbito más adecuado.

La máquina automática servirá entonces para expresar una particular idea de armonía del mundo, comenzando a formar parte de los jardines y las colecciones y gabinetes de curiosidades de príncipes, aristócratas e intelectuales.

En los jardines palaciegos se extendió la moda de instalar órganos hidráulicos y artificios automáticos. Por su parte, en los gabinetes de maravillas, donde lo raro, lo monstruoso o las simples curiosidades coexistían con la pintura, la escultura o la biblioteca, comenzaron a crearse apartados dedicados a la tecnología, los relojes planetarios (que además de la hora indicaban las estaciones y los movimientos de los astros) o los autómatas, como punto de encuentro entre la ciencia y la fantasía.

Ya en el siglo XVIII el mundo de los autómatas comenzó a emanciparse del ambiente cortesano en el que hasta entonces se había desenvuelto.

Así, constructores como el francés Vaucanson o los suizos Jaquet-Droz elevaron la idea de la creación de autómatas al nivel de una técnica biomecánica.

El autómata, años antes juego, sorpresa, ficción y metáfora de la cultura manierista, se convertirá ahora en el reflejo de la idea que la Ilustración tenía del Hombre, al que veía como una máquina, ya no regida por los astros sino por sus propios mecanismos: vísceras y músculos.

A pesar de ello no faltaron sofisticadas creaciones destinadas a palacios y colecciones, a la manera de las de los siglos precedentes, si bien ahora tendrían una consideración distinta: serían sólo juegos o ingenios, no prodigios ni maravillas.

A fuerza de multiplicarse y exhibirse, el estupor o la sorpresa ante lo insólito de estos ingenios fue dando paso al simple placer de contemplar unas obras casi perfectas, abiertas a un público cada vez más numeroso, fuera de los palacios y salones aristocráticos: de juegos de corte o curiosidades de gabinete pasaron a convertirse en atracciones para pequeños teatros públicos ambulantes, al mismo nivel que las actuaciones de las compañías de cómicos y acróbatas.

La imagen y función de los autómatas había sufrido un cambio importante en el siglo XVIII y ya en el XIX, despojados de su magia, de su capacidad de asombrar y seducir, desaparecerán o se convertirán en distracciones cada vez más vulgares, víctimas de la revolución industrial.

Lejos quedará la Edad de Oro de un género inventivo que, más allá de la mera distracción cortesana, había ayudado a fijar las bases técnicas de la primera gran revolución científico-tecnológica de la historia, gracias a la labor de personajes imprescindibles como Juanelo Turriano: un verdadero genio del Renacimiento.

Janello Torriani (el nombre italiano de nuestro Juanelo) nació hacia 1500 en la localidad italiana de Cremona (futuro Milanesado español) en el seno de una familia de comerciantes.

Gracias a su mentor, el médico y físico Giorgio Fondulo, adquirió conocimientos tanto de gramática y latín como de matemáticas, física y astronomía.

Juanelo ingresó en el gremio cremonés de los herreros, en aquella época responsables de la fabricación no solo de lo que hoy entendemos por cerrajería, sino de todo artilugio, incluso los más sofisticados, compuestos de piezas y engranajes mecánicos, desde dispositivos para armas de fuego hasta instrumentos musicales, relojes o mecanismos destinados a cualquier tipo de ingenio micro o macromecánico.

Tras adquirir prestigio como mecánico y relojero en Cremona y Milán, en 1547 Turriano fue convocado a la ciudad alemana de Ulm por el emperador Carlos. Tenía por entonces el cremonés casi cincuenta años… una edad que, teniendo en cuenta la esperanza de vida de la época, podía considerarse el inicio de la ancianidad.

De su visita volvió Juanelo a Italia con el encargo del hombre más poderoso de Europa de realizar uno de los más ambiciosos proyectos mecánicos de la época: construir un reloj planetario que superara en utilidad y precisión al más famoso (y de los más antiguos) de los fabricados hasta entonces: el astrarium de Padua de Giovanni de Dondis, del siglo XIV.

Diseñar y producir un reloj planetario como aquel suponía un gran reto. Además del transcurrir de las horas o el día del mes, debía mostrar los solsticios, las festividades religiosas, los signos del Zodiaco y el movimiento del sol, la luna y los planetas.

En una época en que muchas de las actividades que se acometían, desde comenzar una batalla o el sitio de una ciudad hasta diagnosticar enfermedades e iniciar el tratamiento adecuado, dependían aún de un exacto conocimiento de las vicisitudes astronómicas, un reloj de ese tipo significaba mucho más que una muestra del lujo de quien lo encargaba.

El reloj era la tecnología científica más puntera y vanguardista del momento ya que su funcionamiento se basaba en algo tan complejo como el movimiento del universo. Para poder fabricarlo un relojero debía dominar las matemáticas, la astronomía, la mecánica… sería el equivalente a saber construir un superordenador hoy en día.

Compuesto por más de 150 piezas, y con poco más de medio metro de diámetro, el nuevo reloj bautizado como “Microcosmos” causó gran satisfacción a Carlos V, que decidió otorgar a Turriano una pensión vitalicia de cien ducados anuales y lo tomó a su servicio con el título de “Maestro de relojes”.

Al poco tiempo el emperador, muy aficionado a estos novedosos artilugios, encargó a Juanelo un segundo reloj mucho más pequeño y lujoso que el anterior.

Considerado el reloj más preciso de la época (además de la hora, marcaba la posición de los planetas, el sol y la luna a cada minuto), este nuevo invento ha pasado a la historia con el nombre de “Cristalino” por estar fabricado en cristal de roca, lo que permitía al emperador observar todos sus mecanismos en funcionamiento y reflexionar sobre el paso del tiempo.

Además de como fabricante de relojes, Juanelo trabajó en el perfeccionamiento de molinos y otros artilugios mecánicos, sobre todo hidráulicos, al tiempo dedicaba su ingenio a una de las actividades recreativas más en boga en las Cortes europeas del momento: la creación de autómatas.

Emperadores, reyes y nobles rivalizaban por tener la colección más variada y completa de estos modelos mecánicos a escala que reproducían los movimientos humanos y servían de entretenimiento para sus invitados.

Juanelo fabricó alguno de los más famosos de la época, como el de una mujer de madera que bailaba al son de la música que ella misma tocaba en un laúd. Actualmente podemos contemplar esta maravilla en el Kunsthistorisches Museum de Viena.

Cuando en 1556 Carlos V abdica y decide retirarse a Yuste, Turriano es uno de los cincuenta escogidos servidores que lo acompañan, encargado de mantener y aumentar su colección de relojes… una muestra más de la enorme fama y prestigio de los que disfrutaba entonces el genio cremonés, quien rozaba ya los sesenta años.

Se dice que el debilitado emperador recibía al inventor italiano cada mañana antes que a su propio confesor. Quien hasta hacía poco había sido señor de la mayor parte de Europa, pasaba sus últimos años ajeno al mundo y volcado en una afición, casi una obsesión, tan aparentemente inocente como la de los relojes.

En la localidad de Cuacos de Yuste permanecería Turriano hasta la muerte del emperador dos años después, el 21 de septiembre de 1558.

Muerto Carlos, Juanelo se instaló en Madrid, ya sede fija de la Corte desde 1561, reclamado por el nuevo monarca Felipe II. Como primera medida para retenerlo a su lado, el “Rey Prudente” nombró a Turriano “Matemático mayor” y aumentó su sueldo hasta los 400 ducados anuales.

Juanelo ubicó su vivienda en esta calle que hoy lleva su nombre, en el actual barrio madrileño de Embajadores.

A partir de ese momento, el genio cremonés se dedicó fundamentalmente al proyecto de obras hidráulicas, uno de los aspectos de la ingeniería que más impulso adquirió durante el Renacimiento.

El abastecimiento de las viejas y las nuevas ciudades, la canalizaciones y los desagües, el drenaje de minas o el de pantanos, con el fin de ganar terreno para la agricultura o para vías de comunicación, se convirtieron en obras públicas de primera necesidad, abiertas a todo tipo de innovaciones técnicas.

En este sector sería en el que el ingeniero cremonés desarrollaría la que a la postre sería su obra cumbre, por la que pasaría a la historia de la ingeniería: el denominado Artificio de Juanelo.

Desde la desaparición del antiguo acueducto romano y la posterior noria árabe, la ciudad de Toledo no disponía de un sistema que suministrara agua a sus ciudadanos, por lo que cada día era trasladada a la ciudad a lomos de burros desde el Tajo, debiendo superar para ello un desnivel de casi 100 metros.

Tras varios intentos fallidos por parte de ingenieros locales, el ayuntamiento de la Ciudad imperial encargaba a Juanelo un sistema que resolviera este problema. Con esa intención el genio italiano se trasladó hasta la capital manchega en 1563.

Turriano construyó su artificio entre 1565 y 1569. Aunque no se ha conservado ningún plano, se cree que utilizaba la energía motora del río para hacer girar un mecanismo basado en una serie de cucharas o cazos, colocados de forma que unas iban depositando agua en las siguientes, utilizando un sistema de contrapesos para subir niveles hasta llegar al punto más alto de la ciudad.

La máquina cubría una distancia de 600 metros de longitud y salvaba un desnivel de 100 metros, siendo capaz de elevar hasta el Alcázar cerca de 20.000 litros de agua diarios, un 50% más de lo pactado inicialmente por Juanelo.

La fama que cobró aquel mecanismo fue impresionante. No hubo viajero que no hablara, maravillándose, de la complejidad de la máquina y del ingenio necesario para crear algo así. Incluso muchos años después de que hubiera dejado de funcionar, el artificio siguió siendo una de las grandes atracciones de la ciudad.

A pesar del evidente éxito de su invención, el concejo toledano no quiso pagar a Juanelo. Al subir del río, el agua se almacenaba en el Alcázar, propiedad del ejército, que se negó a compartirla con la ciudad y a pagar a Juanelo, puesto que el encargo no era suyo.

Las autoridades de la ciudad, por su parte, alegaron que no se estaban beneficiando del invento, por lo que tampoco quisieron abonarle lo acordado.

Turriano propuso a la ciudad la construcción de un segundo artificio y se reservó derechos para su explotación. La segunda obra fue completada en 1581 y, aunque esta vez sí cobró, el ingeniero italiano no pudo hacer frente a los costes de mantenimiento de la estructura y tuvo que ceder su control a la ciudad. Juanelo estaba arruinado.

A pesar de la bancarrota, la fama siguió acompañando a Turriano y sus inventos alimentaron historias fantásticas, tanto literarias como populares.

Una de las más conocidas es la del “Hombre de palo”, un autómata fabricado por Juanelo que todos los días se dirigía desde la casa de su inventor hasta el palacio del Arzobispado de Toledo para recibir un plato de comida que retornaba a su anciano y empobrecido dueño.

En 1585 fallecía, en Toledo, Juanelo Turriano.

A partir de ese momento su figura se incluyó en poemas y obras dramáticas para subrayar la genialidad y grandeza de las invenciones del apodado “segundo Arquímedes” o “nuevo Dédalo”, hasta el punto de que “el artificio”, los autómatas y el propio Juanelo se convirtieron en tema literario empleado por destacados autores del Siglo de Oro, entre otros Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Luis de Góngora.

Además, el “artificio de Juanelo” quedaría inmortalizado para siempre en la maravillosa Vista de Toledo que Domenikos Theotokopoulos, El Greco, pintó entre 1599 y 1600 y que hoy se puede contemplar en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

Más allá de la literatura o los mitos, Juanelo Turriano representa el espíritu de una época nueva en la que se conjugaron las teorías matemáticas y físicas con su aplicación práctica, a través de una técnica en continua evolución. Un personaje sobresaliente, capaz de destacar en una época ávida de genios y de creaciones nunca antes imaginadas, cuya figura y labor merece la pena poner en valor como ejemplo de inteligencia… natural, no artificial.

Busto de Juanelo Turriano

Janello Torriani (Cremona, 1500-Toledo, 1585)

¿Y aquél, quién es, que con osado vuelo
A la casa del Rey le pone escalas?
El Tajo, que hecho Ícaro, a Juanelo,
Dédalo cremonés, le pidió alas.
Y temiendo después al Sol el Tajo
Tiende sus alas por allí debajo
— Luis de Góngora


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