Yo, ¿la peor de todas?
Sor Juana Inés de la Cruz: la rebelión de pensar en voz alta
¿Qué pasaría si la única forma de acceder al conocimiento fuera encerrarte para siempre?
En un mundo donde hoy debatimos sobre techos de cristal, conciliación y brechas salariales, cuesta imaginar que hubo un tiempo en que la simple curiosidad de una mujer era vista como una amenaza. Que leer, escribir o pensar por cuenta propia podía ser motivo de escándalo, censura... o castigo. Pero así fue. En pleno Siglo de Oro, muchas mujeres no podían decidir sobre su cuerpo, su educación ni su destino. Y, sin embargo, algunas lo hicieron.
Este artículo cuenta la historia de una de ellas. Una mujer que, para poder pensar, se vio obligada a recluirse. Que eligió el convento no por devoción, sino por desesperación. Que hizo de su celda una biblioteca, de su soledad un espacio de creación y de su voz una llama imposible de apagar.
Su nombre era Juana Inés. La llamaron “la décima musa”, “la monja poeta” y “la más sabia de América”. Pero también fue señalada, censurada y obligada al silencio. En sus últimos años firmó como “Yo, la peor de todas”… y aún así —o quizá por eso—, su voz sigue hablándonos.
¿Quién fue esta mujer capaz de enfrentarse al poder religioso, político y patriarcal con la única arma de su intelecto? ¿Cómo logró escribir una obra monumental en un mundo que la quería callada? ¿Y por qué su figura, desde un convento en la Nueva España del siglo XVII, sigue siendo hoy un referente feminista, literario y vital?
Esta es la historia de una mujer que rompió las reglas. Esta es la historia de Sor Juana Inés de la Cruz.
I. UNA SOCIEDAD QUE CALLABA A LAS MUJERES_
Cuando la inteligencia era una amenaza… si venía de una mujer.
Hubo un tiempo —y no tan lejano en el espejo de la historia— en que una mujer con hambre de conocimiento era vista como una anomalía. Y una mujer que además pensaba por sí misma, leía a los clásicos, desafiaba a los teólogos y escribía versos donde se atrevía a cuestionar el papel asignado al sexo femenino… era sencillamente una herejía con falda.
Ese fue el mundo que vio nacer a Juana Inés de la Cruz: una sociedad que amaba las letras… pero solo si las firmaba un hombre. Una época de brillantez artística y filosófica —el Siglo de Oro— construida sobre un suelo que excluía a la mitad de la población del acceso al saber.
Desde el púlpito, el confesionario, la ley y la costumbre, la consigna era clara: la mujer debía vivir en obediencia, silencio y clausura. El Concilio de Trento, en su sesión XXIV (1563), fijó los marcos jurídicos y teológicos del modelo de mujer ideal: esposa sometida al marido o monja recluida entre muros, sin otra función que rezar y servir a Dios o a los hombres.
Incluso los pensadores más avanzados de la época, como los erasmistas, recomendaban a la mujer paciencia y resignación si el esposo se desviaba del buen camino. El padre era la ley. El marido, el juez. El confesor, el supervisor. El espacio de libertad, inexistente.
La visión dominante consideraba a la mujer como un ser débil, inconstante y voluble, que debía ser vigilado para no caer en la tentación ni arrastrar al varón con ella. Las Instrucciones para confesores de San Carlos Borromeo, uno de los textos más leídos en el ámbito católico de finales del XVI, aconsejaban no quitar nunca la razón al marido en presencia de la esposa, aunque estuviera equivocado… no fuera a creérselo.
Pero no solo la Iglesia imponía esta doctrina. El sistema social en su conjunto reforzaba esa subordinación. En el siglo XVII, el trabajo femenino fuera del hogar comenzó a considerarse “deshonesto e infamante”, y se redujo el acceso de las mujeres incluso a oficios que antes ejercían con naturalidad como curanderas, parteras, escribientas o maestras de primeras letras. En las casas nobles se les enseñaba a bordar, tocar el clave y guardar silencio. No había más.
Si una mujer sentía vocación intelectual, no le quedaba más remedio que disfrazar esa pasión bajo la forma de obediencia religiosa. El convento se convirtió así en el último refugio de las mentes femeninas brillantes. Un lugar paradójico: cárcel y santuario. Silencio impuesto y posibilidad de escribir sin un marido que se lo prohibiera.
Por este motivo muchas mujeres se hicieron monjas no para rezar más, sino para leer en paz. Y aun así, no era fácil. Las monjas escritoras eran vigiladas, sus textos revisados y sus amistades evaluadas. Y si osaban levantar la voz más allá de lo ‘decoroso’, caía sobre ellas el peso de la sospecha… y del Santo Oficio. Porque el pensamiento femenino libre se leía como pecado, soberbia o rebeldía.
La historia de Sor Juana Inés no se entiende sin este marco. Su genio floreció en un terreno hostil, entre muros, reglas y censores. Y pese a todo escribió, pensó, cuestionó, fue escuchada y leída… hasta que le mandaron callar.
II. INFANCIA: GENIO PRECOZ Y PASIÓN POR EL SABER_
Cuando el genio se revela entre campos de maíz y libros escondidos.
Juana Inés de Asbaje Ramírez de Santillana no nació en un palacio ni entre estanterías de libros. Nació en el corazón rural de la Nueva España, al pie del volcán Popocatépetl, en la hacienda de Panoaya, allá por 1648 o 1651 —la duda sigue abierta entre historiadores—. Fue hija natural de una madre criolla, Isabel Ramírez, y de un padre ausente, Pedro Manuel de Asbaje, que nunca la reconoció ni se hizo cargo de ella.
Esa condición —hija ilegítima— marcó su vida desde el principio. La infancia de Juana fue una mezcla de aislamiento y curiosidad salvaje. No tuvo hermanos con quienes compartir juegos ni una madre que se detuviera a enseñarle. Pero sí tuvo algo que muy pocas niñas podían siquiera soñar: una biblioteca. La de su abuelo materno, en la hacienda familiar. Entre aquellas estanterías, cubiertas de polvo y secretos, Juana descubrió que el mundo era mucho más grande que su entorno. Y se propuso entenderlo.
La pasión por el saber germinó sola, como un brote silvestre. A los tres años ya sabía leer. A escondidas, por iniciativa propia, le pidió a la maestra de su hermana que le diera clases, fingiendo que su madre lo había ordenado. Cuando por fin supieron de su hazaña, ya leía de corrido.
Su anécdota más célebre es también la más simbólica: Juana no comía queso porque había oído decir que volvía torpes a quienes lo ingerían. Su intelecto era su mayor tesoro, y no pensaba arriesgarlo por una merienda. Aprendía latín con rapidez prodigiosa, estudiaba lógica por cuenta propia y memorizaba lecciones con una disciplina que rozaba la penitencia: si no conseguía aprender una página, se cortaba un mechón de pelo. “No quería que su cabeza estuviera adornada si no estaba amueblada”, diría más tarde.
Pero su ambición iba más allá. De niña quiso disfrazarse de hombre para poder estudiar en la universidad. Nadie se lo permitió, claro. Aún no había convento ni censura, pero la frontera estaba bien clara: el saber no era para ella.
Y sin embargo, lo hizo suyo.
Con apenas ocho años compuso su primera loa religiosa. A los trece, ya había dejado atrás los campos de maíz de Nepantla para instalarse en la Ciudad de México con su tía, María Ramírez, y empezar una nueva etapa más cercana al centro del poder. Allí, su nombre empezó a circular entre virreyes, obispos y humanistas.
Nadie sabía aún que esa muchacha, de mirada firme y verbo afilado, estaba a punto de convertirse en la conciencia crítica de toda una época.
Pero lo cierto es que el fuego ya ardía dentro… y no había queso, ni convento, ni inquisidor capaz de apagarlo.
III. JUANA EN LA CORTE VIRREINAL: INTELIGENCIA BAJO SOSPECHA_
El talento deslumbra, pero también incomoda.
Cuando Juana Inés llegó a la corte del virrey Antonio Sebastián de Toledo, Marqués de Mancera, era apenas una adolescente. No traía título, ni dote, ni apellido ilustre. Pero sí algo infinitamente más peligroso: una inteligencia extraordinaria.
La virreina Leonor de Carreto, culta, refinada y sensible a las letras, quedó deslumbrada por la brillantez de aquella joven criolla. Pronto la nombró dama de compañía. En poco tiempo, Juana pasó de los campos de Nepantla a las estancias del palacio virreinal, donde circulaban eruditos, cronistas, teólogos y poetas. Por fin estaba en un entorno donde el pensamiento no era pecado, aunque sí privilegio reservado a los hombres.
Y ahí empezó el conflicto.
Porque Juana no solo escuchaba. Participaba, razonaba, discutía… y ganaba. Su nombre comenzó a sonar con admiración entre unos y recelo entre otros. A instancias del propio virrey, se organizó un examen público: cuarenta sabios —sacerdotes, doctores y profesores universitarios— fueron convocados para ‘evaluar’ a la joven. Juana no solo respondió con solvencia, sino que, según cuentan, corrigió a más de uno con serenidad y argumentos impecables.
Pero la admiración pronto se convirtió en sospecha. Porque en la corte, como en toda estructura de poder, la mujer brillante podía entretener… pero no debía destacar. Y menos si escribía. Y mucho menos si lo que escribía se apartaba de lo que se esperaba de ella.
Juana componía sonetos, loas, villancicos y elegías. Su pluma oscilaba entre el ingenio barroco y la crítica velada. Escribía por encargo, sí, pero también por necesidad vital. Cada verso era una afirmación de su derecho a existir como mente libre. Y eso, en su entorno, era demasiado.
Uno de los primeros en incomodarse fue su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, quien le reprochaba su “vanidad intelectual” y su cercanía con personajes influyentes. Le recomendaba silencio, modestia y recogimiento. Pero Juana —todavía joven, todavía protegida por la virreina— no cedía. Al contrario: escribía más.
En ese ambiente cortesano, cultivado pero hipócrita, su figura comenzó a generar una tensión creciente: por un lado, el talento que todos aplaudían en privado. Por otro, la incomodidad pública de que ese talento tuviera nombre de mujer.
Por debajo de todo, subyacía una certeza que la propia Juana intuía: la corte podía ser una plataforma… o una trampa.
El virrey y la virreina —sus grandes protectores— abandonaron el cargo en 1673. Leonor de Carreto, la mujer que más la había apoyado, murió poco después. Con su marcha, la corte se volvió menos hospitalaria, más inquisitiva y más vigilante. Mientras Juana, ya sin red de seguridad, empezó a vislumbrar el destino que le aguardaba.
No podía quedarse en la corte, pero tampoco quería casarse, ni renunciar a los libros. Así que eligió la única celda que le permitía pensar.
IV. LA ENTRADA AL CONVENTO: UN ACTO DE REBELDÍA_
El claustro como trinchera: cuando encerrarse era la única forma de liberarse.
Hay decisiones que, vistas desde fuera, pueden confundirse con obediencia… cuando, sin embargo, son la forma más silenciosa de insurrección.
Juana Inés no fue a parar al convento por una llamada mística. No buscaba éxtasis ni martirio, lo que quería era leer, escribir y pensar sin tener que pedir permiso. Y eso, en el siglo XVII, solo se podía lograr —con suerte— desde una celda con cerradura interior.
Intentó primero ingresar en un convento carmelita. No lo logró. La severidad de la orden, con sus ayunos extremos y castigos físicos, puso en riesgo su salud. No era ese el encierro que buscaba. Años después, en 1669, encontró su sitio definitivo entre las jerónimas del Convento de San Jerónimo, en el corazón de la Ciudad de México. Allí pasó los siguientes veintiséis años de su vida, y allí se convirtió en lo que hoy conocemos: la primera gran intelectual de América.
Lejos de retirarse del mundo, Sor Juana convirtió su celda en un verdadero centro cultural. Su celda no era un espacio de recogimiento devocional, sino un laboratorio de pensamiento. Disponía de dos pisos, sus propios sirvientes, una biblioteca con más de 4.000 volúmenes, una colección de instrumentos científicos, mapas, textos en latín, griego, náhuatl, libros de astronomía, filosofía, retórica y teología. Era un gabinete del saber en mitad del claustro.
Allí compuso poemas, villancicos, loas teatrales, tratados científicos, ensayos filosóficos y hasta obras musicales. Allí recibió a virreyes, escritores, cronistas, teólogos y discípulos. Allí se carteó con los grandes intelectuales del virreinato. En definitiva, allí vivió su etapa de mayor esplendor.
El convento, que para tantas mujeres fue cárcel, para ella fue una fortaleza con biblioteca. Un escondite desde el que disparar ideas.
Y, sin embargo, el peligro nunca desapareció del todo. Aunque protegida durante años por virreyes como Tomás de la Cerda y su esposa María Luisa Manrique de Lara —a quien Sor Juana dedicó versos y por quien sintió un afecto profundo y sincero—, la tensión con los sectores más conservadores del clero iba creciendo.
La misma Sor Juana era consciente de la paradoja en la que vivía: libre, pero enclaustrada; venerada, pero vigilada; admirada, pero sospechosa. Porque una monja que escribía de amor, que debatía con teólogos y que criticaba la desigualdad… no era fácil de digerir.
Pero ella lo asumía y respondía como mejor sabía: con ironía, con ingenio y con versos demoledores. Porque si algo había aprendido en la corte, y después entre muros del convento, era que la única forma de resistir era seguir escribiendo.
V. SU ESCRITURA: AMOR, INTELIGENCIA Y CONFLICTO_
Una pluma afilada como una espada… y tan peligrosa como ella.
En una época en la que las mujeres solo podían escribir en los márgenes —de los libros, de la historia o de la vida pública—, Sor Juana se empeñó en escribir en el centro. Y lo hizo con tal maestría, profundidad y audacia, que su obra sigue desafiando al lector actual con la misma intensidad con la que desafiaba a sus contemporáneos.
Su escritura no fue una distracción ni una actividad conventual inofensiva, fue una toma de posición. Cada soneto, cada loa, cada ensayo fue una trinchera levantada contra la ignorancia impuesta. Porque detrás de la musicalidad del barroco, de sus referencias mitológicas, de su perfección formal… Sor Juana hablaba claro. Y eso no se le perdonó nunca del todo.
• Amor y razón: la contradicción hecha verso
En muchos de sus poemas líricos, Sor Juana juega con el amor como tema —tan esperado en una escritora del Siglo de Oro—, pero lo desmonta desde dentro. Lo analiza, lo disecciona y lo subvierte. No escribe como musa, sino como crítica lúcida de las pasiones humanas.
Uno de los ejemplos más elocuentes es el poema Amor inoportuno:
Si daros gusto me ordena
la obligación, es injusto
que por daros a vos gusto
haya yo de tener pena.
Aquí, el sujeto poético no se entrega al amor, sino que lo cuestiona como imposición y como mandato social. Lo que parece una poesía amorosa es, en realidad, un alegato por el derecho a decir no. A elegir.
Sor Juana utiliza el lenguaje del amor para hablar de poder. Y el amor no correspondido, el amor que exige, el que hiere, es también metáfora del vínculo desigual entre hombres y mujeres. Por eso no se limita a escribir desde la emoción: escribe desde la inteligencia.
• Razón, fe… y libertad de pensamiento
Donde su escritura alcanza su mayor grado de desafío es en los textos en prosa. En especial, en dos piezas fundamentales: la Carta atenagórica (1690), donde critica las ideas de un teólogo jesuita, y la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691), un texto autobiográfico y filosófico que es, al mismo tiempo, una defensa de su vida, de su pensamiento y del derecho de las mujeres a saber.
En ella, Sor Juana dice: "Yo no estudio por enseñar a otros, sino por ignorancia mía, y por ver si con estudiar se me deshace la necedad."
Una frase humilde, pero también explosiva. Porque detrás de su modestia barroca se esconde una verdad feroz: estudia porque tiene hambre de verdad, no porque nadie se lo haya concedido. Y escribe porque si no lo hace, muere.
La Respuesta a Sor Filotea no es solo una defensa personal: es un manifiesto feminista precursor, un grito desde el encierro, una justificación vital que atraviesa los siglos. Allí, Sor Juana recuerda cómo de niña se cortaba el cabello si no aprendía la lección, cómo rogó estudiar latín, cómo prefirió renunciar al mundo antes que renunciar a su mente.
Ese texto le valió elogios, pero también enemistades. Fue leído como un desafío directo a la autoridad eclesiástica, porque no era solo una monja escribiendo… era una mujer diciendo la verdad.
• El conflicto con la Iglesia: saber como pecado
Sus textos comenzaron a incomodar. Eran ‘demasiado mundanos’, ‘demasiado agudos’, ‘demasiado libres’. Empezaron las presiones. Le reprochaban no escribir más sobre teología, más devoción, más recogimiento. Menos crítica, menos pensamiento.
La Iglesia no podía permitir que una monja corrigiera a sacerdotes, cuestionara a predicadores o reclamara el derecho a la razón. Las tensiones se convirtieron en advertencias y las advertencias, en censura.
Y así, lo que había comenzado como un acto de resistencia en voz baja —escribir— se convirtió en un conflicto abierto entre el talento y la obediencia; entre la conciencia y el dogma; entre Sor Juana… y el poder.
VI. EL SILENCIO IMPUESTO: LA INQUISICIÓN Y SU RENUNCIA FINAL_
Cuando la luz de una mente libre fue apagada por decreto.
Durante años, Sor Juana escribió desde un equilibrio delicado: por un lado, el aplauso de virreyes, eruditos y cortesanos; por otro, el recelo constante de los sectores más conservadores del clero. Pero en el virreinato, como en la vida, los equilibrios nunca duran demasiado.
El golpe llegó en 1690.
Ese año, la publicación de su Carta atenagórica —un texto teológico en el que Sor Juana criticaba con rigor el sermón de un célebre predicador jesuita— desató una tormenta. No por el contenido, brillante, sino por la osadía: ¿cómo se atrevía una monja —una mujer— a corregir públicamente a un sacerdote? ¿Qué clase de rebeldía era esa?
Poco después, recibió una carta firmada por ‘Sor Filotea de la Cruz’, que no era otra que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, disfrazado tras un seudónimo femenino. El tono era cordial, casi fraternal. Pero el mensaje era nítido: le pedía que abandonara los temas profanos y se dedicara únicamente a la vida religiosa. Que dejara de pensar, en resumen.
La respuesta de Sor Juana fue un texto monumental: la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, escrita en 1691. Allí se defendía no solo como escritora, sino como mujer pensante en un mundo que no permitía que las mujeres pensaran. No era un ajuste de cuentas, era un testamento intelectual. Una declaración de amor al conocimiento y de dignidad frente a la censura.
Pero el gesto no frenó la tormenta.
Al contrario, la Inquisición —si bien nunca llegó a procesarla formalmente— empezó a cercar su entorno. Su confesor, Núñez de Miranda, la reprendía con severidad. Algunos obispos y autoridades la acusaban de soberbia. Se la vigilaba, se la reprendía, se la empujaba a elegir: o el silencio… o las consecuencias.
Y entonces, Juana se rindió. Pero no por miedo ni obediencia, sino por hartazgo.
En 1693, renunció públicamente a la escritura. Vendió su biblioteca, sus instrumentos científicos, sus partituras… todo su mundo. Lo donó todo a los pobres y dejó por escrito, en un acto simbólico que ha quedado grabado en la historia, su famosa firma: “Yo, la peor de todas”.
No fue una rendición, fue un epitafio anticipado, una despedida amarga de lo que más amaba.
Pese a todo, siguió escribiendo en secreto en los márgenes, en papeles escondidos. La pluma no se apaga tan fácilmente… pero la voz pública, la brillante, la que desafiaba a todos, esa se silenció.
Dos años después, en 1695, una epidemia de tifus arrasó el convento. Juana, fiel a su comunidad, cuidó de sus hermanas enfermas hasta que ella misma cayó. Murió el 17 de abril, con poco más de cuarenta años. En silencio, como querían.
Pero ese silencio fue solo momentáneo, porque sus palabras, sus ideas, su coraje… no murieron con ella. Solo se escondieron entre páginas, hasta que el mundo estuviera preparado para leerlas.
VII. HERENCIA, MEMORIA Y LEGADO UNIVERSAL_
Una voz que cruzó los siglos, las lenguas y los muros del convento.
Cuando Sor Juana murió, parecía que todo se había apagado, pero lo extraordinario es que su obra —censurada, silenciada y arrinconada— no desapareció. Siguió viva en manuscritos, en volúmenes que viajaron de México a Madrid, en versos que dormían esperando un nuevo lector… o una nueva lectora.
Y así fue como Sor Juana Inés, la monja condenada al olvido, se convirtió con los siglos en una de las grandes voces universales de la literatura en lengua española. Un fenómeno único: nacida en el barroco novohispano, criada en el margen de todas las normas, su pensamiento ha dialogado con filósofos, artistas, científicas, poetas y activistas de todas las épocas.
• De la imprenta al mundo: Sor Juana publicada en Madrid
Gracias al apoyo de la virreina María Luisa Manrique de Lara, parte de su obra fue enviada a Madrid y publicada en vida de la autora. Así, su voz cruzó el Atlántico, alcanzando lectores en la Península, donde fue recibida con asombro y admiración. Sus dos primeros volúmenes vieron la luz en 1689 y 1692, cuando aún vivía en el convento. Una mujer, americana, criolla y monja, publicada en la capital del imperio. Un hecho insólito para su tiempo.
Más tarde, en pleno siglo XVIII, sus textos siguieron circulando, y aunque durante mucho tiempo fueron leídos desde el prisma religioso o literario tradicional, poco a poco empezó a abrirse paso una lectura diferente: la de la Sor Juana filósofa, científica, ensayista, crítica del poder y protofeminista. La mujer que desafió desde el encierro.
• La décima musa… y la primera en decir ‘basta’
Hoy, Sor Juana es celebrada como uno de los grandes nombres del Siglo de Oro, pero también como una precursora de la lucha por los derechos de las mujeres. No escribió panfletos ni arengas, pero cada palabra suya fue un acto de reivindicación. Su obsesión por aprender, su defensa del pensamiento femenino, su resistencia a las normas impuestas, la convierten en una figura clave para el pensamiento feminista latinoamericano y global.
En su célebre poema Hombres necios que acusáis, retrata con una ironía brutal las contradicciones del patriarcado. Aquel que exige castidad pero premia la seducción. Que culpa a la mujer por ceder, y por resistirse. Que la persigue por el mismo deseo que provoca. Un poema que hoy sigue siendo citado, leído, coreado en aulas, conferencias y manifestaciones.
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?
• Más allá del convento, más allá del siglo
Sor Juana ha sido representada en óperas, películas, novelas gráficas y ensayos filosóficos. Su rostro aparece en billetes, su nombre en universidades, calles, premios y esculturas. En México, es símbolo nacional. En el mundo hispano, emblema de la inteligencia libre. Y para muchas mujeres, de cualquier época y país, una aliada ancestral que escribió lo que ellas aún no podían decir.
Octavio Paz le dedicó una obra monumental —Las trampas de la fe—, donde la retrató como la figura más deslumbrante del barroco americano. María Luisa Bemberg la llevó al cine con Yo, la peor de todas, mostrando su conflicto interior y su desafío exterior con una fuerza sin precedentes.
En cada nueva lectura, Sor Juana vuelve a hablar: a veces en verso, a veces en silencio, pero siempre con dignidad.
VIII. MADRID Y SOR JUANA: UNA ESTATUA EN EL PARQUE DEL OESTE_
Una poeta americana que también encontró sitio en la memoria de Madrid.
Pocas cosas dicen tanto sobre una ciudad como sus estatuas. No por lo que representan, sino por lo que deciden recordar. Madrid, con su legado imperial y su vocación atlántica, conserva entre sus jardines un pequeño panteón escultórico al aire libre que pasa a menudo desapercibido: el conjunto de los Monumentos a los Próceres de la Independencia de América, situado en el Parque del Oeste, frente al Templo de Debod.
Allí, entre libertadores y prohombres, entre Bolívar, Hidalgo y San Martín, hay una figura que no sostiene espadas ni proclamas: una mujer sentada, con hábito de monja, pluma en mano y rostro sereno. Es Sor Juana Inés de la Cruz.
La estatua fue inaugurada en 1981. La obra es del escultor mexicano Gabriel Ponzanelli y fue un regalo del Gobierno de México a la ciudad de Madrid como símbolo de la hermandad cultural entre ambos países. Está elaborada en bronce, de tamaño natural, y representa a Sor Juana Inés no como religiosa ascética, sino como intelectual en pleno ejercicio de su pensamiento: escribiendo, en actitud meditativa, digna e imperturbable.
El gesto no es menor. Madrid, antigua metrópoli de un imperio que limitó las voces femeninas, acoge hoy, en uno de sus parques más transitados, la figura de una mujer que fue silenciada por ese mismo sistema. Una mujer criolla, novohispana, americana… y universal.
Desde ese rincón verde de Madrid, Sor Juana observa la ciudad donde se imprimieron sus libros. Donde alguna vez se la leyó con asombro y con miedo. Donde su voz, siglos después, vuelve a hacerse piedra.
IX. SOR JUANA HOY: PENSAR, RESISTIR E INSPIRAR_
No fue una mártir; no fue una santa; no fue una víctima. Sor Juana Inés de la Cruz fue una mujer radicalmente lúcida. Y la lucidez, en determinados contextos, no salva: condena. Porque ver claro en un mundo que vive entre sombras no solo incomoda: te convierte en amenaza.
¿Tenía vocación religiosa? No. ¿Soñaba con un convento? Tampoco. ¿Le gustaba obedecer? Mucho menos.
Lo suyo no fue una elección de fe, sino de supervivencia intelectual. Ese es el verdadero valor de su gesto. No es la imagen tópica de la monja prodigio encerrada entre libros, sino el de una mujer que identificó su único margen de libertad en el sitio donde todas las demás eran sometidas. Y allí, en ese margen, construyó una obra que ha atravesado océanos, siglos, ideologías y prejuicios.
Hoy, aunque hayan cambiado los escenarios, las trampas de la fe, del poder, del sistema... siguen activas. Porque sigue habiendo mujeres que deben elegir entre callar o resistir. Entre obedecer o ser llamadas locas, peligrosas o exageradas.
Por eso, Sor Juana no es solo una figura del pasado. Es una compañera de trinchera y una guía para todas aquellas —y aquellos— que aún creen que la inteligencia es un derecho, que la duda es una forma de fe y que el saber no debe ser privilegio ni castigo.
“No había otra manera”, escribió. Y tenía razón. Pero que no hubiera otra manera… no significa que fuera justo.
“Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis”