Una voz entre ruinas
Memorias del hotel florida: el botones que sobrevivió a la guerra
I. EL SONIDO DE LA MEMORIA (2009)_
El chasquido metálico de la tecla contra el rodillo suena como un disparo contenido.
Después, el campanilleo agudo al llegar al final de la línea.
Y de nuevo el golpe, rítmico, obstinado, casi testarudo.
Muchos me dicen que estoy loco por seguir escribiendo con una máquina de escribir en pleno 2009. “Cómprate un ordenador, hombre, que es más cómodo, más rápido, más limpio”, me repiten mis nietos. Yo sonrío y les digo que quizá tengan razón. Pero lo cierto es que esta Olivetti Studio 46 que tengo delante no es solo un objeto: es mi cómplice. El ordenador te corrige, te maquilla, te da la ilusión de que siempre se puede volver atrás. La máquina, en cambio, es honesta. Lo que se escribe queda, como una cicatriz. Y yo, que pasé mi infancia viendo cómo las bombas arrancaban de cuajo medio Madrid, sé que las cicatrices son lo único que nos devuelve a la vida cuando el tiempo amenaza con borrarnos.
Tengo ochenta y cinco años y, después de tanto correr por el mundo, he decidido que ya es hora de poner en orden mis recuerdos. No los de mis viajes por Oriente Medio ni mis reportajes en África, ni siquiera mis crónicas en Vietnam, que tantos premios me dieron. Lo que quiero rescatar ahora es aquello que viví siendo apenas un chaval, botones en un hotel que ya no existe. Un hotel que resistió cañonazos pero sucumbió a las excavadoras: el Florida, en plena Gran Vía, frente a Callao.
Mientras escribo, la luz de la tarde entra sesgada por las persianas de mi despacho.
El despacho donde escribo tiene el aire detenido de un museo personal. El reloj de pared, de cuerda cansada, late despacio en una esquina. Una lámpara con pantalla verde ilumina las teclas, aunque la tarde filtra aún una luz oblicua por las persianas. En los estantes se mezclan recortes amarillentos de periódicos, alguna condecoración olvidada, fotografías enmarcadas de guerras lejanas y un póster doblado del Madrid sitiado que conservo como si fuera un mapa de mi niñez.
En la mesa tengo varias reliquias que me acompañan desde entonces. La más valiosa, una petaca de plata con las iniciales “E.H.” grabadas en la tapa. Me la regaló un hombre que bebía tanto como escribía y que escribía como si le fuera la vida en ello. Pero de él hablaré más adelante.
A mi lado descansa también una fotografía en blanco y negro, desvaída por los años. Apenas se distingue: unos hombres con gabardinas y sombreros, una mujer menuda con una cámara colgada al cuello y, al fondo, un niño con gorra y botones en la chaqueta. Ese niño soy yo. Nunca supe si la foto la tomó Endre o Gerda. Da igual. Lo importante es que alguien apretó el disparador y me dejó congelado en aquel instante, en aquel Madrid en ruinas que fue mi escuela y mi bautismo de fuego.
Ahora que lo pienso, quizá por eso nunca abandoné las máquinas de escribir. Porque aquel mundo se escribió a golpes: los de las teclas y los de la artillería. Y porque cada palabra que sobrevivía a la censura o al polvo de los escombros se convertía en un acto de resistencia.
Así que aquí estoy, en 2009, tecleando como en 1936. Con las manos arrugadas, pero con la misma urgencia.
Porque hay historias que no pueden quedar enterradas bajo un centro comercial ni borradas por la desmemoria de una ciudad. Y porque lo que viví en el Hotel Florida no fue solo mi infancia: fue el principio de todo.
II. INFANCIA EN LA GRAN VÍA (1935–1936)_
Yo tenía doce años y más hambre de mundo que de pan, que ya era decir en aquellos tiempos. Vivíamos en un cuarto estrecho del barrio de Lavapiés, con paredes húmedas y un brasero que en invierno apenas calentaba los pies. Mi padre era albañil, hombre recio, callado, de esos que hablaban poco pero cuando lo hacían dictaban sentencia. Mi madre, modista de manos rápidas, cosía hasta bien entrada la madrugada. Pero con cinco hermanos pequeños y un sueldo que se iba en pagar la leche fiada, pronto quedó claro que yo tenía que dejar la escuela.
“Eres listo, hijo, pero la vida no se aprende en los libros —me dijo mi padre una mañana de domingo—. La vida se aprende echando el lomo.”
Y así fue como entré de botones en el Hotel Florida, aquel coloso inaugurado hacía pocos años en la esquina de Callao. Para mí, la Gran Vía era entonces como una arteria que latía con prisa, rebosante de tranvías, caballos que aún aguantaban y automóviles que rugían como fieras modernas. El Florida se alzaba allí, altivo, con sus diez plantas de piedra clara y ventanas brillantes. A mí me parecía un palacio.
Recuerdo mi primer día: el uniforme azul con botones dorados que me quedaba grande, la gorrita redonda que me tapaba media frente y la orden tajante del jefe de servicio:
—El botones no mira, no pregunta y no habla. Solo sonríe y corre.
Yo asentí muy serio, aunque por dentro me hervía la curiosidad. No mirar, ¡anda que no! Si aquel hotel era un mundo entero: los suelos de mármol que reflejaban las lámparas como espejos, el perfume de las señoras que olía a violetas, los caballeros con sombrero de ala ancha y bastón que llegaban en coches con chófer. Yo subía y bajaba maletas como si fueran tesoros. Algunas pesaban como condenas, otras parecían contener solo aire y secretos.
Pronto entendí que cada cliente tenía su forma de andar y de hablar, y que en los pasillos se escuchaban idiomas que yo nunca había oído: inglés, francés, ruso, alemán… El Florida era una torre de Babel con servicio de habitaciones.
Había normas, claro: no correr en el vestíbulo, no tocar la vajilla de plata, no aceptar propinas en mano sino entregarlas al encargado, que luego repartía como le daba la gana. Pero yo me las apañaba para guardar alguna moneda escondida en la bota. Con esas monedas llevaba a mis hermanos a tomar horchata a la calle Toledo. Era mi manera de sentirme hombre.
Y mientras tanto, Madrid bullía. En la calle, las cosas no eran tan elegantes como en el Florida. Las huelgas, los mítines, las canciones de uno y otro bando llenaban las plazas. A veces, cuando llevaba un recado por la calle del Carmen, veía cómo se enfrentaban dos grupos de jóvenes: unos con la camisa azul, otros con la bandera roja. Se insultaban, se tiraban piedras, a veces se repartían palos. Yo me quedaba mirando, hasta que una voz me devolvía al trabajo:
—¡Chico, corre, que el señor del 307 espera las maletas!
Pero incluso dentro del hotel, la política se colaba como humo por debajo de las puertas. Había clientes que hablaban en voz baja de lo que se avecinaba, de conspiraciones y de generales descontentos. Yo no entendía nada, pero sentía la electricidad en el aire, como cuando se acerca una tormenta.
Aquella primavera del 36 fue la última en que Madrid respiró con cierta normalidad. Recuerdo los cines de la Gran Vía encendidos como faros, los estrenos en el Capitol, el bullicio de la plaza de Callao con sus vendedores de lotería y los organillos que aún resistían entre el ruido de los coches. La ciudad estaba viva, nerviosa, expectante. Y yo, con doce años, me sentía en el centro del mundo, corriendo de un lado a otro con mis zapatos gastados pero brillantes, convencido de que mi futuro empezaba allí, entre las paredes del hotel más moderno y lujoso de la capital.
Lo que yo no sabía entonces era que aquel palacio de mármol, que me había enseñado a caminar erguido y a tratar de “señor” a cualquiera que llevara corbata, pronto se convertiría en otra cosa. Que la elegancia se mezclaría con el miedo y el sonido de las orquestas con el silbido de los obuses. Que mis pasos de botones iban a resonar en los mismos pasillos que recorrerían algunos de los escritores y fotógrafos más célebres del siglo.
Pero eso llegaría después. En mayo de 1936, yo era solo un chaval de barrio, orgulloso de mi gorrita de botones, feliz con un bocadillo de sardinas y soñando con las propinas que me permitirían invitar a mi madre a una merienda en la Granja Florida. La vida, para mí, era un hotel que nunca dormía.
III. MADRID AL BORDE (1936)_
Aquellos meses, Madrid parecía vivir con un nudo en la garganta. Las calles estaban repletas de vida, sí, pero también se respiraba un nerviosismo extraño, como si cada esquina escondiera un secreto a punto de estallar. Yo, con mis doce años y mi gorrita de botones, veía las cosas con los ojos abiertos de par en par: lo mismo me fascinaban los carteles de cine en la Gran Vía que me estremecía el eco de los disparos lejanos cuando algún mitin terminaba mal.
El Hotel Florida, en su esplendor todavía intacto, era un mirador privilegiado de todo aquello. Desde las ventanas altas se veía cómo la plaza de Callao hervía: vendedores de periódicos voceando titulares cada vez más incendiarios, tranvías repletos que se detenían con un chirrido metálico y grupos de estudiantes discutiendo a gritos de política como si les fuera la vida en ello.
Dentro del hotel, en cambio, seguíamos con nuestras rutinas de lujo: el brillo de los suelos encerados, el aroma a café recién molido en la Granja Florida, las copas tintineando en el bar como si nada pasara fuera. Pero yo notaba que algo había cambiado en el aire. Los clientes extranjeros, que antes hablaban de óperas o de negocios, ahora discutían de Franco, de Moscú, de Berlín. Los camareros murmuraban en la cocina sobre conspiraciones militares. Hasta el director, siempre tan severo, parecía más preocupado de lo normal, con el ceño fruncido incluso cuando saludaba a algún aristócrata inglés.
Yo no entendía de ideologías, pero escuchaba. Los botones, aunque nos ordenaban no preguntar ni mirar, éramos como esponjas. Recuerdo a un señor con bigote fino, traje impecable y voz engolada que, mientras me daba una moneda de dos reales, murmuró a su acompañante:
—Esto no dura mucho… El alzamiento está más cerca de lo que creen.
Yo no sabía qué era un alzamiento, pero la palabra me sonó grave, como una puerta que se cierra con cerrojo.
En la calle, la tensión se respiraba a cada paso. Recuerdo una tarde de primavera en que me mandaron a llevar un recado a la calle de Preciados. Al llegar a la esquina, vi dos columnas de jóvenes: unos con camisas azules, otros con pañuelos rojos. Se insultaban primero, luego se empujaban, y de pronto volaron piedras. Yo me refugié detrás de un quiosco, el corazón desbocado. Nunca había visto tanto odio en caras tan jóvenes. Un guardia de asalto apareció, silbato en boca, intentando separar a la turba, pero la violencia era ya un animal suelto.
Por las noches, Madrid también cambiaba. Los cafés de la Gran Vía se llenaban de tertulias acaloradas. El Chicote seguía sirviendo cócteles a artistas y señoritos, pero en las mesas vecinas se hablaba de la UGT, de Falange, de huelgas generales. La música de los gramófonos intentaba tapar el murmullo político, pero no lo conseguía. Y cuando yo regresaba al hotel, cruzando la plaza con paso ligero, veía cómo las farolas proyectaban sombras inquietas: grupos que hablaban en voz baja, patrullas de policías, alguna carrera repentina…
En casa también se respiraba ese aire raro. Mi padre, que nunca fue hombre de discursos, volvió un día del trabajo con la cara ensombrecida. Se quitó la gorra, se limpió el sudor y dijo:
—Esto va a estallar.
Mi madre lo miró con miedo, como si esas palabras fueran pólvora. Yo, que estaba en la mesa intentando reparar mi gorrita de botones, lo miré sin entender. ¿Estallar qué? ¿Madrid entero?
Aun así, la vida continuaba con su rutina engañosa. Yo seguía llevando maletas, subiendo en el ascensor, limpiando botas de clientes extranjeros que me dejaban propinas con olor a monedas extrañas. A veces, al final de la jornada, salía a la puerta del hotel y me quedaba mirando la Gran Vía iluminada. Los carteles de cine en el Capitol anunciaban estrenos, los escaparates brillaban con maniquíes elegantes y durante unos segundos parecía que todo era normal. Pero en cuanto girabas la cabeza, veías en una pared un cartel con letras rojas que pedía “¡Huelga general!” o escuchabas a lo lejos un grupo cantando “Cara al sol”. Y la ilusión se rompía.
Yo no lo sabía entonces, pero ese equilibrio precario, esa mezcla de lujo y miedo, de música y violencia contenida, estaba a punto de desmoronarse. El 18 de julio de 1936 estaba ya en el aire, aunque ninguno de nosotros lo supiera con certeza.
Esa primavera fue como el silencio antes del trueno. Y yo, con mis doce años, no podía imaginar que aquel hotel que me parecía un palacio se convertiría pronto en trinchera, refugio y, sobre todo, escuela de vida y muerte.
IV. EL DÍA QUE TODO CAMBIÓ (18 de julio de 1936)_
Aquel sábado amaneció con un sol raro, de esos que ciegan más que calientan. Yo me desperté temprano, con la emoción de quien empieza un día cualquiera en el Hotel Florida. Me puse el uniforme azul marino, ya más gastado en los codos que en el estreno, y corrí a toda prisa desde Lavapiés hasta Callao. El aire olía a verano y a algo más: a pólvora escondida.
El vestíbulo del hotel estaba inquieto, aunque a primera vista todo parecía normal. Los mozos alineados, el conserje con su bigotito impecable, el bar reluciente. Pero los clientes no hablaban de trenes ni de óperas, sino de otra cosa. Se pasaban periódicos arrugados de mano en mano, y sus voces —en inglés, en francés, en un español torpe— repetían la misma palabra: “golpe”.
—En Melilla se han sublevado —oí decir a un diplomático con voz grave mientras dejaba sobre el mostrador un ABC recién llegado.
—Y en Sevilla… ya hay combates —añadió otro, casi en un susurro.
Yo no entendía del todo lo que significaban aquellas noticias, pero sentí el escalofrío que recorre el cuerpo cuando se avecina tormenta. Afuera, en la plaza de Callao, la gente corría de un lado a otro con la prensa en alto. Los voceadores gritaban titulares como si fueran cañonazos:
—¡Alzamiento militar en África! ¡Combates en Sevilla y Valladolid!
Recuerdo que me mandaron subir unas maletas al tercer piso. En el ascensor, una señora con sombrero de plumas me preguntó con voz temblorosa:
—¿Cree usted que esto será grave, joven?
Yo no supe qué responder. Tenía doce años. Grave era suspender las cuentas en la escuela, grave era que mi madre se quedara sin tela para coser. Lo que se estaba gestando, lo supe mucho después, era algo más que grave: era el principio del derrumbe.
Hacia mediodía, la Gran Vía se convirtió en un hervidero. Por la ventana de la cafetería del hotel vi pasar camiones cargados de milicianos, con fusiles alzados y banderas rojas ondeando. Algunos cantaban, otros disparaban al aire. Los tranvías quedaron detenidos en seco, como si hasta las máquinas supieran que algo estaba cambiando.
Los huéspedes más prudentes comenzaron a hacer maletas apresuradas. Se escuchaban discusiones en los pasillos: unos querían marcharse de Madrid cuanto antes, otros decían que era más seguro quedarse en el Florida. El director intentaba mantener la compostura, pero sudaba bajo el cuello almidonado de su camisa.
Esa tarde, Madrid ya no era la misma ciudad. Recuerdo el sonido de las primeras ráfagas de fusil en la lejanía, como truenos sordos que venían del sur. Y recuerdo también que, de repente, el lujo del hotel pareció una máscara absurda. Las lámparas doradas, los mármoles pulidos, los uniformes planchados… todo empezó a chirriar frente al estruendo de una ciudad que se partía en dos.
Yo me refugié en el cuarto de botones, junto con otros chicos mayores que yo. Uno encendió la radio escondida bajo una manta, y allí escuchamos la voz crispada de Queipo de Llano desde Sevilla, llamando a la sublevación. Era un tono fanfarrón, casi de taberna, pero nos heló la sangre.
Esa noche no dormí. En Callao se encendieron hogueras improvisadas, se oían disparos aislados y gritos de patrullas que corrían por la Gran Vía. Desde la azotea del Florida, las luces de la ciudad parecían palpitar como un corazón enfermo. El miedo se metió en los pasillos, se mezcló con el olor a café recalentado y con el perfume de las señoras que ya no podían tapar su nerviosismo.
A la mañana siguiente, el hotel amaneció distinto. Ya no era un palacio de viajeros, sino un refugio en pie de guerra. Llegaron alborotados los primeros corresponsales extranjeros, con cámaras colgadas al cuello y maletas llenas de libretas. Sus pasos resonaban urgentes en el vestíbulo, como si supieran que Madrid se había convertido en el epicentro del mundo. Yo, el botones más joven, me quedé mirándolos con los ojos abiertos, sin imaginar que pronto serían mis maestros, mis amigos y, en cierto modo, mi familia.
Aquel 18 de julio cambió mi vida para siempre.
Ese día el Florida dejó de ser solo un hotel. Y yo, sin saberlo, dejé de ser un niño.
V. REDACCIÓN ENTRE BOMBAS (1936–1937)_
El Florida cambió de piel de un día para otro. Donde antes sonaba el piano del bar ahora vibraban las teclas de decenas de máquinas de escribir. Donde se servían cócteles en copa larga, se apilaban cables de telégrafo y teléfonos que no paraban de sonar. El vestíbulo, antaño santuario de perfumes y bastones, se convirtió en un ir y venir de botas embarradas, abrigos polvorientos y maletines cargados de libretas.
Yo, con mis doce años y uniforme azul, miraba fascinado aquel hervidero. El hotel era ahora una redacción internacional en plena guerra: voces en inglés, francés, ruso y alemán se cruzaban en los pasillos como ráfagas de metralla. Los corresponsales se encerraban en las habitaciones para teclear a toda velocidad o bajaban al bar para dictar sus crónicas por teléfono, siempre bajo la mirada vigilante de los censores de la Telefónica, allá enfrente, en el rascacielos que dominaba la Gran Vía.
La guerra había entrado en el Florida no solo en forma de bombas —que a menudo hacían temblar los ventanales—, sino en el ánimo de todos. El hotel olía distinto: mezcla de café recalentado, tabaco negro y miedo. En los pasillos resonaban pasos apresurados, portazos, discusiones en voz baja. Las tazas de porcelana seguían sobre las mesas, pero ahora temblaban al compás de los obuses que caían en la Casa de Campo.
Fue en esos días cuando conocí a quienes marcarían mi vida para siempre.
Ernest Hemingway llegó con paso seguro, el sombrero ladeado y una petaca en el bolsillo. Era un hombre ancho, con una mirada que parecía atravesar las paredes. Desde el primer día me habló como si yo fuera un igual.
—¿Tú eres el botones? —me preguntó, encendiéndose un puro.
—Sí, señor —contesté, tieso como un palo.
—Pues tú eres el que más sabe de este sitio. Quiero que me avises de todo lo que pase. ¿Trato hecho?
Asentí, con el corazón en un puño. Nunca había visto a nadie con tanta seguridad y, al mismo tiempo, con un brillo de niño travieso en los ojos.
En el mismo vestíbulo conocí a Gerda Taro: menuda, de pelo corto y siempre con una cámara colgada al cuello. Sonreía incluso en medio del caos. Su español era torpe pero dulce:
—Chico, tú corres rápido. Tú me ayudas con carretes, ¿sí?
Desde entonces, me convertí en su sombra, llevándole rollos de película, cargando su mochila, y a veces protegiéndola de las multitudes que se agolpaban en la Gran Vía cuando volvían los corresponsales del frente.
A su lado estaba Endre, que todos conocían ya como Robert Capa. Tenía un aire desenfadado, una sonrisa medio pícara y siempre me daba una palmada en la espalda cuando me veía
—Tú, pequeño, tienes buenos ojos. Mira siempre por aquí —me dijo, señalando la Leica—. Las guerras no están en los generales, sino en las caras de la gente.
No lo entendí del todo entonces, pero guardé esa frase como un tesoro.
Y cómo olvidar a Antoine de Saint-Exupéry: alto, elegante y con un aire distraído, como si nunca estuviera del todo en este mundo. Una tarde me pidió que le llevara un café doble a su habitación. Cuando entré, estaba dibujando en un cuaderno. Me enseñó un garabato de un zorro.
—Un día escribiré sobre esto —me dijo, con una sonrisa que aún recuerdo—. Los zorros ven con el corazón. Yo reí, pensando que estaba un poco loco. Años después, cuando vi El Principito en una librería, me quedé de piedra.
El Florida era un crisol. En la misma mesa del bar podías encontrar a Hemingway con su vaso de whisky, a Gerda revelando carretes en un rincón, a Koltsov escribiendo despachos para Pravda y a John Dos Passos mascullando entre dientes sobre política y traiciones. Yo los servía a todos, escuchaba más de lo que debía y, sin quererlo, me convertí en testigo de cómo el periodismo se hacía historia.
El ambiente era frenético. Los corresponsales salían por la mañana hacia el frente en coches desvencijados y regresaban por la noche, con el polvo en la ropa y el horror en los ojos. Se sentaban en el bar, pedían café o ginebra, y comenzaban a teclear sin aliento. A veces se quedaban en silencio, mirando al vacío, como si no encontraran palabras suficientes para contar lo que habían visto.
Las bombas caían cerca, y el hotel entero temblaba. Una madrugada, un proyectil estalló en la plaza de Callao y las ventanas se sacudieron como si fueran a estallar. Corrimos todos al sótano: huéspedes, corresponsales, camareros y botones. Allí, en medio del miedo, alguien encendió una radio y comenzaron a sonar unas notas de jazz. Los periodistas se miraron, se encogieron de hombros y se rieron. Yo pensé que eran valientes. Más tarde supe que no era valentía, sino desesperación.
Con el paso de los meses, me acostumbré al caos. Los estallidos, los gritos, los teletipos, los flashes de las cámaras, los pasillos llenos de humo… Todo eso se volvió rutina. Pero lo que nunca dejó de sorprenderme fue la pasión con la que aquellos hombres y mujeres escribían. No era solo su trabajo: era su manera de resistir.
El Florida ya no era un hotel. Era una trinchera vertical, un periódico vivo suspendido en plena Gran Vía. Y yo, el botones, corría de un piso a otro llevando recados, maletas, carretes y hasta mensajes secretos. Tenía doce años, pero cada día me sentía más cerca de ser parte de esa hermandad de plumas y cámaras.
Porque entre aquellas paredes de mármol agrietado y lámparas parpadeantes, comprendí que el periodismo podía ser también un arma. Un arma que no mataba, pero que daba voz.
VI. AMIGOS Y MAESTROS: HEMINGWAY, CAPA Y TARO_
Si cierro los ojos aún puedo verlos: tres sombras distintas, tres maneras de mirar la guerra y la vida, tres huellas que marcaron para siempre al chaval de doce años que yo era.
A Ernest lo llamábamos en broma ‘Don Ernesto’, aunque nunca se lo dijimos a la cara. Imponía desde el primer momento: su voz grave llenaba el vestíbulo como un trueno y cuando pedía un whisky parecía que lo reclamaba como un derecho natural. Pero bajo aquel aire de gigante con barba recortada y paso firme, había un hombre con ojos cansados, que a veces se quedaba mirando al vacío como si la guerra le pesara en el pecho.
Conmigo fue distinto desde el principio. Me hablaba como si yo fuera uno más de la redacción.
—Chico, ven aquí. Quiero que pruebes esto —me dijo una tarde, tendiéndome su pluma estilográfica.
Yo la cogí con manos temblorosas. Él me dictó: “Madrid resiste”. Y luego me hizo firmar debajo, con letra torpe y desordenada.
—Ya eres corresponsal —rió, dándome una palmada en el hombro.
A veces me hacía sentarme a su lado en el bar mientras llenaba páginas con frases cortas, como disparos. Me preguntaba por mi familia, por mi barrio, por qué me gustaba el trabajo en el hotel. Yo respondía como podía y él asentía muy serio, como si aquellas cosas simples fueran la esencia de todo.
Una noche de bombardeo, mientras los cristales del Florida temblaban, me ofreció un trago de su petaca. Yo la rechacé, asustado, pero él sonrió y dijo:
—Entonces guárdala para cuando seas mayor. El día que tengas sed de verdad, entenderás lo que es la guerra.
Aquella misma petaca es la que me acompaña todavía.
Endre Ernö Friedmann, al que todos decían Capa, tenía una energía contagiosa. Sonreía como si quisiera desafiar a la muerte y, a diferencia de Hemingway, nunca me trató como un adulto, sino como un aprendiz al que había que enseñarle el mundo.
—Mira bien, pequeño —me decía, poniéndome su Leica en las manos—. La foto no está aquí —y golpeaba la cámara—, está en tus ojos.
Me llevaba con él a la azotea del hotel o a la plaza de Callao para enseñarme a observar. No se trataba de ver soldados ni explosiones, sino rostros: una mujer que lloraba en silencio en una esquina, un niño que corría con los zapatos rotos, un miliciano que fumaba como si no existiera el mañana. “Esas son las guerras —me repetía—, no los discursos”.
Cuando volvía del frente, agotado y lleno de polvo, me dejaba ayudarle a cargar sus carretes y a veces me enseñaba las fotos recién reveladas. Yo las miraba con fascinación, como si fueran ventanas a un mundo prohibido. Una vez me dijo:
—Tú serás periodista, no lo dudes. Ya tienes la mirada.
Y yo, que apenas había escrito una frase con sentido, me lo creí a pies juntillas.
Pero si alguien me marcó de verdad fue Gerda Taro. Ella tenía algo distinto: no miraba la guerra con frialdad ni con ironía, sino con compasión. Su cámara buscaba siempre a los civiles, a las mujeres que hacían cola para el pan, a los niños que jugaban entre ruinas…
Me hablaba despacio, con su acento alemán que a veces enredaba las palabras y me trataba como si fuera su hermano pequeño. Me pedía que la acompañara a la Telefónica cuando llevaba fotos, o al Chicote cuando se encontraba con otros reporteros.
—Chico, ven conmigo. Tú me das suerte —decía sonriendo.
Una tarde de verano, mientras esperábamos en el hall a que regresara Capa, me contó un secreto:
—Yo tengo miedo, ¿sabes? Mucho miedo. Pero si no estoy aquí, ¿quién contará lo que les pasa a las mujeres y a los niños?
Yo no supe qué responder. Solo le di la mano. Ella la apretó fuerte, como si aquel gesto fuera suficiente.
Cuando corría con su cámara al frente, yo rezaba para que regresara. Nunca lo decía en voz alta, pero en silencio, cada noche, le pedía a la Virgen de la Paloma que la protegiera.
Con ellos aprendí más que en cualquier escuela. Hemingway me enseñó el valor de las palabras, Capa me abrió los ojos a la verdad de las imágenes y Gerda me mostró que detrás de cada noticia había personas de carne y hueso.
En el bar del hotel, entre humo de tabaco y tazas de café que olían a pólvora se reían, discutían, se abrazaban, se emborrachaban y escribían como si la vida dependiera de ello. Y quizá dependía.
Yo corría de un lado a otro llevando sus recados, sus carretes, sus mensajes… pero también recogiendo migajas de su mundo. En cada gesto, en cada palabra, ellos me iban moldeando sin saberlo. Me estaban convirtiendo en periodista mucho antes de que yo lo fuera.
A veces pienso que fui un botones afortunado: tuve tres maestros excepcionales en medio del caos. Ellos eran mi familia improvisada, mi refugio entre bombas. Y aunque la guerra nos arrebató demasiadas cosas, me los dejó a ellos, aunque fuera por un tiempo breve y luminoso.
VII. MADRID EN LLAMAS_
Las primeras bombas cayeron lejos, en la Casa de Campo, y yo las escuchaba como si fueran truenos de tormenta veraniega. Pero pronto los obuses se acercaron y la Gran Vía, hasta entonces símbolo de modernidad y alegría, fue rebautizada por la gente como la “avenida de los obuses”.
Desde el Florida, el estruendo era constante. Las lámparas de araña temblaban, los cristales vibraban como si fueran a hacerse añicos y el mármol del vestíbulo crujía bajo cada sacudida. A veces pensaba que el hotel entero respiraba, que contenía el aliento con cada silbido que se acercaba, esperando no desplomarse.
Una madrugada del invierno de 1937, dos bombas impactaron contra el edificio. El suelo se estremeció bajo mis pies, el aire se llenó de polvo y gritos, y corrimos todos escaleras abajo hacia el sótano: periodistas, huéspedes, camareros, botones… hasta algún miliciano que se había refugiado por azar. Yo bajaba de la mano de Gerda, con el corazón desbocado. Hemingway, en cambio, llegó el último, imperturbable y con una calma que me pareció imposible, dijo:
—Tengo una gran confianza en el Florida.
Y, milagrosamente, el hotel resistió.
Dormir se convirtió en una quimera. Cada noche era una ruleta: sirenas que aullaban, motores de aviones zumbando sobre los tejados, explosiones que nos hacían saltar de la cama. Yo aprendí a distinguir los sonidos: el silbido de los cazas, el rugido de los cañones del “15 y medio” que caían desde Garabitas o el eco metálico de los escombros al desplomarse.
El hotel se adaptó al asedio como un animal herido que aprende a sobrevivir. Las habitaciones con vistas a Callao, antes las más codiciadas, eran ahora las más baratas: nadie quería dormir frente al frente abierto. Las interiores, oscuras y sin vistas, se cotizaban como refugios de oro. El servicio de habitaciones ya no llevaba langosta ni champán, sino café aguado, pan duro y alguna lata rescatada de milagro.
Y sin embargo, había algo de extraña vitalidad en medio del desastre. En los pasillos del Florida se cruzaban corresponsales agotados, brigadistas internacionales con botas embarradas, enfermeras que volvían del frente con la ropa manchada de sangre y hasta actores como Errol Flynn, que apareció un día para entregar fondos destinados a ambulancias republicanas. El contraste era surrealista: un botones con zapatos gastados compartiendo ascensor con una estrella de Hollywood y un miliciano que aún olía a pólvora.
En las noches más duras, cuando las bombas caían demasiado cerca, nos refugiábamos en el sótano. Allí, entre colchones tirados en el suelo, café frío y humo de tabaco, la redacción improvisada seguía funcionando. Los corresponsales escribían a mano, iluminados por lámparas de petróleo, y luego se turnaban para dictar sus crónicas por teléfono a la oficina de la Telefónica. Yo escuchaba fascinado cómo traducían el horror en frases que parecían cuchillos: breves, duras, implacables.
Una tarde, recuerdo que acompañé a Capa y a Gerda a la Ciudad Universitaria, donde se libraban combates encarnizados. El aire estaba cargado de pólvora y gritos. Ellos corrían de un parapeto a otro, cámara en mano, mientras yo intentaba seguirlos con las piernas temblorosas. Allí vi por primera vez a un hombre caer abatido y entendí que la muerte no tenía nada de heroico. Gerda, con lágrimas contenidas, me puso una mano en el hombro y dijo en voz baja:
—Mira, chico. No olvides nunca estas caras. Ellos son la verdad de la guerra.
Volvimos al hotel con el polvo aún pegado en la ropa. Esa noche, en el bar del Florida, los corresponsales se miraban en silencio. Nadie reía. Nadie bebía más de la cuenta. El periodismo era una forma de resistencia, sí, pero también un peso insoportable. Había días en que la pluma temblaba más que las ventanas.
Aun así, la vida encontraba resquicios. Recuerdo una madrugada en la que, después de un bombardeo especialmente feroz, alguien puso un viejo gramófono en el sótano y sonó un tango. Gerda bailó unos pasos con Capa y Hemingway levantó su vaso en un brindis silencioso. Yo, sentado en un rincón, pensé que aquella era la imagen más extraña del mundo: bailar mientras afuera ardía Madrid.
La ciudad estaba en llamas, sí, pero el Florida seguía en pie. Y mientras el hotel resistiera, también lo hacía la palabra.
VIII. LA MUERTE DE TARO (julio 1937)_
Todavía recuerdo el calor pegajoso de aquel verano. Madrid ardía por las bombas y por el sol despiadado que caía sobre las calles cubiertas de polvo y ruinas. El Hotel Florida seguía en pie, convertido ya en un animal cansado pero resistente, un refugio donde la esperanza y el miedo se entrelazaban cada día.
Fue en esos días cuando Gerda partió hacia la batalla de Brunete. Ella estaba decidida, como siempre. Me lo dijo la noche anterior, mientras tomábamos café en el bar del hotel.
—Tengo que ir, chico. Allí está la verdad. Si no la fotografío yo, ¿quién lo hará?
Yo asentí, aunque en el fondo me recorrió un escalofrío. Tenía la certeza —esa intuición que a veces tienen los niños— de que algo no iba bien.
Capa la miraba con una mezcla de orgullo y preocupación. Sabía que no podía detenerla. Gerda era así: valiente hasta la temeridad, incapaz de quedarse atrás.
Pasaron los días y el Florida se llenó de rumores. Las noticias del frente llegaban confusas: que si la batalla era un desastre, que si los republicanos resistían, que si los alemanes y los italianos estaban probando allí sus nuevas armas. Yo esperaba en el vestíbulo, ansioso por ver regresar a Gerda con su cámara colgada, riéndose como siempre.
Pero no volvió.
La noticia llegó de golpe, como una bomba silenciosa: Gerda Taro había muerto. Un tanque republicano, en plena retirada caótica, la había arrollado cerca de Brunete. Tenía apenas veintiséis años.
Recuerdo el momento con una nitidez dolorosa. Fue en el vestíbulo del Florida. Capa entró desencajado, los ojos rojos, la cámara colgando inútil a un lado. No hablaba. No podía. Los corresponsales lo rodearon, lo abrazaron, lo dejaron llorar en silencio. Yo me quedé petrificado, con la bandeja aún en las manos. No quise creerlo.
Esa noche, el hotel entero se volvió un velatorio. Nadie escribió. Nadie bebió. Nadie discutió de política. El bar estaba abarrotado, pero reinaba un silencio denso, insoportable. Solo se escuchaba el llanto ahogado de Capa en una esquina y el rumor de las páginas de una libreta que Hemingway intentaba llenar sin conseguirlo.
Yo subí a la azotea, incapaz de contener las lágrimas. Miré las luces lejanas de la ciudad y me pregunté cómo era posible que alguien tan lleno de vida, tan luminosa, pudiera apagarse de repente. Recordé sus palabras: “Si no estoy aquí, ¿quién contará lo que les pasa a las mujeres y a los niños?” Y comprendí que su cámara había sido más que un instrumento: había sido su manera de resistir al horror.
Durante los días siguientes, el Florida se convirtió en un altar improvisado. En las mesas del bar se amontonaban sus fotos, sus cuadernos, sus carretes inacabados… Los corresponsales brindaban en su memoria, algunos con rabia, otros con lágrimas. Yo guardé una pequeña nota que ella me había escrito semanas antes en un papel arrugado: “Para mi chico rápido. No dejes de mirar.” La escondí en el bolsillo de mi uniforme, como si fuera un talismán.
La muerte de Gerda nos cambió a todos. A Capa lo dejó roto, aunque intentara ocultarlo tras sonrisas forzadas. Hemingway, que parecía de hierro, bebió más que nunca aquellos días. Y yo, con trece años, entendí por primera vez que la guerra no solo mataba soldados: también se llevaba a los que tenían el valor de contarla.
Gerda fue mi hermana mayor, mi protectora, la que me enseñó a mirar la guerra sin perder la ternura. Su ausencia dejó un vacío en el Florida que ninguna crónica ni fotografía pudo llenar.
Esa noche, cuando volvimos a refugiarnos en el sótano durante un bombardeo, alguien puso de nuevo un gramófono. Pero nadie bailó. Nadie cantó. Solo dejamos que la música sonara, como si fuera una despedida muda para la muchacha que había corrido más rápido que las bombas, pero no pudo adelantar al destino.
Nunca olvidé a Gerda. Ni la olvidé yo, ni la olvidó Madrid, aunque durante años su nombre quedó eclipsado tras el de Capa. Pero en mi memoria, ella sigue viva, sonriendo con la cámara en la mano, llamándome “chico” con su acento dulce.
IX. LOS ÚLTIMOS DÍAS (1939)_
El 39 había comenzado con un silencio extraño. No era el silencio de la paz, sino el del agotamiento. Madrid llevaba casi tres años resistiendo, pero ya no quedaban fuerzas ni esperanzas. En las calles apenas se oían gritos; solo el arrastrar de pasos cansados, el rumor de colas interminables para conseguir un mendrugo de pan y el llanto de los niños hambrientos.
El Hotel Florida, que había resistido bombardeos y noches de pólvora, parecía también fatigado. Sus columnas de mármol estaban ennegrecidas, las ventanas astilladas y los espejos agrietados. El vestíbulo olía a polvo y humedad. Y, sobre todo, a despedida.
Los corresponsales empezaban a marcharse. Uno tras otro, fueron abandonando el hotel con las maletas medio vacías y la mirada rota. Algunos partieron rumbo a Valencia, otros hacia Francia. Se iban con la urgencia de quien sabe que el tiempo se agota, que las tropas de Franco estaban a las puertas de la ciudad.
Recuerdo la tarde en que Hemingway me llamó a su habitación. El escritorio estaba desordenado, cubierto de papeles arrugados y botellas medio vacías. Él, sentado junto a la ventana rota, miraba la Gran Vía como si quisiera grabarla en su memoria.
—Chico —me dijo con esa voz ronca que nunca temblaba—, el Florida se queda sin palabras. Las pocas que queden te tocará a ti escribirlas.
Se levantó despacio, abrió un cajón y sacó la petaca de plata. Me la tendió con gesto solemne.
—Toma. Para que recuerdes que hasta en medio de las bombas, siempre hay que contar lo que pasa. No dejes de hacerlo nunca.
Yo la recibí con manos temblorosas. No supe qué decir. Solo asentí, con los ojos llenos de lágrimas.
Capa, en cambio, no se despidió con palabras. Me abrazó fuerte, casi aplastándome, y me entregó un carrete vacío.
—Para cuando tengas tu propia cámara —me dijo.
Era un gesto simple, pero en él estaba contenida toda su fe en mí.
La despedida más dura fue la de John Dos Passos, que partía con la mirada perdida, cargando no solo maletas, sino la amargura de haber perdido amigos y certezas. Apenas me acarició la cabeza y murmuró:
—Cuídate, muchacho. Madrid seguirá vivo en ti.
Los últimos días en el Florida fueron un desfile de abrazos, silencios y promesas que sabíamos imposibles. Las noches seguían marcadas por el estruendo lejano de los cañones, pero ya no nos sobresaltábamos. Era un ruido de final anunciado.
El 28 de marzo de 1939, Madrid cayó definitivamente. Unos días después, el 1 de abril, se proclamó el fin de la guerra. Yo estaba en la puerta del Florida, con mi uniforme azul descolorido, cuando vi marchar el coche en el que se alejaban Hemingway y algunos corresponsales. Levantaron la mano, yo corrí tras ellos unos metros, pero pronto se perdieron entre la multitud de soldados y banderas nuevas que inundaban Callao.
Me quedé solo, con la petaca en el bolsillo y un vacío enorme en el corazón. Aquel hotel, que había sido mi casa y mi escuela, se quedaba desierto. Yo lo miraba desde la acera y me parecía imposible que aún se mantuviera en pie después de todo lo que había visto: risas, lágrimas, bombardeos y despedidas.
Esa fue mi última jornada como botones del Hotel Florida.
Ya no era un niño.
La guerra me había robado la infancia, pero me había regalado algo inesperado: el deseo irrefrenable de contar.
X. DE BOTONES A CORRESPONSAL (1940–2009)_
La guerra terminó, pero para mí no terminó nada. Yo seguía llevando dentro el estruendo de los obuses, el olor a pólvora en los pasillos del Florida y las voces de Hemingway, de Capa, de Gerda, resonando como si aún dictaran crónicas en mi oído. No podía volver a ser solo un muchacho de Lavapiés. Algo en mí había cambiado para siempre.
Con el tiempo, y gracias a la ayuda de algunos amigos de la prensa que se acordaron de aquel botones espabilado, empecé a colaborar en pequeños periódicos. Al principio, limpiaba mesas, revisaba galeradas, llevaba recados… pero siempre había un lápiz en mi bolsillo y un cuaderno en el que anotaba lo que veía: huelgas, colas del racionamiento, mercados grises o mujeres que intercambiaban anillos por pan.
Me convertí en periodista casi sin darme cuenta, empujado por la memoria de mis maestros. De Hemingway heredé la convicción de que las palabras deben ser como puñetazos: directas y contundentes. De Capa aprendí a mirar siempre a los ojos de la gente, a buscar en los rostros la verdad que los discursos esconden. De Gerda guardé lo más importante: la ternura. Ella me enseñó que incluso en la barbarie hay que saber ver la dignidad de los débiles, de los anónimos, de los niños que sufren.
En los años cuarenta comencé a viajar. Primero a Portugal, luego a Francia y más tarde a lugares que nunca habría imaginado: Oriente Medio, África, Asia… Allá donde había guerra, iba yo con mi cuaderno, mi máquina de escribir portátil y la petaca de plata que me acompañaba como un amuleto.
Vi caer bombas en Vietnam, escuché gritos en Argelia, caminé entre cadáveres en el Congo… Cada guerra tenía su propia música, pero todas sonaban igual en el fondo: miedo, hambre y niños descalzos. Cada vez que me sentaba a escribir una crónica, sentía que en el fondo lo hacía desde una mesa del Florida, como si las lámparas temblaran todavía y el humo del tabaco siguiera dibujando espirales en el aire.
Mi carrera creció más de lo que yo mismo hubiera imaginado. Dirigí un periódico, recibí premios, viajé en aviones que me llevaron de un conflicto a otro como quien encadena estaciones de tren. Y, sin embargo, nunca dejé de ser aquel chico que corría con gorra de botones por la Gran Vía, cargando maletas ajenas y soñando en secreto con escribir su propio nombre en un titular.
Hoy, ya octogenario, miro hacia atrás y no me reconozco del todo en el hombre que fui. Solo hay algo que se mantuvo inmutable: mi empeño en contar la guerra desde el lado de las víctimas. Porque yo mismo fui víctima, niño de un Madrid roto y testigo de demasiadas despedidas. Quizá por eso mis crónicas siempre tuvieron a los niños en primer plano: porque cada vez que veía a uno, descalzo y aterrado en medio de un bombardeo, me veía a mí mismo corriendo por los pasillos del Florida.
En mi escritorio, aquí y ahora, me rodean los recuerdos. La petaca de Hemingway, desgastada y con un pequeño golpe en la tapa. Una fotografía desvaída donde apenas se me distingue entre corresponsales famosos. Un carrete vacío que me regaló Capa, guardado en una caja de madera. Y la nota arrugada de Gerda: “Para mi chico rápido. No dejes de mirar.”
Tecleo en mi vieja Olivetti y siento que cada golpe es también un homenaje. A ellos, a Madrid, al hotel desaparecido que fue mi escuela y mi hogar en plena guerra.
Porque sí, la guerra terminó el 1 de abril de 1939. Pero para mí, aquel botones convertido en corresponsal, nunca terminó del todo. Sigo escuchando las sirenas en mis sueños, sigo viendo las luces de Callao parpadear entre la pólvora. Y sigo creyendo que, mientras alguien escriba lo que pasó, el Florida seguirá en pie, aunque hoy lo cubran las escaleras mecánicas y los escaparates de los grandes almacenes.
Cierro los ojos, doy un último golpe de tecla y sonrío. He cumplido mi promesa. He contado lo que vi.
Y sé que el niño que fui estaría orgulloso.
“Siempre haz sobrio lo que dijiste que ibas a hacer borracho. Eso te enseñará a mantener la boca cerrada”