Al filo de la noticia
Redacción entre bombas: corresponsales en el Hotel Florida
¿Imaginas lo que significa narrar una guerra? No solo contarla, sino vivirla, respirarla, enfrentarse a ella con el escudo frágil de una cámara o una pluma. Reporteros, fotógrafos, corresponsales… hombres y mujeres que se juegan la vida para que el mundo no permanezca ciego. Testigos directos de la injusticia, del drama humano, de la muerte en sus múltiples formas, relatando lo inenarrable desde una trinchera de palabras e imágenes, a menudo a escasos metros del horror.
Durante la Guerra Civil española, algunos de los más célebres corresponsales internacionales de la época encontraron su cuartel general en uno de los hoteles más míticos de Madrid: el desaparecido Hotel Florida. Erigido en la década de 1920 en la confluencia vibrante entre la Gran Vía y la plaza de Callao —donde hoy se alza un conocido centro comercial—, este edificio de diez plantas fue mucho más que un simple alojamiento. Fue una atalaya improvisada desde la que se miraba de frente al caos, un observatorio privilegiado del conflicto y, al mismo tiempo, un refugio frágil entre columnas de mármol y explosiones lejanas.
Entre crujidos de obuses, tazas de café que olían a tinta y pólvora, y redacciones montadas sobre escritorios prestados, se entretejió una red de relatos que dio al mundo una imagen —a veces desgarrada, a veces idealizada— de lo que ocurría en las calles de Madrid. En sus habitaciones con vistas al frente y pasillos llenos de ecos multilingües, convivieron corresponsales curtidos, escritores idealistas, fotógrafos de leyenda y espías camuflados entre libretas. Allí coincidieron Ernest Hemingway, Martha Gellhorn, John Dos Passos, Mikhail Koltsov o Herbert Matthews, entre otros, formando una suerte de hermandad internacional de la palabra y la imagen.
El Florida no fue solo un hotel. Fue una redacción global suspendida en el corazón del conflicto, un laboratorio narrativo donde se trataba de poner orden al caos a golpe de crónica. En aquel décimo piso, convertido en mirador y trinchera, el periodismo se ejercía como una forma de resistencia. Se escribía con urgencia, sí, pero también con una convicción ética y una pulsión literaria que hoy parecen parte de otra era. Fue allí donde la guerra no solo se vivió: se escribió para la posteridad.
El Florida: Una glamurosa trinchera en plena la Gran Vía_
Nombrar el Hotel Florida es convocar la silueta perdida de un edificio mítico, un tótem urbano que durante décadas se alzó majestuoso en el corazón palpitante de Madrid. Diseñado por el gran Antonio Palacios y erigido en plena Gran Vía, el Florida fue mucho más que un alojamiento de lujo: fue símbolo de modernidad, escenario de la vida social madrileña de entreguerras y, más tarde, insólito refugio de corresponsales de guerra en plena batalla. Su destino, sin embargo, fue el del olvido y el derribo. Como tantos otros espacios esenciales de la ciudad, su memoria fue sepultada bajo los cimientos de una modernidad apresurada, que confundió progreso con desmemoria. Hoy, su eco sobrevive como una vibración tenue entre las capas del asfalto, entre las grietas de una ciudad que a menudo camina de espaldas a su pasado.
La construcción del hotel comenzó a principios de los años veinte, en una parcela privilegiada: el número 19 de la Gran Vía, en la esquina con la calle del Carmen y frente a la plaza de Callao, uno de los vértices neurálgicos de la transformación urbana madrileña. Era un enclave estratégico, en una arteria recién abierta al siglo XX, donde la ciudad trataba de ensancharse hacia el futuro. En ese momento, Antonio Palacios vivía su apogeo profesional. El arquitecto gallego, autor de obras icónicas como el Palacio de Comunicaciones, el Círculo de Bellas Artes o el Hospital de Jornaleros de Maudes, se encontraba en plena madurez creativa. Su estilo, inconfundible, combinaba monumentalidad y funcionalidad, clasicismo reinterpretado y una sensibilidad profundamente moderna.
El Hotel Florida, con sus diez plantas y más de doscientas habitaciones —todas con baño privado, teléfono y ascensor, lo cual era una rareza para la época—, fue inaugurado en 1924. De inmediato se convirtió en uno de los establecimientos más modernos, codiciados y cosmopolitas de la capital. En su planta baja, el café-bar “Granja Florida” ofrecía productos frescos de alta calidad, muchos de ellos procedentes de la finca burgalesa de su propietario, Joaquín Velasco. Su interior, adornado con zócalos de caoba, lámparas de metal dorado y cristal, mármoles nobles, grifería moderna, mozos uniformados y mobiliario de líneas elegantes, respiraba un aire europeo, sofisticado, que encajaba con la ambición arquitectónica de la nueva Gran Vía, entonces aún en construcción y ya convertida en símbolo de la modernidad madrileña.
Y sin embargo, como tantas veces ocurre en Madrid, la historia de este edificio terminó siendo la de un esplendor tan intenso como efímero. Durante la Guerra Civil, el hotel resistió con dignidad los bombardeos y se transformó, casi de forma natural, en el centro neurálgico del periodismo internacional. Allí se alojaron corresponsales legendarios que convirtieron el décimo piso en una trinchera de palabras. Todos compartieron sus días y sus noches entre tazas de café, el tableteo de las máquinas de escribir y el estruendo lejano de los obuses. En el Florida se escribió, literalmente, la historia.
Tras el conflicto, el edificio fue reformado y, años más tarde, vendido a Galerías Preciados. La posguerra trajo consigo otra clase de batalla: la del desarrollismo económico, que no respetaba ni los recuerdos ni la belleza. En los años sesenta, el Florida fue demolido sin miramientos para levantar en su lugar un volumen comercial anónimo, sin alma, funcional hasta el olvido. La obra de Palacios, que había resistido la artillería y albergado a medio mundo en armas y palabras, no pudo oponerse a la lógica implacable del franquismo económico y sus centros comerciales en expansión.
Apenas quedaron vestigios materiales de su existencia. Solo una barandilla de forja, rescatada por azar en un edificio de la calle Pizarro en 1965, pareció devolver por un instante algo de corporeidad a aquel edificio desaparecido. Por lo demás, el Florida se desvaneció. Se evaporó como el vapor de sus cafés o el humo de los cigarros encendidos en las madrugadas de bombardeo, engullido por una ciudad que olvidó demasiado pronto el valor de su propio patrimonio moderno.
Hoy, allí donde vibraron las voces de Hemingway o Dos Passos, se alza uno de los edificios de El Corte Inglés. Bajo sus escaleras mecánicas y luces frías de gran almacén, duerme, sepultada, la memoria de un lugar donde el periodismo internacional escribió una de sus páginas más valientes y poéticas. Aquel hotel desaparecido ya no se ve, pero sigue vivo en la memoria urbana, como una sombra elegante y obstinada que se resiste a desaparecer del todo.
Callao y el edificio Telefónica: epicentro del mundo periodístico_
Otoño de 1936. Madrid resiste. Bajo el estruendo incesante de los obuses que caen desde la Casa de Campo y con el río Manzanares convertido en una frontera ardiente, una esquina concreta de la ciudad late con la intensidad de un corazón febril. Es la plaza de Callao. Y en ella, erguido entre el humo, la incertidumbre y la esperanza, se alza el Hotel Florida.
A escasos metros, el edificio de Telefónica —entonces el rascacielos más alto de Europa occidental— se ha transformado en centro neurálgico de la Oficina de Prensa y Propaganda de la República. Entre ambos edificios, cruzando apenas la calzada de una Gran Vía herida pero aún viva, se mueven los hombres y mujeres que escriben el relato global de la guerra: los corresponsales extranjeros.
El Florida, por su ubicación estratégica, por su infraestructura moderna y por pura necesidad, se convierte en un puesto de observación privilegiado. Está lo suficientemente cerca del frente como para escuchar el latido del combate, pero lo bastante protegido como para sobrevivir a él. A pesar del asedio, el hotel conserva durante meses una dignidad logística insólita: habitaciones con baño privado, agua caliente, servicio telefónico y un café humeante que, a veces, logra imponerse al silbido de las bombas. En sus pasillos, habitaciones y salones convertidos en redacción, se entrecruzan el miedo, el idealismo y la obstinación de contar. El Florida se transforma en cuartel de reporteros, en redacción internacional sin fronteras, en trinchera vertical del periodismo comprometido.
La cercanía con el edificio Telefónica no es solo una comodidad: es la razón misma de su elección. Desde allí se autorizan —o censuran— las crónicas, se transmiten por teléfono o cable a Londres, París, Berlín o Nueva York, se negocia con los responsables de propaganda o, sencillamente, se busca la forma de burlar los controles. Callao se convierte en un eje simbólico y operativo entre la pólvora del frente y la tinta de la prensa mundial. Por sus aceras transitan milicianos, diplomáticos, fotógrafos de Regards y corresponsales del New York Times. Los cafés cercanos —Chicote, Molineros, Aquarium— sirven como redacciones improvisadas, tertulias nocturnas, refugios donde se cruzan confidencias, se cotejan noticias y se forjan relatos.
Durante semanas —y especialmente entre finales del 36 y la primavera del 37— más de 150 corresponsales extranjeros ocupan las habitaciones del Florida. Muchos llegan sin reserva, sin salvoconductos, sin más escudo que una cámara, una libreta y un compromiso. Vienen de París, Berlín, Moscú o Nueva York. Algunos movidos por el fervor antifascista; otros, por el instinto periodístico ante lo que intuyen como un ensayo general del próximo gran conflicto mundial. Todos ellos confluyen en ese cruce vibrante entre la barbarie y la historia. Allí donde se escuchan los cañones y se escriben las crónicas.
La Guerra Civil española no solo fue un campo de batalla militar: también lo fue para el periodismo. Supuso un punto de inflexión en la manera de contar los conflictos bélicos. Las nuevas cámaras compactas, ligeras y manejables permitieron por primera vez a los reporteros gráficos acercarse al frente real. La irrupción de los collages fotográficos y la maquetación moderna transformaron la narrativa visual en los periódicos. Surgieron noticiarios filmados que se proyectaban en los cines ante una audiencia masiva y expectante. Nunca antes una guerra se había vivido con semejante inmediatez ni con semejante carga de intimidad.
Por eso no es casual que, cuando Ernest Hemingway llega a Madrid en marzo de 1937, elija el Hotel Florida como su refugio y atalaya. Ni que, poco después, lo haga también Martha Gellhorn, la mujer que le disputaría no solo el afecto sino la mirada sobre el conflicto. Porque Callao no es simplemente un punto en el mapa: es el corazón simbólico de una ciudad sitiada que, incluso entre ruinas, se aferra a la palabra. Mientras el Florida se mantenga en pie —con sus cristales rotos y sus luces titilantes—, la historia sigue latiendo.
Lujo entre bombas: habitaciones con vistas al infierno_
Las puertas giratorias del Hotel Florida no dejaron de moverse durante el otoño y el invierno de 1936, aunque lo hicieran al ritmo áspero de la guerra. El lujo burgués con el que fue inaugurado en 1924 convivía ya con los cristales que vibraban al paso de los obuses, las primeras grietas en la fachada y el murmullo nervioso de las crónicas dictadas con urgencia desde un teléfono compartido. El Florida se había transformado: de elegante hospedaje para la élite madrileña a fortín de periodistas; de refugio temporal a búnker de palabras. En sus habitaciones se dormía poco y se escribía mucho. O al menos se intentaba.
Allí, como veremos más adelante, se cruzaban idealistas con veteranos curtidos, escritores de raza con jóvenes que llegaban a Madrid con más voluntad que oficio. Todos ellos compartieron estancia, cafés y alertas antiaéreas entre sus muros. El Florida no era ya un hotel: era un cruce de caminos de la historia, un punto de encuentro entre ideologías, culturas y lenguas distintas, un microcosmos agitado donde el periodismo, la literatura y la propaganda se daban la mano —y a veces, la espalda.
Aquel universo concentrado en apenas diez plantas fue testigo diario del miedo y de la euforia, del compañerismo y de las sospechas. Algunos huéspedes eran también propagandistas; otros, espías disfrazados de cronistas. Varios se implicaban activamente en la causa republicana; otros intentaban, con desigual fortuna, mantener una supuesta neutralidad que la realidad se empeñaba en desmentir. Todos compartían algo más que el desayuno: la certeza de estar presenciando —y escribiendo— una historia que merecía contarse, aunque el precio pudiera ser la vida.
La disposición del hotel tenía su propia ironía trágica. Las habitaciones con vistas exteriores a la plaza de Callao —antaño codiciadas por su luz y su amplitud— eran ahora las más baratas: su exposición las convertía en blanco fácil de la artillería. Las interiores, más caras, ofrecían la ventaja de la sombra, el anonimato, la protección. En la madrugada del 1 de abril de 1937, dos bombas impactaron en el edificio. Los corresponsales corrieron escaleras abajo, cubriéndose la cabeza entre el humo y el polvo. Hemingway, imperturbable, se limitó a comentar: “Tengo una gran confianza en el Florida”. Y el hotel resistió. Lo haría muchas veces más.
Dormir allí era casi imposible. Los bombardeos que cada día sacudían la Gran Vía —rebautizada popularmente como “la avenida de los obuses” o “la del 15 y medio”, en alusión al calibre de los proyectiles que caían desde el cerro Garabitas— convertían cada noche en una ruleta. La vibración de las explosiones, el zumbido de los cazas, el estruendo lejano de los combates en la Ciudad Universitaria componían la banda sonora constante del asedio.
Y sin embargo, el Florida era, paradójicamente, el mejor lugar posible. No por su confort, que ya era escaso, sino porque representaba el epicentro. No solo del conflicto armado, sino de la batalla narrativa que se libraba en paralelo. Desde sus ventanas se divisaban los fogonazos del frente, se escuchaban las sirenas, se veían pasar ambulancias, brigadistas, milicianos... El Florida no era un refugio: era una atalaya. Una trinchera vertical en la que cada frase podía convertirse en titular y cada error, en epitafio.
Por sus pasillos transitaban también brigadistas internacionales, enfermeras voluntarias, pilotos de la escuadrilla Malraux, idealistas venidos de toda Europa, y hasta actores de Hollywood como Errol Flynn, que apareció por Madrid para entregar fondos destinados a ambulancias republicanas. El hotel acogía sin jerarquías a quienes compartían, si no una ideología, al menos un propósito común: narrar. A veces, los recién llegados del frente, con las botas llenas de barro, se cruzaban en el ascensor con los que volvían del bar Chicote, oliendo a ginebra. Y nadie preguntaba demasiado.
La guerra convirtió al Florida en algo más que un edificio. Lo transformó en un estado de ánimo. En una frontera simbólica entre el adentro y el afuera, entre el caos y la palabra. En ese lugar, cada noche podía ser la última y cada crónica, un acto de resistencia. Porque mientras hubiera alguien escribiendo en una habitación con vistas al infierno, la historia no estaría del todo perdida.
De plumas y trincheras: los periodistas que narraron Madrid_
Cuando llegaron a Madrid, muchos de aquellos hombres y mujeres no lo hicieron como simples cronistas, sino como testigos voluntarios de un momento que sabían decisivo. Venían armados con libretas, máquinas de escribir, cámaras y una determinación férrea por contar lo que veían. Algunos eran ya nombres consagrados del periodismo y la literatura; otros, jóvenes inquietos en busca de una causa que justificara su oficio. Todos, sin excepción, comprendieron pronto que no se encontraban ante un conflicto más, sino ante un parte esencial de la historia mundial.
La Guerra Civil española no fue una guerra lejana para la conciencia europea o americana: fue una llamada directa, una interpelación moral, una batalla donde se decidía algo más que el destino de un país. Como escribió Herbert Matthews, corresponsal del New York Times, se trataba de “una guerra mundial en miniatura”; y Madrid, en el otoño de 1936, era su epicentro. Allí convergieron escritores, fotógrafos, corresponsales y propagandistas en busca de una verdad difícil de fijar, pero urgente de contar.
Hemingway y Dos Passos: tinta y pólvora:
La figura de Ernest Hemingway se alza como una de las más emblemáticas. El escritor norteamericano llegó a Madrid en marzo de 1937 contratado por la agencia NANA, con un salario extraordinario para la época: mil dólares por crónica. Instalado en el Hotel Florida —donde también residirían su pareja, Martha Gellhorn, y el novelista John Dos Passos—, Hemingway alternaba la escritura con visitas al frente de Guadalajara o al cuartel de la XI Brigada Internacional. Narraba la guerra con una prosa vibrante, con intensidad casi novelesca, pero también con una implicación ideológica nada disimulada. No vino solo a informar: vino a luchar con palabras. De esa experiencia, de esa inmersión emocional y política, nacería su obra Por quién doblan las campanas.
Su vínculo con John Dos Passos, sin embargo, no sobrevivió a la guerra. El caso Robles —el asesinato de José Robles, traductor de Dos Passos, a manos de agentes comunistas— fracturó su amistad y marcó una línea divisoria insalvable. Mientras Hemingway reafirmaba su adhesión a la causa republicana, Dos Passos se alejaba con desencanto, perplejo ante la violencia fratricida dentro del propio bando. La amistad se rompió, pero las páginas que ambos dejaron sobre Madrid sobrevivieron al desencuentro y forman hoy parte de una de las crónicas más potentes de la literatura de guerra.
Koltsov, Gellhorn y la influencia soviética:
Más alineado con la ortodoxia comunista se encontraba Mijaíl Koltsov, enviado del diario soviético Pravda, figura clave en la maquinaria propagandística del Kremlin. Instalado también en el Florida, Koltsov ejercía una doble función: periodista y emisario político. Cercano a Alexander Orlov y vinculado al espionaje soviético en España, su presencia en los círculos de poder republicano fue tan influyente como incómoda. Su papel iba mucho más allá de la crónica: participaba en las decisiones estratégicas sobre qué contar, cómo y a quién.
Frente a su perfil intervencionista, Martha Gellhorn ofrecía otra mirada. También alojada en el Florida, la periodista norteamericana huía del tono épico o panfletario. Sus crónicas se centraban en la experiencia civil, en la cotidianidad desgarrada de la vida bajo las bombas, en la dignidad anónima de quienes resistían. Fue una de las pocas voces femeninas con presencia constante en la cobertura internacional del conflicto y una de las más lúcidas. Su escritura, sobria y compasiva, captó con sensibilidad la humanidad que aún palpitaba entre las ruinas.
Capa, Taro y el poder de la imagen:
Mientras las palabras se debatían entre la censura y la urgencia, las imágenes hablaban con una elocuencia brutal. Endre Ernö Friedmann y Gerda Taro, llegados a Madrid desde Barcelona en agosto de 1936, trabajando para Regards y Ce Soir, transformaron el fotoperiodismo en una nueva forma de narrar la guerra bajo el sobrenombre de ”Robert Capa”. Friedmann, con apenas veinte años, captó con su Leica momentos que marcarían el imaginario del siglo XX, como La muerte de un miliciano. Taro, incansable y valiente, documentó la batalla de Brunete con una intensidad pocas veces igualada, hasta perder la vida en un bombardeo. Su trágica muerte, como la de Louis Delaprée o Dick Sheepshanks, nos recuerda que cubrir la guerra desde Madrid era jugarse la vida a cámara lenta.
Las fotografías de Capa no solo ilustraban las crónicas: las ampliaban, las completaban, las hacían imborrables. Por primera vez, el horror tenía rostro. Y ese rostro lo veía el mundo en portadas, exposiciones, proyecciones. La imagen, desde entonces, ya no fue la misma.
Cox, Buckley, Delmer, Saint-Exupéry. entre trincheras y tipografías:
Más discretos en su celebridad, pero fundamentales en el retrato del conflicto, fueron otros corresponsales como Henry Buckley, del Daily Telegraph, quien llevaba en España desde 1929 y conocía de cerca las entrañas políticas del país. Geoffrey Cox, del News Chronicle, decidió quedarse en Madrid incluso después de que el gobierno republicano se trasladara a Valencia, como acto de compromiso con la ciudad y su gente. Sefton Delmer, del Daily Express, aportaba una mezcla de sarcasmo británico y agudeza analítica, con un estilo que desbordaba tanto inteligencia como ironía. Junto a ellos Antoine de Saint-Exupéry, aviador y novelista en ciernes, recorría las trincheras de Carabanchel para Paris-Soir. Aquel escenario de pólvora y barro nada tenía que ver con el mundo tierno y luminoso de su futuro Principito.
A la labor de estos destacados narradores se unió la de decenas de enviados —algunos de paso, otros convertidos en residentes improvisados— tejieron una crónica colectiva de la ciudad sitiada. Sus textos, a menudo sometidos a censura o reescritura, no siempre fueron exactos ni imparciales. Pero todos, sin excepción, compartían una urgencia ética: dar testimonio. Incluso quienes simpatizaban inicialmente con el bando nacional, como William Carney, terminaron abandonando cualquier pose de neutralidad ante lo que veían en las calles.
En Madrid, simplemente, no había lugar para las medias tintas. O se contaba. O se callaba. Y la mayoría eligió contar.
Tinta bajo censura: la guerra contra el silencio_
En el Madrid sitiado de 1936, escribir no era suficiente. Para los corresponsales extranjeros, narrar lo que veían era apenas el primer paso. Después venía otro frente, menos visible pero igual de hostil: la lucha con la censura republicana. Porque en una ciudad donde cada palabra podía levantar la moral o hundirla, las crónicas no eran solo testimonios: eran munición.
Desde los primeros días del conflicto, el Gobierno de la República comprendió el poder simbólico de la prensa internacional. Ganarse la simpatía de las democracias occidentales —especialmente Francia, Reino Unido y Estados Unidos— era una prioridad diplomática, casi tan urgente como defender el frente del Manzanares. Por eso, las crónicas que salían de Madrid debían proyectar dignidad, heroísmo y resistencia ante el avance fascista. Sin embargo, esa estrategia comunicativa se vio pronto tensionada por la tozudez de los hechos. Y por el carácter de quienes los escribían.
Los corresponsales no siempre obedecían la narrativa oficial. Su vocación no era complacer, sino contar. Y eso, en tiempos de guerra, podía ser tan peligroso como un disparo mal dirigido. Para controlar el flujo de información, se creó la Oficina de Prensa Extranjera y Propaganda, con sede en un piso elevado del edificio de Telefónica, justo frente al Hotel Florida. Aquel lugar, de aspecto anodino pero trascendencia enorme, era un crisol multilingüe de periodistas agotados, funcionarios ideologizados y papeles con tachaduras.
Allí trabajaban figuras como Arturo Barea —escritor, censor, y más tarde, exiliado— o Ilsa Kulcsar, joven políglota socialista encargada de revisar textos en inglés, alemán, francés o húngaro. Entre ellos, noche tras noche, se decidía qué se podía contar y qué debía quedar en la sombra. Qué versión de la guerra llegaría a las portadas de The Times o Le Figaro. Qué imágenes podían cruzar la frontera.
El procedimiento era meticuloso, casi ritual. Los corresponsales escribían por duplicado sus crónicas: primero a mano, luego a máquina. Una copia quedaba en manos del censor, que la revisaba con bolígrafo rojo o la devolvía con objeciones. La otra, si era aprobada, viajaba a la sala de transmisiones, donde el periodista la dictaba por teléfono a su redacción… siempre bajo la escucha de un censor, que, auriculares mediante, podía cortar la llamada en cuanto detectara una palabra prohibida. La censura era ideológica, sí, pero también técnica, tangible, inapelable.
Enviar una crónica por telégrafo o por radio podía costar hasta 500 dólares, una fortuna para los estándares de la época. Por eso, muchos reporteros de guerra se las ingeniaban con métodos alternativos: aprovechaban las valijas diplomáticas de sus embajadas, cruzaban manuscritos clandestinamente a través de la frontera francesa o recurrían a claves ocultas entre líneas. Algunos mezclaban noticias triviales con metáforas cargadas de significado. Otros usaban silencios. Porque incluso los silencios, bien escritos, podían gritar.
La censura, sin embargo, no fue siempre homogénea ni implacable. Durante los primeros meses de la contienda, la fragilidad institucional del Frente Popular —dividido entre anarquistas, comunistas, socialistas y republicanos— generó contradicciones y zonas grises. Algunos textos incómodos lograban colarse. Pero con la consolidación del Comisariado de Guerra y la creciente influencia soviética, el control informativo se endureció. Las órdenes eran claras: ninguna crónica debía minar la moral popular ni poner en duda la legitimidad del esfuerzo republicano.
Quienes desafiaban ese marco corrían riesgos reales. El británico Roland Winn fue encarcelado por publicar una visión crítica del gobierno. Peter Irving y Louis Delaprée sufrieron presiones constantes. Este último, corresponsal de Paris-Soir, murió en un accidente aéreo cuando intentaba regresar a Francia, poco después de denunciar las matanzas de Paracuellos. Su última crónica fue un alegato desgarrador sobre el sufrimiento de los civiles en Madrid: “¿Es que los niños también son rojos?”, preguntaba con rabia. No todos quisieron oír la respuesta.
Y sin embargo, muchos persistieron. La censura no apagó el impulso de contar. Lo volvió más astuto, más sutil, más simbólico. Se aprendió a escribir entre líneas, a utilizar imágenes de doble lectura, a esconder denuncias bajo la apariencia de rutina. Porque en aquella guerra —como en todas— lo que no se podía decir era, casi siempre, lo más importante.
En aquel Madrid donde todo se vigilaba, donde cada máquina de escribir era un riesgo y cada llamada una potencial delación, publicar una crónica veraz era una forma de resistencia. Un pequeño triunfo sobre el silencio. Un acto de valentía contra el olvido.
Entre el Chicote y el frente: crónicas en tránsito_
Pocos escenarios condensan mejor la vida dual de los corresponsales en el Madrid sitiado que ese trayecto incierto entre el bar Chicote y el Parque del Oeste, entre el Hotel Florida y las trincheras de la Ciudad Universitaria, entre el Aquarium y el edificio de Telefónica. No había frontera clara entre la retaguardia y el frente: el periodismo se escribía a salto de mata, entre la resaca y la metralla, con las botas aún cubiertas de barro y el olor a pólvora colándose entre los párrafos.
La Gran Vía —aún en construcción y ya arteria vital de la ciudad— latía al ritmo frenético de los días de asedio. A un lado, los cafés con aroma a tinta, vermut y tabaco; al otro, los despachos improvisados, las centralitas de teléfono, los controles del pase de prensa. Y entre ambos extremos, apenas unos pasos. Pero también un abismo de contrastes. En Chicote, epicentro nocturno de la bohemia internacional, se podía encontrar jazz, ginebra y un alivio efímero, casi culpable. Allí los corresponsales comentaban el parte del día entre camareros imperturbables y vasos que tintineaban al compás del miedo.
Pero no era solo evasión: los bares eran también redacciones informales, confesionarios de urgencia, trincheras emocionales donde el alma buscaba tregua. En el Aquarium, en Molineros, en el Miami, se mezclaban milicianos exhaustos, brigadistas internacionales, soldados de permiso y periodistas con el pulso aún acelerado. Se hablaba de combates, de mapas, de compañeros caídos. Se cruzaban miradas, se compartían mesas demasiado estrechas, se alargaban las madrugadas más allá de lo prudente. No era fiesta. Era supervivencia a través del encuentro.
Y luego llegaba la mañana. Y con ella, el vértigo. Algunos periodistas se lanzaban al frente en camionetas prestadas por el Gobierno republicano o en vehículos incautados, con los cascos puestos, la cámara colgada al cuello o la máquina de escribir en el regazo. Rumbo a Argüelles, a la Ciudad Universitaria, a la carretera de La Coruña o al propio Manzanares, convertido en frontera líquida de la muerte. Iban donde se disparaba, donde se moría, donde había algo que contar. No pocos lo hacían sin autorización, jugándose la vida y, a veces, también el carné de prensa.
El Hotel Florida, con su proximidad al edificio de Telefónica, ofrecía una ventaja logística inigualable: escribir, pasar por la censura, dictar la crónica por teléfono y regresar al cuarto sin necesidad de cruzar la calle. Pero cuando el frente se desplazaba o la noticia estaba lejos, había que moverse. A veces en tranvía, otras en coches improvisados, escoltados por milicianos, con el ruido de los obuses como banda sonora. Algunos volvían con historias que estremecían. Otros, simplemente, volvían. Y eso ya era bastante.
En ese contexto, la tensión de los días encontraba desahogo en las noches. Muchos corresponsales —jóvenes, idealistas, arrastrados por la intensidad del momento— se dejaban llevar por la energía emocional de una ciudad que vivía como si cada jornada fuera la última. El roce era inevitable: el miedo, la fraternidad, la euforia tejían vínculos instantáneos, a veces efímeros, otras inolvidables. Las fuentes no hablan de fiestas, pero sí de bares llenos, de encuentros furtivos, de esa forma de vivir urgente que impone la guerra cuando nadie sabe si habrá un mañana.
En aquel Madrid sin tregua, las historias nacían en tránsito: entre una mesa de café y una trinchera, entre la noche en Chicote y la luz rota del frente. La ciudad no era solo escenario. Era red, cruce, herida y palabra. Una ciudad contada mientras ardía.
Muere un hotel, nace una leyenda_
El Hotel Florida no cayó bajo las bombas, sino bajo algo más implacable: el olvido. Su historia no terminó con la guerra, sino con el supuesto progreso. Tras resistir el asedio, el hambre y la metralla; tras haber sido santuario de corresponsales, refugio de intelectuales y bastión simbólico de la capital sitiada, el edificio comenzó un lento declive que culminaría, años más tarde, en su desaparición física. Hoy, donde se tejía la historia entre columnas de mármol y tazas de café, se anuncian rebajas de temporada bajo una luz blanca de neón.
La posguerra redibujó Madrid a golpe de bulldozer, borrando piedra a piedra los escenarios incómodos del pasado. El Florida —ya sin su aura internacional ni sus huéspedes ilustres— languideció como tantos otros hoteles que habían vivido su esplendor en los años treinta. El franquismo no tenía ningún interés en preservar aquel símbolo incómodo de la resistencia republicana, ni en mantener en pie un edificio que encarnaba la memoria de una ciudad rebelde y abierta al mundo.
A principios de los años sesenta, el Florida fue demolido. En su solar, la nueva ciudad levantó lo que parecía inevitable: un templo del consumo, luminoso, funcional, sin memoria. Aunque hoy una placa recuerda su presencia, tan solo sobreviven algunos archivos, unas pocas fotografías y el eco lejano de las crónicas dictadas desde sus habitaciones. Como ocurre con tantos espacios esenciales, su verdadero lugar hoy está en la imaginación histórica.
Porque la demolición más profunda no fue la estructural, sino la del relato. Durante décadas, el Florida desapareció no solo del paisaje urbano, sino también de la memoria colectiva. No figuraba en las guías, no se mencionaba en los homenajes, no tenía presencia en la ciudad que tanto le debía. El lugar que hospedó a Hemingway, Gellhorn, Dos Passos, Koltsov, Friedmann, Taro y tantos otros, se diluyó entre la prisa de los escaparates, en la rutina de unas escaleras mecánicas.
Y sin embargo, allí sucedió algo irrepetible. Durante meses, aquel edificio de diez plantas fue más que un hotel: fue una redacción sin fronteras, una torre de palabras y una barricada de periodistas. Desde sus ventanas se miró de frente a la historia; en sus pasillos se cruzaron visiones del mundo que anticipaban la guerra global que se avecinaba. Fue un espacio donde la vida y la palabra se enfrentaron, hombro con hombro, al abismo.
Hoy, pocos de los que atraviesan la plaza de Callao y entran en el gran almacén que ocupa su lugar saben que allí, entre el mármol y el miedo, se libró una batalla crucial: la de narrar el mundo mientras el mundo se venía abajo. Recordar el Hotel Florida no es, por tanto, un gesto de nostalgia. Es un acto de justicia narrativa. De memoria activa. De rescate. Porque hay edificios que, aunque ya no se vean, siguen habitando las grietas de una ciudad que no debería permitirse olvidar.
“El mundo nos rompe a todos, y después, muchos son fuertes en los lugares rotos”