La casa maldita

Número 3 de la calle Antonio Grilo. Historia de Madrid

Número 3 de la calle Antonio Grilo. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Antonio Grilo: la leyenda negra de una calle maldita

Las ciudades tienen dos almas. Una visible, ordenada y orgullosa, hecha de monumentos, plazas y calles con nombre propio. Y otra, más honda, enterrada bajo sus aceras, oculta entre las grietas de sus edificios y los susurros de quienes aún recuerdan lo que no sale en las guías turísticas.

Madrid no es diferente. Bajo sus tejados y adoquines se esconde una cartografía de lo inexplicable, un mapa secreto de muertes, desapariciones, voces sin dueño y casas donde la lógica parece haberse tomado vacaciones. Son los otros lugares, aquellos que nadie quiere habitar pero que todos quieren contar.

Porque cada gran ciudad tiene sus espectros, no siempre visibles, pero sí tenaces. Como las manchas de humedad, se filtran por los muros y, con el tiempo, se convierten en parte del paisaje. Las leyendas oscuras, los crímenes sin resolver y las tragedias cotidianas que han pasado de boca en boca durante generaciones construyen una memoria negra que, aunque no se estudie en las aulas, forma parte esencial del alma de una urbe.

A veces esa memoria toma forma de edificio. De dirección concreta. De número maldito. Y es que, si uno repasa la historia urbana con los ojos bien abiertos, encontrará que las ciudades están salpicadas de casas a las que nadie quiere mudarse. No importa su precio ni sus vistas. Importa lo que allí ocurrió. Importa quién no se fue del todo.

En Nueva York, el 112 de Ocean Avenue, más conocido como la casa de Amityville, convirtió un barrio tranquilo en parada obligatoria del turismo paranormal tras una masacre familiar y las supuestas apariciones posteriores. En Londres, el 50 de Berkeley Square, con su siniestra habitación del segundo piso, fue considerado durante décadas “el lugar más embrujado de la ciudad”. En Alemania, el remoto caso de Hinterkaifeck, donde una familia entera fue asesinada en su granja por un desconocido que convivió con los cadáveres durante días, aún hoy hiela la sangre a criminólogos e historiadores.

Pero la memoria macabra de Madrid no se queda atrás y también guarda sus propias cicatrices invisibles.

Está la casa de la calle de San Bernardino, donde en 1854 apareció una monja emparedada en el desván. O los sótanos del Palacio de Linares, con psicofonías tan célebres que acabaron formando parte de la programación de la televisión pública. O el cementerio de fetos hallado en unas bodegas del barrio de Malasaña, testigo silencioso de una posguerra atroz y clandestina.

Y sin embargo, hay un lugar que supera a todos los anteriores en número de víctimas, en perturbadora continuidad temporal y en crudeza: la casa del número 3 de la calle Antonio Grilo.

Una calle tan corta como misteriosa, un edificio sin cartel ni inscripción y un piso donde las paredes han sido testigo de una secuencia tan inexplicable de crímenes que ni la lógica, ni la psiquiatría, ni la arquitectura han podido aún ofrecer una explicación convincente a uno de los mayores misterios de Madrid.

La historia que estás a punto de leer no es leyenda ni ficción. Todos los nombres, fechas y hechos que aquí se relatan están documentados en crónicas de prensa, archivos judiciales y testimonios orales. No hace falta añadir fantasmas donde ya hubo sangre. Solo hace falta abrir la puerta del 3ºD de Antonio Grilo número 3 y escuchar lo que las paredes, si sabes oírlas, aún siguen susurrando.

¿Te atreves a entrar?

De calle de las Beatas a Antonio Grilo: pasado sagrado, futuro maldito_

Hay calles que nacen bajo la bendición de los rezos y otras que parecen consagradas al silencio inquietante del más allá. La calle Antonio Grilo, antes conocida como la calle de las Beatas, podría parecer una mezcla de ambas: una vía minúscula, en apariencia anodina, encajada entre San Bernardo y los Mostenses, por la que apenas se pasa… pero que cuesta olvidar.

Su nombre actual, heredado en 1899 de un poeta menor —Antonio Fernández Grilo, quien compuso una oda al mar sin haberlo visto nunca—, no podría estar más lejos del carácter real que ha acabado definiendo este rincón de Malasaña. En cambio, su nombre anterior, la calle de las Beatas, conecta directamente con su origen: el recogimiento, la clausura y el rezo. Pero también, como bien sabemos, con las pasiones reprimidas, los secretos ocultos y los pecados encerrados entre muros de piedra.

Y es que el germen de esta calle no fue una calle, sino un convento. El beaterio de Santa Catalina de Siena, fundado en el siglo XVI, ocupaba parte de lo que hoy conocemos como la plaza de los Mostenses, antes de que la piqueta liberal de los siglos XIX y XX decidiera redibujar los planos de la ciudad. Junto a él se hallaba también el Hospital de Convalecientes, el primero de su género en toda España. Allí eran enviados aquellos enfermos que ya habían superado el peligro, pero aún no estaban listos para volver al mundo. Gente entre dos orillas: la vida activa y la enfermedad, el umbral, el tránsito…

Poco a poco, el hospital se transformó en el convento de San Bernardo, regentado por monjes cistercienses, que permaneció en pie hasta 1846. El entorno respiraba recogimiento, caridad y silencio, pero también encerraba historias que nunca salían a la calle. Y es que lo sagrado, ya lo sabemos, no siempre es sinónimo de lo luminoso.

Desde muy temprano, la calle pareció haber sido inaugurada no solo con agua bendita, sino también con una gota de sangre. La historia de Antonio Grilo parece seguir una pauta que solo los más supersticiosos se atreverían a formular y que los más racionales preferirían ignorar: cuanto más se despoja un lugar de su aura sagrada, más fácilmente se cuelan en él otras presencias. Las que nadie invoca, pero llegan igual.

Porque donde antes hubo himnos y responsos, después vinieron gritos. Donde antes se rezaba por los moribundos, después se recogieron cadáveres. Donde antes se escondían los pecados, más tarde se ocultarían los crímenes.

Hoy, de aquel pasado devoto apenas queda el nombre de una travesía: la Travesía de las Beatas, que aún subsiste junto a Antonio Grilo como una cicatriz urbana de lo que fue. Pero quien camina por la calle no verá conventos, ni beaterios, ni capillas. Solo verá fachadas desconchadas, balcones cerrados, un bar de tapas, un locutorio y, si mira bien, los restos de un tiempo olvidado tras las paredes.

Y es que esta calle parece haber sido trazada con tinta invisible: la de los secretos. Aquí lo sagrado se volvió profano, lo curativo se volvió mortal, y lo invisible… a veces se dejó ver.

Ahora que conocemos su origen, podemos empezar a recorrer su senda más oscura. Porque no fueron uno, ni dos… sino nueve los muertos que quedaron atrapados para siempre en el número 3 de Antonio Grilo. Y aún hay quien dice que no fueron los únicos.

1776: el cura enamorado y el hortelano asesinado_

La historia de la calle Antonio Grilo no empezó con un crimen. Pero sí fue un crimen —con sotana, navaja y celos— lo que manchó por primera vez su suelo de rojo.

Año del Señor de 1776. Madrid se desperezaba a medio camino entre los últimos ecos del barroco y las reformas ilustradas de Carlos III. En aquel entonces, lo que hoy conocemos como calle Antonio Grilo era todavía la calle de las Beatas y sus esquinas estaban dominadas por un denso clima de religiosidad popular, donde beaterios, capillas y conventos salpicaban las manzanas del entorno.

Era un Madrid de callejones estrechos, de faroles mortecinos y campanas que marcaban los rezos. Y también de secretos, de pasiones ocultas, de habitaciones en penumbra y de vidas escondidas tras los muros del decoro.

Uno de esos secretos caminaba vestido de sotana. Era un sacerdote de misa diaria y verbo pulcro que, según los registros, daba servicio en la iglesia de San Martín. Un hombre, en teoría, consagrado al Señor, pero que había sucumbido a una tentación tan vieja como las Escrituras: una joven costurera que le remendaba la ropa litúrgica. La muchacha, vecina del barrio, quizá ignorante del deseo que provocaba, acabó convirtiéndose en el centro de los desvelos del clérigo.

Pronto comenzaron las rondas nocturnas. El cura, infligiendo su propia moral, se presentaba tras la caída del sol por las inmediaciones de la calle de las Beatas, con la excusa de una sotana rota o un alba manchada. La calle, de día devota, por la noche parecía cambiar de rostro: lo piadoso daba paso a lo carnal.

Pero no todo el vecindario observaba aquello en silencio. Un hortelano de la zona, hombre recto y conocido en el barrio, decidió intervenir. Había visto las visitas nocturnas, escuchado los murmullos y no dudó en enfrentarse al sacerdote. En público, incluso. "Eso no es propio de su estado", se atrevió a decirle.

El final fue abrupto. Una noche, el hortelano apareció apuñalado en plena calle de las Beatas. El rastro de sangre, como en una escena literaria de Galdós, se prolongaba por los adoquines hasta desaparecer a las puertas de la parroquia de San Sebastián, donde muchos delincuentes de la época buscaban refugio "a sagrado", confiando en la inmunidad que aún ofrecían las paredes de la Iglesia.

La Guardia, al examinar el camino manchado, entendió que el asesino había buscado cobijo en en el templo, cuyo sacristán identificó la actitud extraña de un hombre vestido con sotana… y ahí comenzó la detención. No fue una redada cualquiera. Como se trataba de un miembro del clero, se necesitó autorización del arzobispado y una presión poco habitual para aquellos tiempos, en los que los sacerdotes solían salir airosos con solo cambiar de parroquia.

Y, sin embargo, ocurrió algo inédito: el cura fue juzgado por la justicia ordinaria, convirtiéndose en el primer sacerdote en Madrid en ser procesado sin el habitual encubrimiento eclesiástico. Fue hallado culpable y condenado a muerte.

Pero en el último minuto —y esta es otra sombra que nunca se disipó del todo— Carlos III intervino. No por piedad, sino por estrategia. El rey ilustrado, reformista y amante del orden, no quiso permitir un escándalo que empañara el nombre de la Iglesia en una capital que apenas empezaba a alinearse con la modernidad europea. El veredicto se conmutó. El sacerdote fue perdonado. El crimen, oficialmente cerrado. Y el silencio, restaurado.

Pero algo se quebró aquella noche de 1776. Aquella sangre en el empedrado pareció inaugurar una época. Una grieta moral, un murmullo subterráneo que nunca volvió a cerrarse del todo. Desde entonces, cada generación ha dejado sobre esa calle su propio eco de tragedia, como si el asesinato del hortelano hubiese sido una especie de pacto fundacional. Un aviso.

Y quizá por eso, aunque la calle cambió de nombre un siglo más tarde, el eco de aquel primer crimen nunca dejó de resonar.

1909–1933: décadas de muertes extrañas en Grilo_

A principios del siglo XX, la calle Antonio Grilo aún no se había ganado su reputación macabra. Pero la acumulación de sucesos trágicos, uno tras otro, fue tiñendo su historia de un matiz oscuro, como si el azar —o algo más persistente— hubiera elegido este tramo de Malasaña para pasar lista a los desafortunados.

Nada parecía anunciarlo. La calle era entonces una vía secundaria, discreta, con vecinos humildes, porteras que lo sabían todo, cafés de barrio y cocinas que olían a cocido. Pero entre 1909 y 1933, algo comenzó a cambiar. Una sucesión de muertes accidentadas, improbables o directamente absurdas dejaron al vecindario con la sensación de que, entre aquellas paredes, la desgracia no necesitaba ayuda para presentarse.

1909: el suicidio que inauguró la tragedia

Ese año marca el inicio del rosario fúnebre. Se tiene constancia del suicidio de un vecino que se arrojó al vacío desde su vivienda, sin dejar nota ni explicación. Se habló de deudas, de una decepción amorosa, de problemas con el alcohol… pero nadie pudo confirmar nada. Solo quedó el cuerpo en mitad de la calle, como un mal augurio de lo que vendría después.

Fatalidades cotidianas en una calle con mala estrella

No tardaron en sumarse otros casos igual de inquietantes. Vecinos que sufrieron caídas mortales por escaleras, techos que cedieron sin previo aviso, una rama de árbol desgajada por un temporal que impactó directamente sobre una transeúnte, matándola en el acto. Los partes policiales los calificaban de infortunios, pero los vecinos comenzaron a hablar en voz baja de otra cosa: “Esta calle da mala suerte.”

A ello se sumaron varios atropellos, justo en la intersección con San Bernardo, donde el tránsito de carros primero, y coches más tarde, se cobraron más de una vida. Incluso hubo un caso en que una viga de obra se desplomó desde un andamio, atravesando el toldo de un comercio y cayendo sobre un cliente que esperaba su turno.

Los registros no hablan de relación entre estos casos. Ninguna mente racional podría establecer un vínculo entre ellos. Y sin embargo, todos ocurrieron en la misma calle, en apenas dos décadas.

1915: celos, sangre y muerte en una esquina maldita

El 2 de marzo de 1915, la calle volvió a mancharse de sangre. Ángel Castellanos paseaba con su prometida, Emilia Navas, cuando al girar por la esquina con la calle San Bernardo se toparon con un espectro del pasado: Daniel Yagüe, exnovio de Emilia y conocido por su carácter irascible y su afición a la bebida.

Daniel los increpó. Les pidió que se quedaran a tomar algo con él. Insistió. Suplicó. Luego, se transformó. Sacó una navaja del bolsillo y, sin mediar palabra, degolló a Ángel allí mismo, dejando a la joven envuelta en un charco de sangre y gritos. Fue detenido pocas horas después, todavía con las manos manchadas.

Aquella esquina —el cruce de San Bernardo con Antonio Grilo— comenzaba a perfilarse como punto negro de la ciudad. Dos décadas después, en ese mismo punto, volvería a correr la sangre.

1932: cocineros, cuchillos y otro cadáver en la calle

El Café San Bernardo, uno de los establecimientos más concurridos del barrio, fue escenario del siguiente episodio. Dos cocineros, compañeros de trabajo, discutieron por motivos que nadie pudo precisar. Celos, deudas, un mal gesto… poco importa ya.

Lo cierto es que salieron a la calle entre gritos y allí estalló la violencia. Uno rompió una botella y la usó como arma improvisada. El otro sacó un cuchillo de cocina, probablemente del mismo local, y le asestó una puñalada en el estómago tan certera que el cuerpo se desplomó entre las baldosas, prácticamente en el mismo lugar donde veinte años antes había caído Ángel Castellanos.

¿Casualidad? Seguramente. Pero la prensa, por primera vez, usó una expresión que hasta entonces no había aparecido escrita en tinta: “La maldita calle de Antonio Grilo”.

1933: el viento también mata en Antonio Grilo

El primero de mayo de 1933, un fuerte temporal azotó Madrid. Las lluvias arreciaron y el viento arrancó tejas, cristales y árboles. Entre las víctimas del día figuró Doña Petra Pérez, de 70 años, vecina de Antonio Grilo. Fue golpeada por una estructura metálica desprendida que le causó la muerte en el acto.

Ese mismo día, otro vecino de la misma calle, Virgilio Gutiérrez, sufrió heridas graves en la cabeza y el pecho por la caída de una cornisa, en un episodio registrado en otro punto de la ciudad. Virgilio vivía en el número 14 de Antonio Grilo… un edificio que se había derrumbado parcialmente un año antes, dejando a siete familias sin techo.

La casualidad —si es que era eso— se convertía ya en patrón. Las familias empezaban a marcharse. Los rumores crecían… y las sombras, también.

La suma de estos hechos no construyó una leyenda, todavía. Pero sí empezó a gestar algo peor: una atmósfera. Una sensación densa, como de humedad emocional. De que allí, en esa calle, había algo que no encajaba. Que estaba vivo y esperando.

Lo peor aún estaba por llegar. Y tendría un número y una letra muy claros: 3ºD.

1945: el camisero asesinado sin explicación_

Era noviembre de 1945. La ciudad empezaba a sacudirse, con esfuerzo y penurias, el polvo de la posguerra. Las radios hablaban de reconstrucción, de cartillas de racionamiento, de la visita del general Franco a no sé qué inauguración. Todo parecía volver, poco a poco, a su lugar.

Todo, menos el olor que salía del primer piso del número 3 de la calle Antonio Grilo.

Durante días, los vecinos del edificio habían notado algo extraño. Un tufo agrio, como de basura mojada. Pero no era eso. Era más denso. Más invasivo. Uno de esos olores que no solo se huelen, sino que se sienten. A cada hora que pasaba, parecía colarse con más fuerza por las rendijas de las puertas, subir por las escaleras e instalarse en las cortinas. Y entonces alguien dio el paso que otros no se atrevieron: avisó a la policía.

Cuando los agentes forzaron la puerta del primer piso, la escena era ya insoportable. Felipe de la Braña Marcos, camisero de 48 años, yacía sin vida sobre su propia cama, en un avanzado estado de descomposición. El hedor era tan fuerte que los inspectores tuvieron que cubrirse el rostro con pañuelos empapados en colonia.

Pero lo peor no fue el olor, fueron los detalles. El cuerpo presentaba una profunda herida incisa y contusa en la cabeza, como si alguien le hubiese golpeado con un objeto contundente, posiblemente un martillo. Junto a él, en una de sus manos rígidas, un mechón de pelo oscuro, arrancado con fuerza. No era suyo.

Los muebles estaban revueltos. Había cajones abiertos, documentos por el suelo, un armario forzado… Pero nada robado: ni dinero, ni joyas, ni relojes. Solo el cadáver y ese puñado de pelo entre los dedos.

El forense estableció la fecha de la muerte entre el 3 y el 4 de noviembre. La policía intentó reconstruir las últimas horas del camisero. Se sabía poco de él: discreto, soltero, trabajaba en el barrio, atendía pedidos a domicilio. Algunos vecinos dijeron haberle visto con una mujer unas semanas antes. Una joven morena, elegante, que no era del edificio. Nunca volvió a aparecer.

Tampoco hubo testigos. Nadie oyó gritos. Nadie escuchó pasos. Nadie vio entrar ni salir a nadie en los días del crimen. Solo el olor, ese fue el único testigo… y llegó tarde.

El caso, como tantos en la España de la época, quedó sin resolver. Los periódicos apenas le dedicaron unas líneas. El titular fue escueto: “Hallado muerto un hombre en su domicilio de Malasaña”. Nada más.

Pero en el edificio, las cosas cambiaron. La casa ya no era solo una casa. El primer piso quedó vacío durante meses. Nadie lo quería alquilar. Los niños dejaron de subir a jugar a la azotea. Las vecinas bajaban la basura más deprisa, sin detenerse a hablar en el rellano. Como si algo se hubiese quebrado en la atmósfera del inmueble.

Con los años, el caso del camisero fue olvidado por el resto de Madrid. Pero dentro del número 3, se convirtió en el comienzo no oficial de su maldición. Porque si los accidentes del pasado podían explicarse como mala suerte y los crímenes pasionales como desvaríos momentáneos, lo que ocurrió en ese piso era otra cosa. Más fría. Más deliberada. Más oscura: un crimen sin autor, un cuerpo descompuesto y una pista arrancada de cuajo.

Y, sobre todo, una puerta que volvió a cerrarse… como si nunca hubiera pasado nada. Pero pasó. Y desde entonces, el 3 de Antonio Grilo ya no fue igual.

Lo que nadie imaginaba es que ese crimen sería solo el primero de una cadena que, veinte años más tarde, haría que este lugar pasara de la crónica negra al mito. Porque la verdadera oscuridad aún estaba al acecho, unas plantas más arriba.

En el tercero.

1962: el crimen más macabro: el sastre y su familia_

“Los he matado a todos. Tenía que hacerlo hoy.” La frase se oyó desde el balcón. El hombre estaba manchado de sangre. En sus brazos llevaba dos cuerpos pequeños. Era el 1 de mayo de 1962. Era festivo en Madrid… y era el horror.

José María Ruiz Martínez tenía 44 años, una sastrería en la cercana calle Luna, una buena clientela y lo que muchos consideraban una vida ejemplar. Estaba casado con María Dolores Bermúdez, de 40 años, madre de sus cinco hijos: María Dolores (14), Adela (12), José María (10), Juan Carlos (5) y Susana (2). Vivían en el 3ºD del número 3 de Antonio Grilo, un piso amplio, con muebles cuidados y cierto desahogo económico. La casa estaba recién pintada, las puertas verdes y las cortinas recién lavadas. Nada hacía presagiar lo que se avecinaba.

José María era, según los vecinos, un hombre educado, cariñoso con sus hijos, puntual en misa y dedicado a su negocio. Su único “vicio”, decían, era jugar a la quiniela. Aparentemente, el perfecto padre de familia.

Pero las apariencias, como bien sabe esta calle, engañan. Y a veces, el infierno se disfraza de hogar.

La noche del 30 de abril

Los testimonios coinciden: la noche previa todo parecía normal. La empleada del hogar, Juanita García Capitán, cerró la cocina, limpió los últimos platos y se retiró a su habitación de servicio. Pero a eso de las 5:30 de la madrugada, según ella misma declaró, escuchó un suspiro largo, ahogado, casi un sollozo, que la sobresaltó. Minutos después, el señor de la casa la llamó.

Le pidió que fuera a la farmacia de guardia. Dijo que uno de los niños se había puesto mal. Juanita, obediente, se vistió y bajó. Fue la última vez que vio con vida a alguien más en esa casa.

En su ausencia, el horror se desató.

La matanza familiar

Cuando Juanita volvió, la puerta estaba cerrada. Nadie respondía. Pensó que el niño ya estaría dormido. Pero no. José María había comenzado a matar, metódicamente.

Primero fue su mujer, a la que golpeó con un martillo mientras dormía en la cama matrimonial. A su lado, en un moisés, la pequeña Susana dormía. También a ella le cortó el cuello. Uno a uno, fue entrando en las habitaciones. José María, Juan Carlos, Adela... A cada uno le reservó un final distinto: cuchillo, pistola, golpe.

La hija mayor, María Dolores, se despertó. Comprendió el horror. Intentó huir. Se encerró en el baño, cerró el pestillo. Pero su padre derribó la puerta. Le disparó en la garganta. El pestillo, dijeron después los agentes, aún mostraba marcas del forzamiento.

A las 7 de la mañana, todos estaban muertos.

“Los he matado”: el balcón del espanto

Y entonces ocurrió la imagen que quedaría para siempre grabada en la historia negra de Madrid. El sastre salió al balcón con dos de sus hijos en brazos, aún sangrantes, y gritó a la calle: “¡Los he matado! ¡Por no matar a otros canallas!”

Los vecinos se arremolinaron. Algunos gritaron. Otros corrieron a avisar a la policía. Cuando los agentes llegaron, José María se había atrincherado. Solo aceptaba hablar con un cura carmelita. Se lo trajeron desde la iglesia de Santa Teresa, en la plaza de España.

Hablaron desde el balcón. El cura le pidió que abriera. José María no cedió. Y entonces se escuchó el disparo.

Cuando la policía logró entrar, el espectáculo era dantesco. Cuerpos en el suelo, en las camas, en el baño. En total, siete muertos. Él incluido.

Un crimen sin móvil

No había carta. No había antecedentes de violencia. Los informes forenses hablaron de “depresión endógena grave”, diagnosticada por el doctor Fernández Armayor, psiquiatra que ya le había atendido. El tratamiento que necesitaba —decía el médico— requería internamiento urgente y electroshock. Pero José María nunca ingresó. Tenía que trabajar. Tenía que seguir adelante.

Algunos apuntaron a un problema con el chalé familiar en Villalba, cuyas obras se habían detenido por falta de liquidez. Otros hablaron de un brote psicótico. Pero lo cierto es que no había conflictos matrimoniales, ni deudas, ni adicciones, ni motivo conocido.

Salvo uno: “Las voces me obligaban a hacerlo.”

Eso fue lo que, según testigos, José María susurraba mientras mostraba los cadáveres desde el balcón. Y eso fue lo que alimentó desde entonces la leyenda maldita de la casa.

La prensa, la escena, el morbo

El Diario Madrid, diario de la noche fue el primero en llegar. Entraron con autorización de la policía y describieron con detalle la distribución de los cuerpos. La puerta del baño aún conservaba el color verde esmeralda del momento del crimen. En la cocina, bajo el papel pintado, los investigadores encontraron una frase escrita en la pared: “El 3 de mayo cae en el día”, con la palabra “día” subrayada.

Un enigma más en una casa sin pasado criminal… pero que ya había olido la muerte en 1945. Y que volvería a olerla en 1964.

Porque sí, amigos… esto aún no ha terminado.

1964: un bebé muerto en un armario_

Han pasado dos años desde la matanza del sastre. Dos años en los que el edificio número 3 de Antonio Grilo ha intentado cicatrizar como puede. Se alquilan pisos, se pintan paredes, se reubican los muebles… Pero hay heridas que la brocha no tapa.

Y el 20 de abril de 1964, el pasado volvió a abrirse. Esta vez, no con gritos, ni con sangre en el balcón. Esta vez fue una mujer que no dijo nada, un cuerpo diminuto envuelto en silencio. Y un armario como tumba improvisada.

Una casa compartida, un secreto escondido

El piso no era el mismo en el que ocurrió la masacre del sastre. O, al menos, eso se creyó durante años. El crimen tuvo lugar en un tercer piso. Y este, según muchas versiones, fue cometido en un primero. Pero al volver a revisar los archivos judiciales, la sorpresa fue mayúscula: el escenario del crimen volvía a ser el 3ºD. El mismo.

Allí vivían entonces dos hermanas: María del Rosario Agustín y Pilar Agustín Chimeno, junto con Rufino, marido de la primera. Compartían vivienda por necesidad y la rutina no tenía sobresaltos. Pero un día, Pilar sufre una hemorragia y es ingresada. Nada hacía sospechar que en su ausencia quedaba en la casa un rastro brutal de su secreto.

Cuando María del Rosario fue al armario de su hermana para recogerle ropa que llevarle al hospital, lo encontró: “Muy bien colocadito, con las manos juntas”, declararía más tarde entre lágrimas.

Dentro de un cajón, envuelto en una toalla, había un recién nacido sin vida. Un bebé estrangulado. Con los ojos cerrados, como si durmiera.

Un embarazo oculto, una presión insoportable

Las investigaciones revelaron pronto lo que Pilar había intentado ocultar. Nadie sabía que estaba embarazada. O quizá alguien lo sospechó, pero calló por respeto o por miedo. Pilar era una mujer soltera, de 24 años, natural de Constantina (Sevilla), aunque su familia residía entonces en Riohor de Castilla, Zamora. Había llegado a Madrid buscando una nueva vida. Encontró trabajo, techo... y soledad.

En el Madrid de 1964, ser madre soltera seguía siendo una cruz social. El escándalo, el qué dirán, el castigo moral… todo eso pesaba más que la vida que acababa de traer al mundo. Pilar decidió que nadie sabría nunca que había parido: ni su cuñado, ni su hermana ni la portera.

El parto, al parecer, se produjo en el propio piso. Sola. De noche. En silencio. El bebé lloró y Pilar lo estranguló con sus propias manos, lo envolvió con cuidado y lo depositó dentro del cajón del armario, con las manitas juntas. Como si, en su crimen, aún quisiera concederle una muerte ordenada. Casi… piadosa.

Fue detenida e ingresada de nuevo, esta vez acusada de infanticidio. La prensa recogió la noticia con una mezcla de estupor y morbo: “Otro crimen en la casa maldita de la calle Antonio Grilo”. Pero ni el juicio ni la condena trascendieron demasiado. Quizá porque la historia resultaba demasiado incómoda. Porque no había explicación fácil. Porque no se ajustaba al relato del “monstruo” como en el caso del sastre. Pilar no era un monstruo, solo era una mujer desesperada.

Infanticidio y silencio

Lo terrible de este crimen no fue solo la muerte, fue la ausencia total de ruido. Nadie oyó llorar al bebé, nadie oyó gritar a Pilar y nadie sospechó nada hasta que la toalla fue desplegada.

Mientras el crimen del sastre fue una tragedia de proporciones teatrales, el de Pilar fue íntimo, doméstico, seco. Un crimen como el de tantas mujeres que, durante décadas, se vieron empujadas al abismo por una sociedad que no les ofrecía escapatoria, protección o perdón.

Y sin embargo, el lugar volvió a ser el mismo. El 3ºD. El piso maldito.

Morbo y memoria: la leyenda persiste_

El infanticidio de Pilar Agustín fue, hasta donde alcanzan los archivos, el último crimen documentado en el número 3 de la calle Antonio Grilo. Desde entonces, no se han registrado más muertes violentas entre sus muros. Pero sí ha habido visitas, médiums, psicofonías, documentales, rutas turísticas... y una sombra que no se marcha.

Hubo incluso quien ofreció dinero por pasar una noche en el 3ºD, como si fuera una prueba de valor. Sin embargo, la leyenda no se ciñe a ese piso: hay quienes aseguran que toda la escalera está impregnada de algo denso, invisible, pero persistente.

Porque cuando en una misma vivienda se suceden tres crímenes con nueve víctimas en menos de veinte años —cada uno con su propio relato, su atmósfera, su espanto particular—, ya no hablamos solo de hechos. Hablamos de mitología.

Y entonces surge la gran pregunta: ¿qué ocurre cuando un lugar real se convierte en leyenda macabra urbana? ¿Dónde termina el respeto por la historia y comienza la industria del escalofrío?

La respuesta es tan compleja como incómoda. Por un lado, está el dolor de quienes lo vivieron o lo heredaron. Por otro, la fascinación humana por lo inexplicable: por esos rincones donde la muerte parece haberse instalado a vivir. Y en medio, Madrid, ciudad que transforma sus cicatrices en relatos. Algunas sanan. Otras se abren una y otra vez, cada vez que alguien las nombra, las recorre y las convierte en morbo.

¿Por qué nos fascinan las historias macabras?_

Quizá porque nos recuerdan que la vida, pese a todo el andamiaje de la civilización, sigue siendo frágil. Que el horror no habita castillos góticos ni mansiones victorianas, sino el piso de arriba. Que puede vestirse de bata de casa, de rutina o de vecino amable.

Nos atrae lo maldito porque es la grieta por donde asoma el abismo. Nos espanta, sí, pero también nos consuela, porque mientras lo contemplamos, seguimos vivos. Escuchar estas historias —leerlas, recorrerlas, narrarlas— es también una forma de exorcismo colectivo. Un modo de no permitir que el horror se diluya en el olvido. De recordarnos que toda ciudad, como toda persona, arrastra su lado oscuro.

El número 3 de Antonio Grilo sigue ahí. Hay gente que vive en él. Se encienden luces por la noche. Se abren buzones. Se saca la basura. Se pone la lavadora. Se pasea a los perros... Pero también se baja la voz, se camina más lento y se respira con cautela.

Porque el verdadero peso de lo maldito no lo imponen los muertos, sino los vivos que no se atreven a olvidar.


Portada del periódico El Caso. Historia de Madrid

Portada periódico El Caso

¿Qué clase de mundo es éste que puede mandar máquinas a Marte y no hace nada para detener el asesinato de un ser humano?
— José Saramago


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