Miradas de bronce

Solar donde se ubicó la casa de Mariano Benlliure. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Solar donde se ubicó la casa de Mariano Benlliure. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

mariano benlliure, esculpiendo madrid

¿Sabías que el mejor museo de Madrid es gratuito, no exige colas y permanece abierto las 24 horas del día, los 365 días del año? Nos referimos a las propias calles y plazas de la ciudad… espacios que atesoran una muestra de historia, arte y tradiciones mejor que cualquier otra galería de la capital y sin necesidad de pagar entrada. Cada plaza, rotonda o parque, por los que tenemos la suerte de pasear cada día, nos permiten disfrutar de verdaderas joyas en forma de monumento… muchas de ellas obra de uno de los más ilustres, queridos y prolíficos escultores españoles: Mariano Benlliure.

Al igual que la arquitectura, la escultura exhibida en muchas ciudades ayuda a definir su espacio… y es que, el arte urbano no solamente aporta valor turístico, sino que, además, confiere a su entorno identidad histórica y un estímulo para la imaginación del paseante.

A lo largo de los siglos, los monumentos y esculturas públicas han constituido una visión a través de la que un pueblo es capaz de redescubrir su memoria colectiva.

Convertidos en símbolos de una ciudad y elementos icónicos de su urbanismo, los monumentos públicos alcanzaron una trascendencia inmediata, lo que enseguida posibilitó que los gobiernos emplearan la escultura conmemorativa como vehículo de difusión de las ideas que querían inculcar a unos ciudadanos, en su mayoría, analfabetos.

De esta forma, el adoctrinamiento estuvo vinculado a los monumentos públicos en nuestro país desde el principio de los tiempos y especialmente en Madrid. Más aún durante el convulso siglo XIX español, cuando el espacio civil de la capital se convirtió en una extensión del poder.

Para encontrar el origen de la escultura monumental pública en nuestro país, hay que remontarse a las Cortes de Cádiz de 1814, cuando se planteó por vez primera la necesidad de levantar monumentos a los héroes que habían dado su vida por la nación durante la Guerra de la Independencia contra los ejércitos napoleónicos.

Fue en esos momentos cuando en España se comenzó a programar el levantamiento sistemático de monumentos en los que confluyeran libertad y nacionalismo, como valores compartidos de un tiempo nuevo.

Mediante la disposición de estas esculturas dentro del trazado urbano de las ciudades modernas, los protagonistas de las grandes gestas de antaño serían inmortalizados a ojos de la sociedad, convirtiéndose en el espejo en el que los españoles podían mirarse para recordarse a sí mismos que debían sentirse orgullosos de sus raíces… y qué mejor escenario para comenzar a construir este moderno olimpo urbano que la ciudad de Madrid.

A mediados del siglo XIX, Madrid era una ciudad pobre en esculturas públicas que recordaran a los grandes héroes de la nación. Tan sólo contaba con dos ejemplos singulares, exclusivamente vinculados con la Casa Real de los Austrias: los monumentos ecuestres a Felipe III y Felipe IV.

Existía, por lo tanto, una verdadera necesidad de monumentalizar Madrid, una ciudad en crecimiento concebida como cabeza de un nuevo estado moderno, pero con una insaciable sed de recuerdos.

Tras las experiencias políticas desencadenadas por la revolución de 1868 y el fracaso de la I República, el período de la Restauración (a partir de 1874) se concibió como una época de paz, reconstrucción y orden.

Fue entonces cuando desde el gobierno, y junto con las crecientes clases burguesas madrileñas, surgió un afán por recordar a la sociedad española que tenía motivos para sentirse orgullosa del pasado de su país. Para ello se ideó un programa escultórico conmemorativo vinculado a la expansión y el nuevo urbanismo de las ciudades, cuyas exigencias técnicas y económicas sólo fueron posibles desde el último tercio del siglo XIX.

Madrid sirvió de escenario para la construcción de la memoria cultural de todo el país, a través de una serie de monumentos dedicados a personajes públicos en función de estas temáticas: personajes históricos relevantes, grandes héroes de la patria, personalidades de la Iglesia y figuras destacadas en el campo de la cultura.

El desarrollo y profesionalización de la fotografía en este final de siglo permitió que el retrato oficial se elevara a la categoría de monumento público, de manera que los bustos de los grandes personajes contemporáneos también se integraron como un elemento más de aquel espacio artístico urbano.

Estas nuevas imágenes no sólo guardaban la memoria de personajes o acontecimientos destacados, sino que, además, influían en la forma en que estos eran vistos por la sociedad de la época, otorgando a los espacios públicos una condición de lugares de la memoria para la práctica comunitaria de la cultura del recuerdo.

Desde el punto de vista artístico, un monumento público en Madrid no sólo se convertía en una obra de arte que inmortalizaría al representado… sino también a su artífice. De esta manera, durante las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del XX, la realización de un monumento conmemorativo pasaba a convertirse en el punto culminante en la carrera de un escultor, granjeándole los mayores laureles en su especialidad.

En el Madrid de finales del siglo XIX, reconocidos artistas como Aniceto Marinas o Agustín Querol dejaron su monumental huella en la capital a través de maravillosas obras de arte que hoy seguimos disfrutando a pie de calle. Sin embargo, de entre todos ellos, sería la obra del genio valenciano Mariano Benlliure la que brillaría con luz propia por su virtuosismo y variedad.

Mariano Benlliure y Gil nació en Valencia, en 1862, en el seno de una familia de artistas: su padre y sus tres hermanos mayores fueron pintores de prestigio, lo que promovió en él un interés precoz por el dibujo, la pintura y la escultura.

Literalmente, empezó a esculpir antes que a hablar: no pronunció su primera palabra hasta los siete años de edad.

No asistió nunca a ninguna academia ni escuela artística, su formación autodidacta le bastó para poder trabajar en diferentes talleres dibujando, tallando y cincelando.

Con apenas diecinueve años, Mariano se trasladaba a Roma dispuesto a desarrollar su carrera como pintor. Sin embargo, tras descubrir in situ la obra escultórica de Miguel Ángel Buonarrotti, el joven valenciano decidía abandonar los pinceles para dedicarse exclusivamente a la escultura.

Fijó su estudio en la capital italiana y allí permaneció durante casi dos décadas, desarrollando unas extraordinarias capacidades para el modelado.

En 1897 Benlliure se trasladaba a Madrid, estableciendo su primer estudio en la Glorieta de Quevedo y comenzando a destacar por su virtuosismo y su capacidad para trabajar todo tipo de materiales,

En 1900, su esfuerzo y dedicación fue recompensado con la Medalla de Honor de Escultura en la Exposición Universal de París, gracias a un conjunto de obras entre las que destacaba el mausoleo del tenor navarro Julián Gayarre, al que le unía una estrecha amistad, ubicado en el Roncal (Navarra).

Pronto, Benlliure adquirió fama como uno de los escultores españoles más destacados, haciéndose con casi todas las convocatorias públicas para la realización de bustos y monumentos públicos en Madrid.

Para ello, el escultor valenciano siempre tuvo que ceñirse a las bases de los concursos o encargos directos que establecían, además de la excelencia técnica, un rigor histórico en sus representaciones, un requisito que él siempre consiguió, logrando reproducir la imagen más fidedigna posible, tanto desde el punto de vista psicológico, histórico e incluso anecdótico, de los personajes homenajeados.

Benlliure compuso figuras y grupos con diferentes puntos de vista, tanto composiciones estáticas, con retratos de excepcional calidad y psicología, como otras de gran movimiento y complejidad, siempre combinando el mármol con el bronce y diferentes tipos de piedra, en su afán de cumplir la función para la que estos monumentos habían sido diseñados: el recuerdo y puesta en valor del personaje o la hazaña.

Mariano Benlliure consiguió renovar el concepto de monumento público al pensar por primera vez en los paseantes que admirarían sus obras. De esta manera, otorgó una gran importancia al emplazamiento donde se debían erigir y a su contexto urbano, que estudiaba in situ hasta el punto de influir en la orientación del monumento, sus proporciones y su composición.

El artista valenciano gozó de pleno reconocimiento en vida y de una situación económica saneada, lo que le permitió adquirir, junto a su familia, un “hotel” y varios terrenos en esta manzana, situada en pleno barrio de Chamberí, entre la Castellana y las calles José Abascal, Zurbano y Bretón de los Herreros, donde fijó su vivienda y su estudio.

La decoración de este espacio doméstico y laboral, a base de motivos cerámicos, corrió a cargo de la Fábrica de Nuestra Señora del Prado, fundada por Juan Ruiz de Luna y Enrique Guijo.

La casa de Mariano Benlliure pronto se convirtió en punto de encuentro de los personajes más ilustres, tanto para posar como para participar en sus animadas tertulias… reuniones a las que no faltaban dos de sus grandes amigos, también valencianos, Vicente Blasco Ibáñez y Joaquín Sorolla.

La obra de Benlliure, amplísima y de gran variedad, quedó repartida por Europa, América y por toda España. No obstante, Madrid es la ciudad que cuenta con más obra suya al aire libre, a base de estatuas conmemorativas, placas e incluso monumentos funerarios.

En esta última disciplina, el escultor valenciano se mostró verdaderamente innovador, como demuestran los tres cenotafios conservados en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid dedicados a José Canalejas, Eduardo Dato y Mateo Sagasta. Todos ellos trasmiten una novedosa visión sobre un género, tradicionalmente alegórico, que con Benlliure empezó a combinar realismo y naturalismo.

Un paseo por Madrid nos permite recorrer la carrera artística de Mariano Benlliure, desde sus obras más iníciales como la estatua de Bárbara de Braganza (en la Plaza de París), hasta las dedicadas a María Cristina de Borbón (frente al Casón del Buen Retiro), Francisco de Goya (junto al Museo del Prado), Jacinto Ruiz (en la Plaza del Rey), el Cabo Noval (en la Plaza de Oriente), el General Martínez Campos (en la Castellana), Álvaro de Bazán (en la Plaza de la Villa), Alfonso XII (en el Parque del Retiro), el busto de Joaquín Sorolla ( en el jardín de la casa museo Sorolla) el grupo escultórico La familia, la protección contra el fuego y la ayuda al mundo laboral (en la cúpula del Edificio Metrópolis) o la placa dedicada a la memoria de José Canalejas (en la Puerta del Sol).

La estrecha relación entre Madrid y Benlliure se prolongó hasta la muerte del genial escultor, el 9 de noviembre de 1947 en su casa de la Calle José Abascal, derribada al poco de su fallecimiento para construir este edificio de viviendas. Sus restos fueron trasladados a Valencia, como él deseaba, para ser enterrado junto a sus padres.

Por aquel entonces, la mayoría de los emblemáticos monumentos erigidos durante la Restauración habían perdido ya su uso conmemorativo, quedando reducidos a la condición de reliquias históricas… testigos, desde la altura de sus pedestales, de la descomposición de la sociedad española, a causa de la Guerra Civil y la dictadura franquista.

Hoy, sin darnos cuenta, seguimos rodeados de las obras de Benlliure al pasear por Madrid… pero las tenemos tan asimiladas al propio paisaje urbano que, que a veces, no caemos en la cuenta de su valor.

No obstante, los personajes modelados por el artista valenciano continúan dialogando con aquellos paseantes que deciden levantar su mirada del suelo… para descubrir los tesoros de bronce y mármol con los que Benlliure supo dotar de memoria y belleza a una ciudad que, sin la huella de sus manos, no sería la misma.

Mariano Benlliure y Gil (Valencia, 1862-Madrid, 1947)

Mariano Benlliure y Gil (Valencia, 1862-Madrid, 1947)

He sido mudo hasta los siete años en que comencé a decir algunas palabras. Luego tartamudeé mucho tiempo y tengo dificultad para hablar, incluso cuando me enfado soy más torpe de expresión […]
— Mariano Benlliure


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