A mi hija, Malva
memoria de una madre desde el olvido
Campo de Westerbork, Países Bajos.
Primavera de 1945.
Mi adorada Malvita,
Esta noche siento una necesidad profunda de hablarte. Quizás sea porque he soñado contigo, o porque el aire aquí es tan frío que solo el recuerdo de tus manitas en las mías puede darme un poco de calor. No hay mucho con qué abrigarse en este sitio, salvo los recuerdos. Y yo me envuelvo en ti como en una manta suave, como en el último abrazo que nos dimos.
Estoy en un lugar extraño, hija. Le llaman campo de tránsito, pero no transitamos a ningún sitio. Es un lugar de espera, de tierra mojada y paredes sin ventanas. Hay mujeres que ya no esperan nada, que miran al suelo como si sus ojos se hubieran rendido. Yo también estoy cansada, sí, pero me niego a dejar que el mundo te borre. Por eso escribo. Porque mientras hable de ti, seguirás viva.
¿Sabes? Nadie aquí sabe que fui madre. Que tuve a una hija maravillosa, dulce, fuerte a su manera, llena de luz a pesar de su fragilidad. No saben que te llamabas Malva Marina, ni que ese nombre lo llevabas como si nacieras de una flor que crece junto al mar. Nadie sabe que cada noche, mientras las demás duermen, yo cierro los ojos y vuelvo a verte. Tan quieta, tan buena, tan valiente.
A veces me pregunto si sentiste cuánto te quise. Si en tu cuerpecito herido llegaste a percibir cuánto significabas para mí. Espero que sí. Que mi voz, mis caricias, mis canciones, te llegaran como abrigo cuando el mundo te negó tanto. Porque si algo hice bien en esta vida, fue amarte. Desde el primer instante. Desde que te vi. Desde antes de saber lo que la vida nos iba a quitar.
Aquí todo es gris, amor mío. Pero cuando pienso en ti, vuelven los colores. Tu mantita verde, tu gorrito blanco, tus ojos tan grandes que parecían abarcar el cielo. Por eso te escribo. Para recordarlo. Para recordarte. Y para que tú, dondequiera que estés, sepas que fuiste amada. Amada con todo lo que una madre puede dar. Incluso ahora. Incluso aquí.
Déjame contarte todo desde el principio. Porque aunque esta historia terminó demasiado pronto, comenzó con esperanza. Comenzó muy lejos de este lugar… en una tierra cálida, entre palmeras y promesas. Allí conocí a tu padre.
Allí, en las islas lejanas donde el sol parecía no ponerse nunca, comenzó todo. No sabría decir si fue amor, ilusión o una mezcla suave de las dos cosas, pero fue real. Yo era una mujer joven, alta, fuerte, nacida en los trópicos pero con sangre de Europa. Él era diplomático, chileno, poeta. Hablábamos en inglés, porque en ningún otro idioma coincidíamos.
Tu padre tenía palabras para todo. Las lanzaba como piedras preciosas, y yo, que nunca había oído hablar así, me sentí hechizada. No entendía del todo lo que decía, pero me hacía reír. Me llamaba Maruca. Nunca supe por qué eligió ese nombre, pero me gustaba que fuera suyo. Yo, que nunca me había sentido especial, me dejé querer. Creí que eso bastaba.
Nos casamos sin mucha ceremonia. No hubo iglesia ni orquesta, solo un día cálido y nuestras firmas en un papel. Pero yo era feliz. Pensaba que estaba construyendo algo firme, algo bueno.
Paseábamos por la playa, hacíamos picnics bajo los árboles, hablábamos de Europa como si fuera un lugar donde todo sería aún mejor.
Yo creía que él sería un buen padre algún día. Veía cómo miraba a los niños en el mercado, cómo inventaba canciones al azar. No imaginaba entonces que la belleza de sus palabras no siempre iba de la mano con sus actos. Eso lo aprendí más tarde, cuando ya no había vuelta atrás.
Volvimos a Chile. Fue entonces cuando vi las primeras grietas. Él volvía a casa muy tarde, a veces ni eso. Tenía una vida hecha de cafés, humo y palabras ajenas. Yo no encajaba. Era demasiado alta, demasiado extranjera, demasiado sola. Y él, demasiado ocupado en ser admirado por todos, para detenerse a mirarme.
Pero aún así, yo lo seguía amando. Lo defendía, lo esperaba. Creí que quizás un hijo… quizás tú… traerías a su vida un sentido más profundo. Que el amor, el verdadero, el que no se escribe en versos sino se vive en lo cotidiano, acabaría por tocar su corazón.
Y entonces quedé embarazada. Y aunque había dudas, miedos y estaba muy lejos de mi tierra, sentí por primera vez que llevaba dentro de mí algo que no me abandonaría nunca.
Te llevaba a ti, Malvita. Y aunque no sabía aún quién serías, ya te quería como se quiere al milagro más frágil del mundo.
Viajamos a Europa poco después. Yo ya sentía tus movimientos dentro de mí, como si me hablaras en un idioma secreto que solo nosotras entendíamos. Tu padre había conseguido un nuevo destino: Madrid. Decía que allí el aire era distinto, que la poesía le crecería mejor entre amigos y tertulias. Yo solo pensaba en ti. Quería que nacieras en un lugar tranquilo, donde pudiera acunarte sin sobresaltos.
La ciudad era hermosa, hija. Vibrante, viva, llena de luz dorada que se colaba entre las persianas. Vivíamos en una casa preciosa, la Casa de las Flores la llamaban, por los balcones llenos de geranios. Yo pasaba las tardes preparando tu ropita, lavando pañales, imaginando cómo serían tus ojos, tu llanto, tu primer gesto. Pensaba que, con tu llegada, todo cambiaría. Que tu padre te miraría y entendería. Que nos volveríamos a encontrar los tres, de un modo nuevo.
Y entonces naciste.
Fue una madrugada calurosa de agosto. Tardaste en llegar. Doliste mucho. Me desgarré por ti sin miedo, porque sabía que todo ese dolor era un puente hacia tu vida. Y cuando por fin te tuve entre los brazos, sentí que el mundo entero se hacía pequeño dentro de tu cuerpo. Tu cabeza era más grande de lo esperado, sí. Los médicos no decían mucho. Tu padre, al principio, guardó silencio. Pero yo… yo solo veía a mi hija. A mi niña. A ti.
Eras tan frágil… y tan bella. Tenías la piel como la leche tibia y unos ojos enormes que parecían mirar más allá de esta tierra. No lloraste. Te quedaste quieta, como si ya supieras que este mundo iba a tratarte con dureza y quisieras observarlo antes de confiar.
Te llamé Malva Marina porque esos nombres estaban llenos de ternura. Malva, por la flor que crece cerca del agua, discreta, delicada. Marina, por el mar que une lo que la tierra separa. Eran nombres suaves, para protegerte de un mundo que ya presentía cruel.
Tu padre te miró. Y por un momento pareció conmovido. Te mostró a sus amigos, hablaba de ti con un brillo en los ojos… pero fue solo un instante. Pronto volvió a sus versos, a sus viajes, a sus otros afectos. Yo, en cambio, me quedé contigo. De día y de noche. Te alimentaba gota a gota, te acunaba mientras el mundo afuera seguía girando sin ti. Y mientras todos esperaban que tú pudieras llorar, caminar o hablar, yo solo quería que estuvieras en paz. Que supieras que bastaba con existir para ser amada.
Fuiste mi hija. Fuiste mi hogar. Lo fuiste todo.
A veces me pregunto en qué momento se rompió la esperanza. No fue de golpe, no. Fue como esas grietas pequeñas en la porcelana: al principio parecen nada, pero con el tiempo lo quiebran todo.
Tu padre se fue alejando sin despedirse. Seguía en la casa, pero ya no estaba. Pasaba más tiempo entre papeles, libros y amigas, que con nosotras. Yo lo miraba y buscaba al hombre que había amado, al hombre con el que soñé formar un hogar. Pero ya no estaba. En su lugar quedaba un extraño, uno que no soportaba el silencio de tus noches, ni el temblor de mis manos cuando te sostenía. Empezó a mirarte con extrañeza, como si fueras un error, algo que no encajaba en sus versos.
Y luego vinieron las palabras.
Aquellas que no olvido, aunque he querido tantas veces borrarlas. “Una vampiresa de tres kilos”, escribió. “Un ser perfectamente ridículo”. Hablaba de ti así, hija mía. Tú, que jamás hiciste daño a nadie. Tú, que solo pedías amor y cuidados. Yo leía esas palabras y me dolía el cuerpo entero, como si con cada sílaba te arrancara de mis brazos.
Y no era solo lo que decía, sino lo que dejaba de hacer. Dejaste de importarle. Dejamos de existir. Mientras él recitaba poemas en teatros repletos, nosotras cruzábamos las calles buscando médicos que no sabían qué hacer contigo. Mientras él amaba en París a su nueva compañera, yo intentaba inventar canciones para que durmieras tranquila. Y cuando la guerra comenzó a asomarse, cuando España dejó de ser segura, no fue él quien tomó tu manita para llevarte a salvo. Fui yo.
Nos marchamos solas. A pie, en trenes, en estaciones frías. Yo con una maleta, tú en brazos. Me dolían las muñecas de sostenerte, pero nunca me quejé. Nunca, Malvita. Porque tú eras lo único que me quedaba. Mi razón. Mi casa. Mi fe.
Él nunca volvió a preguntar por ti. Ni una carta, ni una moneda, ni un gesto. Le escribí muchas veces, suplicando ayuda, rogándole aunque me costara la dignidad. Pero el silencio fue su única respuesta. Nunca quise que sintieras mi tristeza, por eso te cantaba, te contaba cuentos, te hablaba del mar. Pero por dentro, hija, yo me estaba rompiendo.
Y aun así, nunca me rendí contigo. Porque tu fragilidad era mi fuerza. Porque el amor que te tenía era más grande que todas las ausencias juntas.
Cruzamos la frontera con el invierno pegado a la espalda. Llevaba una bufanda que me prestaron en la estación, tu abrigo ya te estaba pequeño, pero te lo acomodé igual, con un alfiler en el cuello y todo el cuidado que una madre puede poner en algo tan simple. No sabías dónde íbamos, y yo tampoco. Pero lo importante era estar juntas.
Llegamos a Holanda con una maleta rota y el miedo bien doblado entre la ropa. Allí no conocía a nadie, salvo a unos parientes lejanos que apenas recordaban mi nombre. Aún así, encontré trabajo, lo justo para pagar una pensión y conseguirte algo de leche caliente. Dormías sobre un colchón fino, pero dormías tranquila, y eso me bastaba.
Te cuidé con todo lo que tenía, Malvita. Cuando me temblaban las manos, cuando ya no podía más, cuando no quedaban fuerzas… las inventaba. Porque tu cuerpo pequeñito requería vigilancia constante. Porque tu mirada me pedía que no te soltara. Y yo no te solté nunca.
Hubo un momento en que ya no pude cuidarte sola. Me vencieron los horarios, los precios… el cansancio. Fue entonces cuando encontré a los Julsing. Una familia buena. Muy buena. Gente sencilla, cristiana, que te aceptó con un amor que aún hoy me conmueve. Allí viviste tranquila, en una casa humilde, entre niños que te hacían compañía y un jardín con olor a pan recién hecho. Yo te visitaba cada mes, con flores, con cuentos, con mi cariño intacto. Nunca fallé. Nunca llegué tarde. Era el momento más importante de cada mes: volver a verte.
En esos años te escribí canciones. Pequeñas rimas inventadas mientras fregaba suelos o pelaba patatas. A veces las susurraba sola por la calle, como si fueran un conjuro para protegerte. Porque yo seguía creyendo, amor mío. Creía que bastaba con seguir queriéndote para que el mundo se ablandara un poco. Creía que él, algún día, recapacitaría. Le mandé cartas. Muchas. Le pedía ayuda, no para mí, sino para ti. Solo un poco, lo justo para un médico, una manta más gruesa. Pero él ya había aprendido a vivir como si nunca hubiéramos existido.
Y mientras él se convertía en héroe para otros, tú sobrevivías gracias a los cuidados de desconocidos y al amor de tu madre, que seguía creyendo que tú eras lo mejor que le había pasado nunca.
No fue fácil, hija. Pero no cambiaría ni un solo día contigo. Porque hasta en medio de la pobreza, tu existencia le daba sentido a la mía. Porque aunque el mundo nos negara, tú seguías siendo mi niña. Y yo, tu madre. Con todo el orgullo y toda la ternura que merece ese título.
Fue en marzo, un mes todavía frío aquí, aunque el calendario diga otra cosa. Llovía con esa tristeza que parece no mojar del todo, pero que cala por dentro. Recuerdo el sonido de la puerta al abrirse aquella mañana. Hendrik me miró con los ojos bajos. No necesitó decir nada. Lo supe. Lo supe antes de que pronunciara tu nombre. Lo supe porque, desde hacía días, yo sentía un nudo en el pecho que no se iba.
Me arrodillé en silencio. No lloré al instante. No podía. Había algo más fuerte que el llanto: el vacío. Ese que solo se abre cuando se apaga una vida tan injustamente breve como la tuya.
Fui hasta ti. Estabas quieta, con la carita serena. Tus ojos cerrados como dos pétalos. Te vi y, por un instante, me pareció que dormías. Me senté a tu lado, te tomé la mano y te hablé. Te dije que lo habías hecho muy bien. Que habías sido valiente. Que fuiste luz. Que fuiste amor. Que no me debías nada. Y que me lo diste todo.
No hubo cortejo. Ni velas. Ni flores. Solo yo. Solo una madre que llevaba a enterrar a su hija con los brazos temblorosos y el corazón hecho trizas. Te abracé, con la misma delicadeza con la que te acunaba de bebé. Te prometí que volvería. Que nadie borraría tu nombre. Que algún día, alguien sabría que viviste.
A tu padre le escribí. Quería que supiera que ya no estabas. Que no quedaba tiempo para redenciones. Le avisé con una carta breve, respetuosa. Nunca respondió.
Tampoco lo esperaba. ¿Cómo iba a responder alguien que llevaba años callando? Alguien que encontró palabras para todas las mujeres del mundo, menos para su propia hija. Pero no te preocupes, mi niña. El silencio de él nunca fue tu medida.
Tú fuiste hermosa. Y buena. Y digna. No importa cuántos libros lleven su nombre, ni cuántos homenajes le rindan. Yo tuve el privilegio de verte abrir los ojos al mundo. De sostenerte cuando dolía. Y de amarte hasta el final.
Y eso, mi niña, eso es eterno.
Ahora vuelvo a este lugar, hija mía. A este barracón donde el tiempo no avanza y el aire parece hecho de ceniza. A veces, pienso que este sitio no lleva a ningún lugar. Solo a la espera. Solo a la nada.
Aquí todo es escaso: el pan, el agua, el calor… Pero lo que más escasea, Malvita, es la memoria. Nadie recuerda nada. Nadie pregunta de dónde venimos, a quién amamos o qué dejamos atrás. Solo importa el número en la tarjeta, la hora del recuento, la voz que grita por los altavoces. Y yo, que ya casi no tengo fuerzas, lucho cada día por recordar. Por no dejar que te borren. Porque si te olvido, te pierdo.
Por eso te escribo, amor mío. Porque necesito que existas en estas palabras, aunque nadie las lea. Porque mientras tu nombre siga sonando en mi boca, seguirás viva. Y porque si algún día alguien encuentra este papel sabrá que existió una niña llamada Malva Marina, que nació distinta, que vivió en un mundo que no supo entenderla, pero que fue amada por su madre con todo el corazón.
Yo no sé qué será de mí mañana. A veces me despierto con fiebre, otras no puedo levantarme.
Pero cada día, antes de que el sol se levante sobre las alambradas, me obligo a pensar en ti. A repetirme que te quise. Que fui tu madre. Que tú fuiste mi mejor parte.
Y si esto es el final, que lo sea con tu nombre en mis labios.
No sé cuánto tiempo me queda, hija mía. Aquí no hay relojes ni promesas. Solo mañanas que se parecen demasiado a las noches, y nombres que desaparecen sin despedirse. Pero mientras mi corazón siga latiendo, aunque sea despacio, seguirás latiendo conmigo.
Ya no tengo miedo, hija mía.
He vivido muchas cosas que nunca imaginé: el abandono, la pobreza, la guerra, este encierro sin sentido… Pero nada de eso me ha vencido. Porque te tuve a ti. Porque te amé. Y cuando una mujer ha amado así, con la fuerza entera del alma, ya no hay oscuridad que la aplaste del todo.
Tú fuiste mi luz cuando todo se apagaba. Fuiste mi ancla, mi alegría, mi razón de seguir. Me diste un amor tan profundo que ni la muerte podrá arrancarlo de mí. Y si en algún rincón de lo invisible tú me escuchas, quiero que lo sepas bien, sin sombra de duda: fuiste perfecta. Fuiste todo lo que yo necesitaba.
Te llevo conmigo. En mi sangre, en mi voz, en mis manos temblorosas que aún recuerdan el calor de tu cuerpo.
Con tus silencios, con tu calma, con tu mirada limpia, me enseñaste a amar sin condiciones, sin palabras, sin esperar nada a cambio. Solo amar.
Y eso hice, hija mía. Te amé con todo lo que tenía. Y te sigo amando.
No sé si existe un lugar al otro lado. Pero si existe, espérame hija. Espérame con tus ojitos brillando, con esa paz que siempre supe que habitaba en ti. Espérame sin prisa. Que cuando nos reencontremos yo te abrazaré como aquella primera noche en Madrid, y no habrá más trenes, ni aduanas, ni despedidas. Solo tú y yo. Madre e hija. Unidas para siempre.
Con todo el amor que tengo, en esta vida y en todas las que vengan,
Mamá.
“La chica se moría, no lloraba, no dormía; había que darle con sonda, con cucharita, con inyecciones y pasábamos las noches enteras, el día entero, la semana sin dormir, llamando al médico, corriendo a las abominables casas de ortopedia (...). Tú puedes imaginarte cuánto he sufrido”