Ha nacido una estrella

Palacio de Villahermosa. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Palacio de Villahermosa. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

la “lisztmanía” llegó a madrid

The Beatles, 2 de julio de 1965. Las Ventas.

Lou Reed, 20 de junio de 1980. Estadio del Moscardó.

Rolling Stones, 7 de julio de 1982. Estadio Vicente Calderón.

Queen, 3 de agosto de 1986. Estadio del Rayo Vallecano.

David Bowie, 23 de marzo de 1987. Estadio Vicente Calderón.

U2, 15 de julio de 1987. Estadio Santiago Bernabéu.

AC/DC, 3 de julio de 1996. Las Ventas.

¿Alguna vez has estado en un concierto de alguna banda grande, pero grande de verdad, a nivel mundial? Si es así ya sabrás que se respira un ambiente especial. Por suerte, Madrid ha sido sede de giras mundiales de los más grandes iconos de la música, a través de conciertos inolvidables que han marcado musicalmente a generaciones enteras a lo largo de su historia. Pero… ¿cuál podríamos considerar el primero de todos ellos? Sin duda este:

Franz Liszt, 29 de octubre de 1844. Liceo Artístico y Literario de Madrid.

Un siglo antes de que la música rock llenara estadios, el húngaro Franz Liszt ya recorría Europa con sus conciertos, amasando fortunas y provocando tumultos de enloquecidas fans. Considerado el mayor virtuoso del piano en la Historia de la Música y un fenómeno de masas, consiguió revolucionar con sus conciertos el Madrid isabelino.

Y es que, desde finales del siglo XVIII, la música ha jugado un papel muy importante en el proceso de creación de nuevos espacios públicos de socialización y debate en Madrid, hasta dar lugar al público musical moderno que se desarrolló en la capital a lo largo del siglo XIX.

Durante el reinado de Isabel II (1833-1868), ya existían en la capital espacios compartimentados de audición, composición y divulgación musical, como parte de la cultura burguesa madrileña. Se trataba de la música de los salones, de los teatros, de los cafés y, con el tiempo, de las primeras salas de conciertos en Madrid.

Salvo los cafés, la mayoría de estos espacios no eran plenamente públicos y en muchos el acceso estaba restringido, fundamentalmente, a miembros de la nobleza. Incluso se llegaban a limitar los temas de conversaciones que podían mantener los invitados a estos conciertos, en función de los perfiles ideológicos de quienes los organizaran.

A diferencia del tradicional oyente de siglos pasados, acostumbrado a la música en iglesias, fiestas, representaciones teatrales o en la ópera y que constituía una minoría aislada, durante la segunda mitad del siglo XIX se fueron formando en torno a la música comunidades de opinantes, creadores e intérpretes que dieron lugar, ya en el Madrid Romántico, a los denominados “diletantes” (quien cultiva un arte o una disciplina artística como aficionado, no como profesional) que hoy conocemos como público musical.

Este nuevo público ya no sólo estaba formado por aristócratas o burgueses, sino también por miembros de las clases trabajadoras que componían las bandas de música y las agrupaciones corales en Madrid, a las que cualquier aficionado con iniciativa musical podía unirse.

El café fue el primer espacio plenamente público en el que comunidades más amplias de amantes de la música hallaron su lugar de encuentro desde mediados del siglo XIX. Se trataba de cafés concierto que ofrecían recitales sinfónicos que no podían escucharse ni en teatros ni en otros espacios de actividad musical, y que jugaron un papel fundamental en la llegada del concierto público a nuestro país.

Estos cafés contribuyeron, además, a la creación de un público musical en Madrid con la aparición del café cantante y los cafés-teatros, dando lugar al llamado teatro por horas y al “género chico” en la capital.

Pero sin duda, la mayor parte de la actividad musical del Madrid de la época transcurrió en los hogares de la clase alta, en salones que constituían una transición entre lo público y lo privado.

Desde los palacios aristocráticos a los modestos gabinetes de las pequeñas familias burguesas, estos salones constituyeron el principal espacio de reunión de las comunidades de amantes de la música, que se congregaban con el fin de escuchar música por placer, de opinar sobre lo interpretado y de convertir sus conciertos en un símbolo de distinción social.

Estos salones aristocráticos y burgueses promovieron la profesionalización del mundo de la interpretación musical, dando lugar a las sociedades artísticas y musicales que se consolidaron en el Madrid isabelino. Espacios como los casinos, los ateneos, los institutos, los liceos artísticos o incluso la Sociedad de Conciertos, fundada por el compositor Francisco Asenjo Barbieri, ayudaron a consolidar la actividad concertística en nuestro país.

En estos nuevos espacios, además de la música española del momento, se dieron a conocer al público madrileño las principales obras de los grandes músicos europeos, y en ellos se hizo cada vez más frecuente contratar a músicos profesionales para realzar la calidad de las veladas.

Uno de los músicos que hicieron la delicias de aquel Madrid isabelino fue Franz Listz, la leyenda húngara, cuya visita desató la locura en los escenarios de la capital y revolucionó la sociedad española de la época.

Franz Listz (Raiding, Hungría, 1811- Bayreuth, Alemania, 1886) ya era un prodigioso músico cuando, en 1839 llegó a sus oídos que la ciudad alemana de Bonn pensaba erigir a su hijo más ilustre, Beethoven, un monumento.

Tan sólo se habían recaudado 600 de los 60.000 francos necesarios, por lo que Liszt, gran admirador del compositor alemán, se ofreció a pagar de su propio bolsillo la suma restante. Para reunir esta cantidad se embarcó en una gira de conciertos por Europa que le llevó a visitar diferentes ciudades durante casi tres años, entre otras Madrid.

Liszt llegó a la capital invitado por el Liceo Artístico y Literario el 21 octubre de 1844. Esta sociedad estaba dedicada al fomento de las artes y tenía su sede en los salones que los duques de Villahermosa habían cedido en su palacio, actual Museo Thyssen-Bornemisza, en cuya fachada encontramos hoy una placa que recuerda este acontecimiento.

En el Madrid isabelino el hecho de que un artista de la talla de Franz Liszt visitara la ciudad como parte de su gira pronto se convirtió en un acontecimiento social. A punto de cumplir treinta y tres años el maestro húngaro ya era reconocido como el mayor virtuoso del piano… un prodigio a la altura de Niccolò Paganini con el violín.

Pero si Liszt rompió moldes fue, especialmente, por su forma de interpretación. Eran tales las pasiones que levantaba en sus actuaciones que llegó a acuñarse el término “Lisztmanía”, similar al fenómeno fan actual, para referirse al delirio que provocaban sus recitales, especialmente entre el público femenino.

La obsesión que causaba el pianista húngaro no era tomada a la ligera, e incluso llegó a ser considerada una enfermedad. Los médicos de la época catalogaron la “Lisztmanía” como una patología seria, digna de tratamiento… simplemente nunca habían visto nada parecido, por lo que no sabían cómo explicar aquel fenómeno.

El pianista húngaro se convirtió en algo similiar a la primera estrella de Rock de la Historia: guapo, rico, capaz de dar la vuelta al mundo para interpretar su música y deseado por miles de mujeres… algo así como el Lope de Vega de la música.

Durante su conciertos, las mujeres del público se peleaban para conseguir los guantes del pianista o por hacerse con las cuerdas rotas de su piano. Incluso llegaban a arrancarle pedazos de ropa para guardarlos de recuerdo. También era habitual que las féminas se pelearan por él, provocando un histerismo que en ocasiones llegó al intento de suicidio.

Se dice que, durante uno de sus conciertos en Madrid, una admiradora recogió de un cenicero el resto de un puro que Liszt había fumado, escondiéndolo en su corpiño. Al morir años después, ya anciana, se encontró el resto de cigarro aún escondido junto a su pecho.

Una de las razones por las que los conciertos de Franz Liszt resultaban tan fascinantes y llamativos se debía al hecho de que se presentaba solo en el escenario. Hasta entonces, lo normal era que varios músicos compartieran el protagonismo (y la responsabilidad) de una actuación… sin embargo Liszt prefería ser el único intérprete en sus conciertos, dispuesto a acaparar toda la atención de la audiencia.

También fue el primer pianista en posicionar el piano de manera lateral al público, para que la audiencia pudiera verlo, y con la tapa abierta, lo que permitía que el sonido se proyectara mejor por el salón, en contraposición con la manera tradicional en la que el piano se ponía de frente a la audiencia y con la tapa cerrada, cubriendo casi por completo al intérprete.

Por otra parte, Franz Listz fue el primer pianista en interpretar sus canciones de memoria, sin necesidad de una partitura, lo que le permitía un mayor grado de interactuación con el público. Solía colgarse las medallas que recibía en cada Corte que visitaba produciendo un rítmico chasquido al moverse, suspiraba, tarareaba en alto, gritaba, movía la melena… todo un espectáculo repleto de aparatosidad.

Su primer recital en el Liceo madrileño le valió al húngaro un contrato para otras cuatro actuaciones en la ciudad, al precio de 15.000 reales por concierto. Antes de abandonar la capital, Isabel II le hizo entrega de la cruz supernumeraria de Carlos III… una medalla más para su colección.

Más allá del puro efectismo y del origen del “fenómeno fan”, debemos a Liszt la creación del recital pianístico moderno y la revolución de la música clásica, a través de una mezcla de musicalidad y gestualidad. Y es que la música, como todo, no sólo entra por el oído… sino también por la vista.

Franz Liszt (Raiding, Hungría, 1811-Bayreuth, Alemania, 1886)

Franz Liszt (Raiding, Hungría, 1811-Bayreuth, Alemania, 1886)

La música es el corazón de la vida. Por ella habla el amor; sin ella no hay bien posible y con ella todo es hermoso
— Franz Listz


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