Canciones del alma

Casa de Concha Piquer. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Casa de Concha Piquer. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Concha Piquer, la reina de la copla

¿A quién no le ha influido en algún momento una canción hasta el punto de reír a carcajadas o llorar amargamente al escucharla? La música es un estímulo fundamental en nuestras vidas, nos divierte, nos motiva, nos relaja… e incluso tiene el poder de elevar nuestro estado de ánimo por encima de ciertas preocupaciones.

Canciones con carga emotiva y letras con mensajes nos permiten afrontar nuestros sentimientos en momentos tan difíciles como por ejemplo el duelo por un ser querido, ayudándonos a conectar con su memoria para llorarlos, despedirlos o recordarlos.

El escritor barcelonés Manuel Vázquez Montalbán hablaba de la segunda vida de las canciones, que distingue lo que pensaba quien las escribió de lo que piensa la gente cuando las reproduce y las tararea. En este sentido, en la España de posguerra, la copla sirvió como instrumento de duelo colectivo, tanto para los vencedores de la Guerra Civil como para los vencidos, a través de las canciones de artistas como Concha Piquer, que reflejaban la experiencia emocional de todo un pueblo, canalizando sus sentimientos de frustración.

La extraordinaria riqueza de este género musical necesita ser comprendida y analizada desde diferentes puntos de vista. Y es que, para entender sus matices, más allá de la pátina castiza y casposa con la que muchas veces la envolvemos, es necesario aprender a escucharla, porque la copla esconde mucho más de lo que imaginamos, no sólo desde el punto de vista artístico sino también sociocultural de nuestro país, como parte de una memoria sentimental transmitida de generación en generación.

Aunque la copla se afianzó como género musical bajo el amparo de la II República, en la década de 1930, no llegó a su punto álgido hasta después de la Guerra Civil, durante la dictadura franquista, gracias a una serie de excelentes intérpretes, compositores, poetas y escenógrafos y a la gran difusión fruto de los nuevos medios de comunicación (radio y cine) ayudando a que durante los años 40 estas canciones formaran parte de la cotidianidad de la sociedad española.

Las canciones en general, y las coplas en particular, fueron fundamentales para la supervivencia de muchas personas durante la posguerra española.

Al narrar sus tragedias, la copla fue la voz de un pueblo que pasaba hambre, que malvivía sin carbón para calentarse y que se contaba las historias de las canciones como quien transmite una parte de su memoria.

En un país dividido y herido de muerte, la música actuó como vía de escape y medio de comunicación emocional, especialmente para los vencidos, que muchas veces no podían expresar libremente sus sentimientos, obligados a ocultar su dolor y su duelo no ya en el entorno público, sino incluso en la intimidad de sus propias familias y casas. Las coplas se convirtieron así en un ritual clandestino de duelo y una realidad paralela en la cual, para muchos, era posible sobrevivir.

Aunque la copla fue continuamente denostada por la intelectualidad de la época, especialmente la vinculada a la izquierda, por considerarla, erróneamente, un producto nacional creado e instrumentalizado por la dictadura franquista, en realidad sirvió de mecanismo de difusión de mensajes subversivos que muchas veces la censura no supo distinguir.

Esta dicotomía se debe a que, en realidad, las coplas ofrecían una doble lectura: una aceptable para los “vencedores” y otra útil para los “vencidos”. En realidad, estas canciones se dirigían a todos los españoles que, durante tantos años de guerra y penurias, habían acumulado un dolor indescriptible, tanto físico como psíquico.

Ambos “bandos” necesitaban estrategias psicológicas para sobrevivir en una España pobre, hambrienta e ignorada por las democracias occidentales, en la que todos debían convivir con un sentimiento de pérdida… y es que, más allá de que la ideología de uno gane la guerra, no le exime del dolor que causa la muerte y desolación que conlleva todo tipo de conflicto armado.

La copla fue la banda sonora de la supervivencia y sus historias. En el caso de los vencedores, muchos habían mandado a sus hijos a Rusia, con la División Azul, y durante mucho tiempo no llegaron a saber si estaban vivos o muertos.

En el caso de los vencidos, debían asumir aún más cargas psíquicas, como el miedo a las represalias, el duelo bloqueado, el trauma, la falta de esperanza en el porvenir y, sobre todo, el silenciamiento.

Cantar coplas era casi la única manera que tenían de expresar sus problemas en voz alta y en primera persona, sin correr peligro, porque lo hacían suplantando el papel de los personajes ficticios que protagonizaban estas canciones.

De esta manera, podían afrontar sentimientos tan intensos y dolorosos como los generados al seguir buscando los restos de sus seres queridos fusilados o a familiares presos en cárceles desconocidas.

También podía ser que, quienes vivían el exilio interior, cantaran estas coplas pensando en los exiliados en el extranjero, a los que muchas veces no podían ni siquiera escribir sin ponerles en peligro. Estrofas como esta, parte de la copla Tatuaje, cantada por Concha Piquer, podían servirles de consuelo:

“Quizás ya tú me has olvidado, en cambio yo no te olvidé, y hasta que no te haya encontrado, sin descansar te buscaré”

Cantar estas canciones se convertía para muchos españoles en una forma de hablar directamente a sus seres queridos desaparecidos y de decirles: “no te he olvidado, te sigo buscando”.

Las coplas también ayudaron a los vencidos a enfrentar otro importante problema: la duda existencial de no encontrar un sentido a la vida.

Muchos habían perdido a sus seres más queridos, los valores por los que habían luchado habían sido anulados y ya no podían ejercer su profesión previa a la guerra. Una parte de la población española sentía que su existencia se había acabado con la derrota de la República… y no era una mera percepción subjetiva, era la cruda realidad, ya que los vencidos no tenían grandes posibilidades de rehacer su vida, ni la afectiva ni la profesional.

Cuando alguien tenía una radio y cantaba una copla, a veces los vecinos la escuchaban por sus ventanas abiertas y la cantaban también. La copla se convertía entonces en un ritual de duelo clandestino comunitario, a través de la voz de artistas como Concha Piquer, figura indiscutible de la copla de posguerra, con una voz y un genio teatral capaces de transmitir cualquier sentimiento y fiel reflejo de su apasionante biografía.

María de la Concepción Piquer López, nació el 8 de diciembre de 1906 en el barrio valenciano de Sagunto, en el seno de un hogar tremendamente humilde, como hija de un albañil y una costurera.

Antes que a ella, sus padres habían tenido cuatro hijos y todos habían muerto a los tres años. Su madre siempre pensó que la causa había sido el mal de ojo, por lo que obligó a la pequeña Conchita vestir desde pequeña un característico lazo rojo, como amuleto preventivo.

La niña nunca fue a la escuela. Se limitaba a cantar todo el día. Pero un día, segura de sí misma, se puso su vestido de primera comunión y, decidida, se presentó en el teatro Sogueros de Valencia.

El empresario teatral quedó prendado de aquella niña, le pagó su primer sueldo, un duro, y la “contrató” citándola para el domingo siguiente. Así iniciaba Concha Piquer su carrera artística.

Tras debutar en el Teatro Apolo y realizar algunas actuaciones, el maestro Manuel Penella la vio cantar en el teatro Kursaal de Valencia y habló inmediatamente con su madre para llevarla con él a México, donde iba a representar la ópera El gato montés. Antes de eso harían una parada en Nueva York para presentar el espectáculo en inglés.

Para que Penella pudiese contratar a la niña, que en aquel momento contaba con sólo trece años, tuvo que llevarse en su compañía también a la madre… una guardaespaldas siempre dispuesta a acompañarla y protegerla al otro lado del mundo.

Mientras estaban preparando el espectáculo en Nueva York, el dueño del Park Theatre, John Cort, pidió ver actuar a aquella curiosa niña que estaba en el patio de butacas viendo el ensayo sin parar de bailar, pues no estaba previsto que la pequeña Conchita actuara en la representación. Cuando la oyó cantar, el empresario neoyorquino se empeñó en que la niña tenía que debutar al día siguiente con el resto de la compañía.

El maestro Penella le escribió una canción esa misma noche, un pregón de un niño que vendía flores por Sevilla; su madre le cosió una camisa de dril, le pusieron unos pantalones del maestro, un pañuelo rojo en el cuello y una gorra.

Al día siguiente, en el intermedio de la obra, Conchita salió a escena cantando su pregón en español con una cesta de flores en la mano. El público se quedó estupefacto: aplaudió de tal forma que le hicieron repetir la canción hasta seis veces.

A los pocos días los hermanos Schubert, los empresarios teatrales más importantes de la época en el circuito neoyorquino, se presentaron en el teatro para ofrecerle a la madre de aquella niñita un contrato de cinco años por trescientos cincuenta dólares a la semana.

Con su primer sueldo, Conchita y su madre alquilaron un apartamento junto al Central Park. Allí la pequeña valenciana, aún analfabeta, aprendió a leer y a escribir.

También en Nueva York, en 1923, Conchita grabaría un cortometraje en el que interpretaba un par de canciones y que, con el tiempo, sería considerado el primer documento de cine musical sonoro, un par de años antes de que se estrenara El cantante de jazz, de Alan Crosland, la que fue considerada por los historiadores, hasta el descubrimiento de este documento de la valenciana, como la primera obra cinematográfica sonora de la Historia.

Conchita Piquer fue, posiblemente, la primera artista española que vivió el sueño americano sin saber aún muy bien lo que era, que triunfó en Broadway al lado de los mejores siendo apenas una adolescente y que creció y se formó en el mundo del espectáculo más exigente posible, con todo lo bueno y todo lo malo que aquello conllevaba.

Aquellos felices años veinte fueron los que la adolescente Conchita vivió en el Nueva York de los gánsteres junto a su madre. Sin embargo, su último año en la capital de los rascacielos tuvo que pasarlo sola: sus hermanas habían contraído el tifus y su madre tuvo que volver a España para cuidarlas.

Este sería, sin duda, el año más duro para Conchita tras es cual, convertida en una mujer refinada y una estrella internacional, decidía volver a una España humilde, que la veneraba y admiraba.

Aún sin cumplir los veinte años, regresaba a su patria con una pequeña fortuna de la que no podía disponer sin autorización materna, instalándose en el Hotel Palace de Madrid.

En sus primeros espectáculos en la capital, la valenciana mezclaba los números americanos de music hall, cantados en inglés, con la canción española. Esta última se convertiría a la postre en la base de su repertorio, con canciones tan emblemáticas como En tierra extraña, un verdadero himno para los emigrantes españoles.

No contenta con el éxito que estaba cosechando y consciente de lo que significaba ser una estrella, “la Piquer” quiso enriquecer su nivel artístico rodeándose de los mejores… tan sólo era cuestión de unir el talento necesario y ponerlo a trabajar como un equipo en un mismo espectáculo.

Desde entonces, Antonio Quintero escribiría el libreto de las obras de la Piquer, Rafael de León las letras de los cantables y Manuel Quiroga se encargaría de la música. La santísima trinidad de la copla, Quintero, León y Quiroga, (autores de más de cinco mil canciones) hicieron de ella la reina absoluta de la copla.

La Parrala, Ojos verdes, Tatuaje, La Otra… fueron sólo algunos de los éxitos de la Piquer con los que el público enloquecía, porque nadie cantaba y contaba como ella.

Doña Concha se convirtió en una figura inabarcable. Ya no solo era una gran cantante, también una empresaria de éxito que llevaba su compañía con mano de hierro y no paraba de cerrar giras por todo el mundo. Así nació la leyenda del baúl de la Piquer… que nunca fue sólo uno, podían llegar a convertirse en setenta, según el destino.

Además de su vestuario, el equipaje de sus giras por América incluía todos los enseres de la compañía y, como además no le gustaba quedarse en hoteles y siempre alquilaba una casa donde iba de gira, se llevaba la ropa de cama y las mantelerías. A esto había que sumar dos baúles llenos de aceite de oliva, su perro Tico y su canario, Don Marcelo.

La encorsetada sociedad de la España en la que le tocó vivir la miraba asombrada: una mujer que fumaba, conducía su propio coche, hablaba inglés y trabajaba… ¡lo nunca visto!.

Era inteligente y atrevida, tanto que no dudó en posar luciendo su cuerpo desnudo cubierto únicamente por un mantón de Manila, e incluso llegó a ser imagen de una "deliciosa bebida de aroma y sabor exquisito”: la Coca-Cola.

Un temperamento demasiado liberal para el régimen franquista imperante en la España de la época, que llegó a multarla en reiteradas ocasiones por sus osadas letras e interpretaciones. Pese a ello, la Piquer fue la única que mantuvo original su versión de Ojos Verdes, con su primer verso sin censurar:

“Apoyá en el quicio de la mancebía…”.

En pleno auge de la sección femenina falangista, que predicaba la sumisión, el recato y la modestia de la mujer española, Concha Piquer tenía una relación amorosa con el torero Antonio Márquez, que estaba casado, y salía al escenario a cantar el Romance de la otra:

“Yo soy la otra, la otra / y a nada tengo derecho / porque no tengo un anillo / con una fecha por dentro”.

También fue la única artista que se permitió rechazar una petición del Generalísimo. La Piquer fue llamada para actuar en La Granja, como tantos otros artistas, invitados por Francisco Franco. Doña Concha realizó su número y luego se sentó a tomar el té con unas señoras.

En ese momento se acercó a ella un asistente del caudillo, quien le susurró que su excelencia quería que le cantase Ojos verdes. Al parecer, era la copla favorita del dictador y la cantante no la había interpretado en su número previo. La Piquer, dejando testimonio de que no se dejaba domar por nadie, contestó: “comuníquele a su excelencia que ya terminé mi actuación por hoy y que estoy merendando. Si va al teatro a verme, se la dedicaré encantada”.

Concha Piquer se retiró un 13 de enero de 1958. Aquel día le falló la voz y decidió abandonar los escenarios porque no se permitía la más mínima pérdida de calidad en sus interpretaciones. Como se suele decir en el mundo de la farándula, uno tiene que irse y dejar siempre al público con ganas de más… y este fue el caso de la cantante valenciana.

Desde entonces se dedicó a sus inversiones en negocios inmobiliarios en Madrid, como las Galerías Piquer, en pleno Rastro, y a disfrutar de esta, su casa madrileña, en el número 78 de la emblemática Gran Vía, donde la cantante vivió desde 1933 y hasta su muerte en 1990.

Concha Piquer logró, gracias a su temprano talento y al esfuerzo de toda una vida, hacerse un nombre imborrable en una España humilde, dividida y abatida por las secuelas de una guerra. Una mujer adelantada a su tiempo cuyas canciones sirvieron de soporte y resistencia para muchas vidas rotas que encontraron en sus coplas, cantadas desde el alma, un motivo para seguir adelante y no rendirse nunca.

Concha Piquer López (Valencia, 1906 – Madrid, 1990)

Concha Piquer López (Valencia, 1906 – Madrid, 1990)

Cuando regresé a España, no quise volver, y me llamaban desde Nueva York cada semana... pero yo siempre ponía excusas... y hasta hoy
— Concha Piquer


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