Hijos de la tierra

Cuadro sobre el desembarco de Cristóbal Colón en Nuevo Mundo. Historia de Madrid

Dióscoro Teófilo Puebla y Tolín. Primer desembarco de Cristóbal Colón en América, 1862 (Detalle) ©Museo Nacional del Prado

La voz de los indígenas antes de la llegada de los españoles: canto y memoria

LA LUNA DEL PEZ LARGO_

Isla grande del este

No contamos los días como hacen los que llegaron después. Contamos lunas, cantos, señales en el río. Esta historia comienza en la luna del pez largo, cuando el mar regresa tibio y los manatíes se dejan ver en la bahía.

Me llamo Guarocuya.

Mi nombre quiere decir “luz que nace de lo alto”. Lo dijo mi abuela, que escuchó mi nombre en un sueño antes de que yo respirara por primera vez. Soy hijo del cacique Naguabo y de una mujer sabia que recoge la yuca como si hablara con la tierra. Vivo en un bohío de techo de palma, a la orilla del agua dulce, cerca del gran ceiba donde los ancianos cuentan las historias.

Tengo dieciséis ciclos. Ya no soy niño. Tampoco soy guerrero. Estoy aprendiendo el camino del behique, el que habla con los cemíes, el que escucha las voces de los que ya no están.

Por las noches me siento junto al fuego de la cohoba y hablo con mi cemí, una piedra que guarda los secretos de mis abuelos. No escribo con tinta. Escribo con la voz y el silencio. Lo que cuento aquí lo grabo en su alma.

Porque algo se acerca. Algo que nadie ha visto, pero todos sienten.

Hoy, cuando el sol aún estaba alto, el viento del norte trajo un olor distinto. No era de pescado ni de flor. Era un olor de cosa nueva, de cosa lejana. El manatí no se acercó a la orilla y los peces se escondieron entre las raíces del mangle.

El cacique frunció el ceño.

Mi abuela puso una flor de mariposa sobre el altar de barro y murmuró:

—El mar ha cambiado de voz.

Nosotros conocemos las voces del mar.
Hay un canto para la lluvia. Otro para el pez que sube con la luna.
Hay un canto para el nacimiento y uno para la muerte.
Hoy, el mar no cantó ninguno de ellos.

Mi padre me llevó a remar río arriba, a buscar yagruma para reparar la canoa. Mientras él tallaba, yo recogí majagua para hacer cuerdas y escuché a los árboles. Me hablaron bajito. Dicen que viene algo que no pertenece a este mundo.

No tuve miedo. Solo cerré los ojos y le hablé al fuego:

—Si viene la sombra, que mi voz la recuerde.

—Si viene la luz, que sepa que aquí vivimos con el corazón abierto.

En mi aldea, todos se preparan para el areíto de la próxima luna. Las mujeres trenzan collares de caracoles. Los niños aprenden los pasos. Yo he pedido cantar el canto del origen, ese que habla de la cueva madre de donde salieron los primeros hombres. El behique dice que cuando lo canto, los cemíes sonríen.

Esta noche, mientras escribo con pensamientos, el cielo tiene más estrellas que otras veces. Una de ellas se mueve. Parece acercarse.

Mañana volveré a hablar a mi cemí.

Él es piedra, pero también escucha.

Y si algún día otros llegan, si caminan por nuestra arena, si tocan nuestros árboles, quiero que sepan que aquí hubo un joven que habló al fuego y al viento.

Quiero que sepan que fuimos canto, río y respeto.
Que fuimos hijos de la tierra.
Y que nuestra voz no se borra con el agua.

LOS DÍAS DEL MAR QUIETO_

Donde los árboles recuerdan

En los días en que la marea se adormece, el mundo canta bajo el sol. No hay señales oscuras ni augurios en el cielo. Solo la vida fluyendo como el agua entre los dedos.

Cuando el mar está quieto, salimos temprano.

Mi padre, el cacique, rema en silencio con su remo de cupey. Yo le acompaño. A veces no hablamos durante todo el viaje. Pero hablamos con los gestos. Con las miradas. Con los silencios compartidos. Así nos entendemos.

Vamos a la laguna donde duermen los guabinas. Llevamos nuestras redes hechas de majagua, trenzadas por mi madre y mi hermana. Atrapar el pez no es solo para comer. Es también honrar al agua.

Las mujeres se quedan cerca del conuco, donde crece la yuca. Las he visto arrancarla con cuidado, como si le pidieran permiso a la tierra. Luego la rallan con paciencia, la exprimen con el sebucán y la convierten en casabe. Nadie desperdicia nada. Todo tiene su tiempo. Todo tiene su ciclo.

Mi hermana pequeña, Anacaona, tiene apenas cinco lluvias. Ya canta los nombres de las plantas. Me dijo ayer que el ají tiene espíritu, que si lo molestas sin respeto, te hará llorar. Yo le creo. Ella ve cosas que yo aún no veo.

En los días de mar quieto, el areíto se practica al atardecer. El suelo tiembla bajo nuestros pies cuando bailamos. La abuela dice que ese temblor agrada a los zemíes. Que ellos nos escuchan mejor cuando cantamos con el cuerpo.

Los mayores se sientan en círculo. Fuman el tabaco lento, mirando el fuego. Allí se cuentan historias que solo pueden decirse cuando el sol ya se ha dormido: las del jaguar que hablaba, del árbol que caminaba, del primer hombre que se convirtió en igüana por desobedecer a los dioses.

Yo escucho en silencio. Escuchar también es un don.

Hoy mi madre me enseñó a hacer cuerdas con bejuco. Me dijo que las cuerdas buenas no se hacen con fuerza, sino con atención. Que hay que sentirlas con los dedos, como a las personas.

Mientras trabajábamos, me preguntó:

—¿Qué escuchaste en el río hoy?

Le hablé del pez que nadaba en círculos.
Del ave que cantó tres veces.
Del árbol que tenía el tronco húmedo por dentro.
Ella asintió. No preguntó más. Sabía lo que eso significaba.

Mi aldea está hecha de bohíos, redondos como el sol, con techos de palma y paredes de yagua. No hay paredes que separen a los hombres. Todos compartimos el aire, el agua, la sombra. El cacique no vive en una casa distinta. Come lo mismo que todos. Ríe con todos. Solo habla más con los dioses.

A veces, pienso en el día en que yo mismo deba llevar la macana de mando. No me asusta. Pero aún me falta. Por eso aprendo de los mayores y escucho al viento.

Las noches en estos días calmos son dulces. El cielo se llena de estrellas. Hay una que parpadea más que las otras. No sé por qué, pero desde hace días la miro y siento que también ella me mira.

Me acuesto sobre una hamaca tejida por mi tía, entre dos yagrumas, y hablo en silencio a mi zemí. Le agradezco la pesca. La lluvia justa. Los juegos con los niños. Los cantos de las ranas.

Le pido que esto no cambie. Que el mar siga cantando en voz baja. Que el viento no traiga lo que aún no entendemos.

LA VOZ DE LOS ANCESTROS_

Días del polvo sagrado

En los días sin lluvia, cuando el sol quiebra las piedras y el río canta más despacio, los espíritus se acercan. No hacen ruido. No necesitan cuerpo. Vienen a recordar quiénes fuimos cuando el mundo era joven.

Esta mañana el behique, el sabio de los rezos, me llamó con humo de cohoba. Dijo que el momento había llegado. Que los ancestros querían hablarme. Que debía abrir los ojos de adentro.

Nos sentamos bajo la gran ceiba, el árbol donde el cielo toca la tierra. Allí, sobre un círculo de cenizas, el behique molió las semillas sagradas y me entregó el polvo de los sueños. Lo sopló sobre mi rostro y entré al otro mundo.

Vi la cueva madre. La misma de la que salieron los primeros hombres.

La vi cerrarse lentamente, como si no quisiera que algo nuevo la atravesara. Y escuché una voz que no era voz, sino tambor, viento y agua al mismo tiempo. Decía:

“Cuida tu nombre, Guarocuya. Porque hay quienes vienen a romperlo.”

Desperté con el pecho caliente.

El behique me miró con los ojos llenos de noche.

—¿Qué viste? —preguntó.

—El principio —dije—. Y también el final.

No hizo más preguntas. Me cubrió con ceniza y me dio a beber agua del caracol.

Los zemíes han estado inquietos. Mi abuela los mueve cada mañana, como le enseñó su madre. Los limpia con humo de mapurito, los alimenta con miel y les canta.

Hay uno que siempre ha estado en nuestro bohío: el de la lluvia, tallado en piedra con ojos de caracol. Últimamente, su rostro parece más serio. Su boca se ha cerrado.

Mi madre dice que es porque vendrán días sin canto.

Los niños juegan cerca del río. No entienden aún la tristeza que flota en el aire.

Yo los envidio. A veces quisiera volver a no saber. A no oír la voz de los que están bajo tierra. Pero ahora esa voz me llama incluso en los sueños.

Esta noche el consejo se reunió. No porque haya peligro, sino porque lo hay sin saberlo.
El cacique Naguabo, mi padre, habló poco. Solo dijo:

—Los peces han cambiado de rumbo.

—Las aves cruzan el cielo antes de tiempo.

—Los perros no duermen.

Y el behique añadió:

—Es tiempo de escuchar a los que no tienen cuerpo.

Yo caminé solo hasta la colina del este. Allí, donde nacen las primeras luces, me senté y cerré los ojos. Le hablé al viento:

—¿Qué viene desde tu espalda?

No me respondió. Pero me trajo un olor nuevo, como de madera lejana y sal vieja.

En la noche, junto al fuego, el behique me contó la historia del primer trueno. Dijo que no fue un ruido, sino un gesto de los dioses para avisarnos del cambio. Que el mundo se parte en dos cuando algo grande está por suceder. Y que nosotros, los taínos, debemos elegir: entre la cueva… o el horizonte.

Yo todavía no sé qué elegiría. Pero me queda la palabra. Me queda el canto. Y si un día otros pisan esta tierra, quiero que sepan que aquí vivíamos con los dioses al lado. Que nuestras noches brillaban con estrellas, y nuestras voces, con fuego.

EL BOSQUE QUE CANTA_

Cuando el bosque susurra

Cuando el sol baila alto y la brisa acaricia las hojas, el bosque canta. Cada árbol tiene su voz, cada ave su nota, cada insecto su compás. Y nosotros, los taínos, cantamos con él. Pero esta vez, hay un susurro extraño entre las ramas…

Hoy me desperté con el canto del pitirre, ese pájaro pequeño que parece tener alma de jaguar. Siempre canta tres veces al alba. Pero hoy lo hizo solo dos.

Mi abuela frunció los labios y dijo:

—El bosque no se equivoca.

Yo no entendí del todo. Pero lo anoté en mi pensamiento.

Salimos temprano al conuco.

La yuca crece fuerte este año. Mi madre la acaricia como a un hijo. Dice que si se arranca sin respeto, la tierra no la volverá a dar.

Yo observo cómo recoge la cosecha. Cómo selecciona, ralla, prensa en el sebucán y pone a secar el casabe al sol, como quien realiza un ritual antiguo.

Ella canta mientras trabaja. Un canto que aprendió de su madre, que su madre aprendió de otra más atrás y así hasta que ya no hay memoria.

Es un canto lento, con palabras que ya no se usan, pero que el bosque sí entiende.

Mientras ella canta, los niños juegan a la sombra del cupey. Se lanzan frutas pequeñas, compiten a ver quién lanza más lejos la piedra plana sobre el agua.

Uno de ellos dice haber visto un jutía más grande de lo normal. Otro asegura que escuchó a un árbol hablar en sueños.

Nadie se burla. Aquí todos saben que el bosque tiene muchas voces. Y que a veces, si estás atento, te dice lo que vendrá.

En el atardecer, practicamos para el próximo areíto. El tambor de cuero de iguana marca el paso. El mayohuacán, largo y hueco, canta profundo.

Las mujeres llevan cascabeles de caracol en los tobillos. Los hombres giran, saltan, danzan en círculo.

Yo, que aún estoy aprendiendo, observo. El behique me enseña que cada paso no es solo danza: es rezo, historia y mapa.

Después del ensayo, nos reunimos junto al fuego. El viejo Turey habla de cuando era niño y vio cómo un huracán arrancó la ceiba de raíz.

—Ese año el mar se volvió loco —dice—. Como ahora.

Todos callamos. No hay viento. Solo el crepitar de las brasas y el rumor de que algo se aproxima.

En la noche, tomamos cohoba. El behique dice que los zemíes quieren mostrarnos algo.

Veo en mi visión un pez que nada fuera del agua. Una canoa enorme con alas. Y una figura que toca el mar con los pies… pero no es de aquí.

Despierto con la garganta seca. El behique no dice nada, solo me entrega agua con miel y me dibuja una espiral en el pecho.

Hoy también aprendí a fabricar un guamo, la caracola que usamos para llamar a la gente del pueblo. Mi tío me mostró cómo hacerle el corte justo para que cante con fuerza.

Cuando soplé por primera vez, sentí que llamaba no solo a los nuestros, sino también a alguien más, más allá del mar.

Mi padre ha vuelto serio de la costa. Dice que hay maderas flotando, con formas que no hemos tallado. Que los peces voladores nadan en dirección contraria. Y que las aves grandes se alejan del este.

No dice más. Pero su silencio pesa como una gran piedra.

Esta noche he vuelto a hablar a mi zemí. Le he dicho:

—Si los que vienen traen palabra, que sea buena.

—Si traen ruido, que lo escuchemos sin miedo.

—Y si traen sombra… que el bosque nos cante al oído cómo escondernos.

EL TAMBOR DEL SILENCIO_

El bosque se prepara sin saber para qué

El tambor no sonó esta mañana. Nadie quiso golpear su cuero. El bosque no pidió música. Las aves no saludaron al sol. Y las palabras se hicieron más cortas, como si cada aliento costara más que antes.

Hace dos amaneceres, el tambor dejó de sonar. No porque alguien lo prohibiera, sino porque nadie se atrevió a tocarlo.

El mayohuacán, que antes rugía en el atardecer, permanece colgado, cubierto con hojas de palma. Es como si el sonido hubiera decidido esconderse.

La gente habla en voz baja. Las mujeres no cantan mientras rallan la yuca. Los niños juegan, sí, pero lo hacen sin risa. Y los perros… los perros no ladran. Solo miran hacia el mar.

Yo he sentido una presión en el pecho, como si alguien me empujara hacia adentro. No es miedo. Es una alerta antigua. Un tambor que suena bajo la piel.

Ayer, la abuela soñó con una ceiba partida por la mitad. Dijo que de su tronco salían hombres sin rostro, cubiertos de metal.

El behique escuchó el relato y la miró en silencio. Luego tomó cohoba y se encerró con los zemíes hasta el amanecer.

Esta mañana me llamó. Me puso la mano sobre la frente y dijo:

—Ya casi están aquí.

—¿Quiénes? —pregunté.

—Los que vienen del otro lado de la noche.

La playa estaba extraña hoy. El agua no rompía como siempre. El mar respiraba diferente.

Mi padre encontró sobre la arena una rama de forma recta, perfectamente lisa. No era madera nuestra. No era tallada por taíno alguno.

Se la llevó al bohío sin decir palabra. La colocó junto al altar de los zemíes del mar.

Yo no pregunté. Pero algo en mí supo que era un mensaje.

Los murciélagos salieron antes del anochecer. Y en el río, los peces nadaban hacia el norte, como si huyeran.

La abuela quemó hojas de guayaba y esparció el humo por toda la aldea. Dijo que los espíritus necesitaban encontrar el camino de vuelta si se perdían.

Hoy, el behique se sentó conmigo. Dijo:

—Escucha lo que no suena.

—Mira lo que no se mueve.

—A veces, lo más importante es lo que no ocurre.

Yo miré el bosque. Ni una hoja se movía.

He vuelto a caminar solo hacia la colina. Quería ver el mar. Pero al llegar, el cielo estaba cubierto de nubes bajas.

Sentí el aliento del viento en la nuca. No era brisa cálida. Era un aliento nuevo. Frío. Denso. Cargado.

Mi zemí, que siempre me acompaña, está más pesado que nunca. Lo sostengo con ambas manos. Le hablo. Pero hoy no me responde.


LOS ESPÍRITUS TRAEN ALAS_

El mar devuelve otra vida

Los espíritus no llegan caminando. Vuelan, cruzan el cielo en aves que no hemos visto, se anuncian en ramas que flotan en la orilla y en vientos que no nacieron aquí. A veces no traen rostro. Pero dejan señales por donde pasan.

Esta mañana, el cielo amaneció lleno de aves nuevas. Volaban en formación, no como las nuestras.

Eran blancas, de alas largas, con picos curvados y gritos agudos. Nadie en la aldea recordaba haberlas visto antes. Ni siquiera el viejo Turey, que ha vivido más lunas que todos nosotros juntos.

Mi padre miró al cielo durante mucho rato. No dijo nada. Pero luego limpió su macana y la colgó junto al bohío, a la vista de todos. Era su manera de hablar.

Más tarde, los niños encontraron en la playa una rama partida. Flotaba entre algas y conchas. Pero no era como las que arrastra el río: estaba pulida, recta, con marcas talladas. Parecía parte de una canoa, pero de una que no era nuestra.

El behique tomó la rama entre sus manos. La acercó a su nariz. Dijo:

—Esto ha viajado por mares que no conocemos.

Yo he vuelto a subir a la colina, como en noches pasadas. Desde allí, el mar no parece mar. Parece un espejo turbio.

Y el horizonte… Hoy tenía un brillo distinto, como si el sol se escondiera detrás de algo que no es nube.

La abuela ha tenido otro sueño. Dijo que vio a hombres de piel clara que hablaban con los brazos y llevaban fuego en la cintura. Que bajaban de canoas que no flotaban, sino que caminaban sobre el agua como peces gigantes.

Ella no tiene miedo. Dice que si son dioses, los recibiremos con respeto. Y si no lo son, los árboles sabrán protegernos.

Por la tarde, fui con Anacaona a buscar hojas de bija para pintar los cuerpos en la ceremonia del próximo areíto. Mientras recogíamos, ella me susurró:

—Hermano, la selva me habló.

—¿Qué te dijo? —pregunté.

—Que escondamos nuestras palabras.

—¿Por qué?

—Porque vienen oídos que no saben escucharlas.

Hoy el aire huele a otra cosa. Ni bien ni mal. Solo distinto. Como si trajera polvo de un lugar donde los zemíes no existen. Como si llegara desde un mundo sin nuestras voces.

Esta noche, todos cenamos en silencio. El fuego crepitaba más bajo. Y cuando el guamo sonó para reunirnos, su eco se perdió más rápido en el bosque. Como si el aire ya no nos perteneciera del todo.

Le he hablado a mi zemí, como siempre. Pero esta vez, no para hacer preguntas. Solo para decirle adiós a la calma.

EL FUEGO DE LOS OJOS_

Ocultos para seguir viendo

Esa noche no hubo sueño. Solo vigilia. Solo ojos que miraban el mar como si por fin lo entendieran. Pero el mar no respondió. Solo devolvió el reflejo de luces nuevas. Luces que no eran nuestras. Luces que venían con forma de hombres.

Nos hemos retirado al bosque.

Mi padre dio la orden sin palabras. Solo tomó su macana y miró al horizonte. Todos lo entendimos.

Dejamos atrás los bohíos, los fogones, las hamacas. Subimos por la vereda del ceibón, cruzamos el riachuelo y nos ocultamos en la yerba alta, entre guanos y yagrumas.

El behique dijo que los zemíes pedían silencio. Que no habláramos fuerte, que no respiráramos con ruido. Que esta noche había que escuchar al mundo como lo hacen los jaguares.

El cielo estaba claro, pero el mar… el mar brillaba en la oscuridad. No como lo hace con la luna, no. Brillaba con luces que danzaban, se movían, parpadeaban.

Uno de los niños preguntó:

—¿Son estrellas que bajaron al agua?

La abuela negó con la cabeza.

—Son ojos que vienen del otro lado. Ojos que arden.

Desde mi escondite, entre ramas y raíces, vi por primera vez la silueta de las canoas grandes.

No eran canoas. Eran casas flotantes, con troncos cruzados que subían como alas abiertas. En lo alto, luces encendidas. Y sombras que se movían.

Hombres. Hombres de lejos. Que venían sobre el agua como si la tierra no los mereciera aún.

Sentí frío. No por el viento, sino por dentro. Una especie de temblor que no era miedo ni emoción. Era... destino.

Anacaona se aferró a mi brazo.

—¿Ves? —susurró—. Los oídos extraños ya están aquí.

Mi padre no se movía. Mi madre sostenía el collar de conchas de su madre. El behique murmuraba una oración. Nadie respiraba del todo.

Y entonces, el guamo sonó en la distancia. Pero no el nuestro. Uno distinto. Un cuerno profundo, largo, metálico. Como si el mar hubiera aprendido a rugir.

Los peces en la bahía saltaron al unísono. Los insectos callaron. El bosque escuchaba. Y yo también.

Quise correr. No hacia ellos. Sino hacia dentro, hacia mis pensamientos, hacia mi voz.
Tomé mi zemí, lo apreté contra el pecho, y le dije:

—No me dejes olvidar este instante.

—No me dejes tenerle odio a lo que aún no conozco.

—Guarda mi palabra, por si un día no puedo hablar.

Esta noche el fuego tiene ojos. Y nosotros… Solo tenemos silencio.

LLEGARON CON ALAS BLANCAS_

La Isla canta en el silencio

No fue un trueno. No fue un terremoto. No fue una tormenta de dioses. Fue algo más silencioso, más profundo. Fue el sonido del mundo abriéndose, como una fruta madura. Y de su interior salieron hombres nuevos, que no sabían que llegaban al final de algo.

El sol no había salido del todo cuando los vimos desembarcar. La niebla aún flotaba sobre la arena como un suspiro. Pero sus figuras eran claras: hombres cubiertos, altos, de piel más pálida que la luna, con objetos brillantes colgando del pecho y cintas rojas en las cabezas.

Algunos llevaban palos largos que parecían armas. Otros sostenían telas de colores que ondeaban al viento como si fueran pájaros sin alas.

Los niños se apretaron contra las piernas de sus madres. Las mujeres cubrieron sus pechos con hojas. Los hombres jóvenes apretaron los puños, aunque nadie alzó la voz.

Desde la espesura, entre helechos y palmas, los observamos.

Las canoas en que vinieron no eran de este mundo. No eran de yagrumo ni de ceiba. No eran redondas, como las nuestras. Eran como casas con alas, con cuerdas que subían al cielo, con ojos pintados en sus frentes, como si también ellas miraran la isla.

Uno de los extranjeros se arrodilló en la arena, miró al cielo y tocó el suelo con los labios. No entendimos si era un saludo, un rezo o una despedida. Tal vez todo a la vez.

Mi padre, el cacique, no dijo nada. Pero no retrocedió. Tampoco avanzó. Se quedó quieto, como el árbol más antiguo del bosque. Como si supiera que un movimiento en falso podía romper el aire.

Yo los miré con todo lo que tenía. Quise grabar sus rostros, sus ropas, sus gestos. Vi en ellos cansancio y hambre, pero también curiosidad y miedo. Como si ellos también se preguntaran si éramos hombres o sombras.

Uno de ellos levantó un objeto brillante, lo miró contra el sol, y sonrió. No sé si por alegría o por locura. Pero sonrió.

Anacaona tiró de mi brazo.

—Hermano, ¿son los dioses?

No supe qué decir. Porque nunca imaginamos que los dioses pudieran venir con botas, con metal, con gesto torpe. Pero tampoco imaginamos que los hombres pudieran caminar sobre el agua.

Entonces sentí un pensamiento claro. No era mío. Era como si el zemí me hablara desde dentro:

Guarocuya, el mundo no se ha terminado. Solo ha empezado de nuevo.

Cerré los ojos. Respiré el aire que ahora tenía otro olor. Y le hablé al viento, una última vez, como en cada noche de este diario sin tinta:

—Si estos hombres traen palabras, que podamos escucharlas sin perder las nuestras.

—Si traen ideas, que no ahoguen nuestros sueños.

—Y si traen guerra… que al menos recuerden que nosotros fuimos primero canto y tierra.


Retrato del almirante Cristóbal Colón. Historia de Madrid

Cristóbal Colón (¿1451?–Valladolid, 20 de mayo de 1506)

Ellos aman a sus próximos como a sí mismo, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa y siempre con risa
— Cristóbal Colón


¿Cómo puedo encontrar el cuadro “Primer desembarco de Cristóbal Colón en América” en Madrid?